En
realidad, estaban en un enorme cesto de mimbre. En alguna mudanza pasaron a
mejor vida. Cientos de cartas, acumuladas tras largos años, acabaron en el
contenedor de reciclaje de papel.
A
veces, me arrepiento un poco porque me entran ganas de jugar, como entonces, a
meter las manos entre ellas, tirarlas hacia arriba y quedarme con una, la
elegida por el azar, para releerla. Pero a mi nostalgia le gana siempre mi
necesidad de orden y de espacio, así que me conformo con el recuerdo.
Creo
que siempre se me ha dado mejor expresarme por escrito que hablando. De
adolescente, les escribía cartas a mis amigas para abrirles mi corazón, como
sólo en esa etapa llega a hacerse. Al principio, ellas se extrañaban cuando les
entregaba un folio con mi letra.
“¿Y
esto? Pero si acabamos de hablar”. “Ya, pero yo estas cosas que escribo no sé
decirlas de viva voz”.
Y
“esas cosas” eran mis preguntas sin respuesta acerca del mundo, de la vida, mis
desencuentros internos y todo aquello que me hacía sentirme un poco extraterrestre
en medio del mundanal ruido.
Ellas
(y muchas veces, ellos) terminaban contagiándose y, así, se creaba una relación
paralela a la verbal. Estaba lo que vivíamos “en vivo” (¿lo más prosaico?) y,
por otra parte, lo que transmitíamos y compartíamos en el papel, tal vez lo más
sublime.
Las
cartas, recibidas en mano o por correo -lo que añadía el placer de abrir el
buzón, encontrar el sobre, rasgarlo-, significaban
reconocer la caligrafía del remitente, tratar de descubrir qué ponía debajo los
tachones, sentir el relieve en muchos casos que quedaba en el papel, entregarse
al placer de la lectura en algún rincón solitario de casa.
Con
el tiempo aparecieron los correos a través de Internet. Necesité un tiempo para
poder ser “yo misma” sin mi caligrafía (y ahora casi me ocurre a la inversa: no
soy nadie sin el teclado).
Reconozco
que se perdía el encanto de lo manuscrito, pero se mantenía la magia del
contenido: cuántas emociones se habrían quedado enquistadas, sin el medio
escrito para desvelarlas; cuántas otras se desbordaron por eso mismo.
Creo
que ahora damos demasiada importancia a la inmediatez, relegando a un segundo
plano la reflexión, el sosiego de sentarse a vomitar todo lo que llevamos
dentro y, cómo no, sentarse a saborear el largo mensaje de respuesta, tras una
justa espera.
Hoy
todo es brevedad e inmediatez. Caracteres contados, como en la época de los
telegramas. Respuesta inmediata. Y también le encuentro su encanto. Hay
conversaciones de Whatsapp que merecerían estar en libros, por todo lo que
llega a expresarse en tan poco texto, y con la inestimable ayuda de los
emoticonos. Verdaderas conversaciones llenas de emociones: frescura, tensión,
agilidad, malentendidos, risas, desencuentros, magia, misterio… Y a veces,
también largas esperas. Nada hay peor que quedarse mirando cómo nuestro mensaje
se queda sin su doble check azul y nuestro interlocutor deja de estar “en
línea”. ¿Qué ha pasado? ¿Qué he dicho? ¿Qué ha atrapado su atención al otro
lado de la red?
Reconozco
que me he acostumbrado muy bien a estos nuevos modos de conversar. Y sigo
sintiéndome mucho más cómoda escribiendo, aunque sea con dos dedos, en teclas
mínimas dibujadas sobre la propia pantalla y reduciendo mis intervenciones a
una frase corta o dos. Me gusta.
Pero
a ratos, echo de menos la soledad del correo, escribir sin la presión de ser
leída al instante, alargarme en mi discurso sin miedo a que mi lector se aburra
de esperar tras el aviso de “Rocío está escribiendo…”
Y
es que podría dibujar más de una historia de amistad sólo recopilando correos
mutuos.
Como
aquel verano punto de inflexión, en que Silvia estuvo apunto de quedarse a
vivir con su novio de entonces en N.Y., y yo a punto de morir de tristeza,
cuando mi príncipe azul decidió dejar de creer en los cuentos de hadas. Ella
despertó a tiempo y yo también. Ambas descubrimos que podíamos seguir
escribiendo cuentos, con otros príncipes, con plebeyos, o solas, y que podíamos
decir “colorín colorado” todas las veces que hiciera falta.
Cuánto
he crecido gracias a esta correspondencia con los amigos, cuánto mundo interior
mío ha visto la luz gracias al papel (aunque fuera virtual).
Reconozco
que, por el camino, he aprendido a equilibrar mi capacidad de expresión y ya
consigo sacar de mí, y hasta disfrutar, las conversaciones profundas en “modo
oral”, aunque sea de una forma más burda y mucho menos elaborada que cuando
escribo. Los sofás en piso compartido han contribuido a ello en gran manera.
Aún
así, de vez en cuando, sigue llegándome algún correo de estos de perderse en
ellos y suenan campanitas dentro de mí. Disfruto leyendo y releyendo, y… luego,
me cuesta mucho responder porque estoy muy desentrenada.
Pero
es tan rico, tan fértil ese intercambio de ideas, de sensaciones, de visiones…
Me da la vida. Por eso, agradezco tanto “la molestia” de quien aún insiste en
saltarse la norma del minimalismo conversacional.
Que
sí, que el cara a cara es estupendo, pero yo hoy brindo por las cartas, con
sello o con arroba, en el cajón, en la bandeja de entrada o en el recuerdo.