Hay temas que se pasean
recurrentemente conmigo y me acompañan, por ejemplo, cuando camino descalza
sobre la arena, en una tarde cualquiera de finales de julio.
La búsqueda de la vocación es uno
de ellos. La educación, es otro. El equilibrio, es el que suele sonar de fondo
en cualquiera de mis melodías mentales.
Hoy pienso en la princesa que
tiene conquistado mi corazón. Puedo evocar sus ojos, sus miradas llenas de
matices, sus gestos y su forma de desenvolverse en el mundo. No lleva aún tres
años en mi vida y ya llena espacios que no sabía ni que pudieran existir, y
despierta las emociones más extremas en mí.
Quiero que viva y crezca plena,
libre, auténtica. Y quisiera protegerla de cualquier peligro, real o imaginado
por mi tremenda imaginación. En este momento mágico de la infancia más pura, me
pregunto cuánto les damos a los niños de educación y cuánto de “educastración”.
Crecí confiando en que el sistema
educativo era un gran invento pensado para ayudar a las personas a ser más
felices. Así es, en mi pequeña cabecita, yo confiaba en los mayores y, si me
mandaban horas a un lugar donde aprendía esto o lo otro, era porque eso era lo
mejor que podía hacerse, y me entregaba con ánimo a la tarea.
Creo que mis padres también
pensaban lo mismo, creo que muchos de nosotros hemos vivido en la confianza de
que no hay nada mejor que hacer con los niños. Hoy, sin embargo, me cuestiono
bastante este sistema, sus bases, sus formas, su contenido y su finalidad. No
dudo de su valor y de la función que ha ejercido a lo largo de muchos años,
pero siento que ha llegado el momento de revisarlo profundamente.
Hay mucho que desarrollar en
nuestros pequeños, más allá de la memoria o de inculcarles unos determinados
conocimientos. Sería un debate profundo, que ahora apenas esbozo. Está el papel
del colegio y el de los maestros. Está el papel de los gobiernos que reforman
constantemente el sistema de forma banal y atendiendo a criterios muy poco
consistentes. Está el papel fundamental de los padres, como líderes de todo
este proceso educativo.
Siento que la renovación está en
marcha, ya ha empezado, como puede verse cuando uno descubre a profesores como
César Bona, y su nueva forma de entender la enseñanza (https://www.youtube.com/watch?v=LcNWYNp2MSw
). Y cuando uno ve ejemplos magníficos como el de estas madres olímpicas y
campeonas que enseñan a sus hijos con el ejemplo más patente, el suyo.
¿Qué mueve la vida sino la
pasión? La pasión de estar haciendo lo que has venido a hacer. Y no hablo de nada
místico, ni trascendente, o tal vez en el fondo sí, pero no es lo importante, a
lo que me refiero es a descubrir dónde se mueve uno como la seda, dónde se
siente fluir -como dicen algunos estudiosos del tema-, en qué actividad se nos
pasan las horas como si fueran segundos, absortos, entregados.
Por eso, el otro día me
emocionaba viendo a Maialen Chourraut festejar su oro olímpico junto a su
pequeña. Qué mejor ejemplo puede darle a esa niña que entregarse a su vocación
y vivirla con plenitud, como veremos hacer en breve a Teresa Perales en los
Paralímpicos (https://www.youtube.com/watch?v=xWh2zEm3_Lo
).
Y ya en 1960 Natalia Ginzburg nos
llamaba delicadamente la atención sobre este tema en su relato “Pequeñas
Virtudes”:
“(…) si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de
ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar (a nuestros
hijos) tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que
requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única
posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una
vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con
pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida."
Quizás no todos tengamos una
vocación que implique una dedicación tan exigente como la de los deportistas
de élite o de los artistas consagrados, pero todos tenemos una ilusión, un
sueño. Y creo que no hay mejor ejemplo que dar a un hijo, a un sobrino, a un
nieto, que vivir enfocado en mostrarnos con la mayor autenticidad posible y en
descubrir aquello que nos hace únicos; y al descubrirlo, vivirlo con ilusión al
servicio de la comunidad, porque permitirnos brillar animará a otros a brillar
también.
Y pienso que una sociedad “encendida”,
llena de personas ilusionadas y vivas, tiene toda la pinta de funcionar mejor
que una de hombres grises y apoltronados. Por lo menos a mí me resulta mucho
más apetecible, pienso mientras continuo mi paseo, con el sol ya rondando el
horizonte.