sábado, 31 de diciembre de 2016

Nochevieja

En mi imaginario particular, la noche del 31 de diciembre aparece separada del inicio del 1 de enero como si de una meta se tratase… Va uno corriendo, o al paso que llegue cada cual a estas alturas, y va viendo a lo lejos el arco con el letrero: FIN, LLEGADA o META. Y, a medida que se acerca, las palabras se desdibujan y se van transformando en: INICIO, SALIDA… Y cruza por debajo, llevándose por delante la cinta y convirtiendo la meta en punto de partida.

Atrás se queda el bullicio, el remolino de sensaciones y vivencias acumuladas los 365/366 días anteriores, adelante… el vacío, todo blanco, el silencio, la posibilidad.

Hace poco, comentaba con una amiga cómo ha cambiado mi perspectiva del Año Nuevo con respecto a épocas pasadas. Antes, esperaba con ilusión a ver qué me deparaba el año, lo imaginaba como un regalo ya elaborado que había que degustar o tratar de tragar según tocaran los sabores. “1986, éste va a ser mi año”. “1995 será un buen año, sí, lo presiento”.

Ahora, los años por venir los imagino como juegos de construcción: tendré más o menos piezas, mis manos, mis ganas y mi creatividad, y, con eso trataré de crear el mejor año de que sea capaz. Y ocurrirán cosas “porque sí”, cosas que me hagan llorar de pena, o de rabia, o de alegría. Pero la mayoría de las cosas serán el fruto de mis decisiones. 

Pensar así me hace sentirme responsable de mi vida y no la princesa del cuento que espera adormecida la llegada del príncipe que llene de luz sus días. Ahora la luz la enciendo yo. Y también la apago, lo reconozco. Confieso mi facilidad para darle al interruptor y vivir en la sombra y lamentarme desde la penumbra.

Pero cada día la lucidez me permite ver más. Antes consideraba a la lucidez casi como un castigo: ser tan consciente de mis victimismos me hacía sufrir y no me ayudaba nada. Ahora, he dado un paso más y empiezo a usarla para iluminar mis herramientas. Las que me ayudan a crecer, a ser más yo y a salir de los atolladeros en los que yo solita me meto.

Os deseo, por tanto, un Nuevo Año lúcido. Que nuestra luz interior se haga cada vez más potente y nos haga ver más allá de nuestras pequeñas miserias. Y dejemos asomar nuestra grandeza. Y, cual luciérnagas gigantes, iluminemos un mundo bello y bueno.


Feliz 2017

*Imagen de la Patagonia, reflejo de una de las mejores decisiones que he tomado en 2016.


domingo, 11 de diciembre de 2016

Meditaciones bajo el peral

Hace fresco para estar aquí afuera a esta hora, sentada bajo mi árbol, meditando. Llevo desde esta mañana asomándome cada rato, mirando por la ventana y queriendo salir a sentarme bajo su sombra. Pero cualquier excusa se interponía en el camino, deteniéndome incluso cuando ya estaba a punto de abrir la puerta de la calle. De hecho, llegué a salir a tender, diciéndome: “pues, ahora voy y me siento un ratito sobre la piedra plana, al lado de mi peral, a disfrutar”. Pero sonó el teléfono en casa y volví adentro. Y hasta que no ha caído el sol no he visto el momento de salir.

Cómo me enredo en tonterías para posponer mis ratos de auténtico disfrute. Cómo me las compongo para encontrarme en el camino mil y una distracciones que me separan de mi momento de silencio. ¿Por qué?

Ya he renunciado a descubrir los motivos, sé que es así, y que seguirá siendo así mientras yo quiera. Nada me bloquea la posibilidad de elegir más que yo misma.

Sé que sentarme en silencio a dejarme estar, dejarme ser… es algo que… se desdibuja si trato de definirlo, se emborrona, y aun así, lo intento, ya que la palabra es lo único con lo que cuento para tratar de expresarlo. Esos momentos son… ¿mágicos? Para nada. Son instantes en los que me cuerpo se siente incómodo, la mente se siente rara y los pensamientos se disparan (“¿qué hacemos aquí?” “Y ahora, ¿qué va a pasar?, ¿será algo muy místico, entraré en trance?” “Oh, oh, un ruido en la calle, ¿de qué se trata?”) y así un buen rato.

El caso es que hay ruido, hay picores, o molestias en la pierna, la espalda se siente dolorida, la mente está a la expectativa, me desdoblo en la que trata de aceptar y observar y la que escudriña todo con una atención (¿a-tensión?) propia de un espía de guerra.

Pero por un instante, un breve instante, algo se queda en silencio y todo se coloca en su lugar. Es apenas un esbozo de algo, casi imperceptible, una quietud en movimiento, una autenticidad, una presencia que le da sentido a todo.

Y entonces me siento contenta porque pienso que “lo he hecho bien” y ahí es cuando todo se va al traste de nuevo, ya que yo no he hecho nada, ni hay nada bien hecho o mal hecho en todo esto, ni siquiera, al parecer, hay un yo, sino una proyección de un todo.

Vuelven las preguntas, el ruido, la confusión, los juicios y la dualidad. Bien/mal, correcto/incorrecto, yo/ellos, lo mío/lo suyo, cierto/incierto. Separación.

Y me levanto todo lo compasiva que puedo y me perdono. Vete tú a saber lo que es la realidad. Atisbo ciertas “verdades”, intuyo realidades mucho más plenas y amorosas que esta ensoñación en la que al parecer vivo, pero eso que algunos comentan que es la realidad, para mí, aún no es más que una intuición, un cierto sueño. Sólo esos breves instantes siento certezas, y me prometo que voy a repetir estos momentos más a menudo para seguir buceando en ellos. (“Sí, sí, sí, a partir de ahora, me siento cada día bajo mi peral y a ver qué pasa”).

Pero llega la primera excusa facilona y la encuentro perfectamente válida para zafarme de mi promesa. Y así me mantengo en la duda de si la realidad es el mundo de los sentidos, el de la dualidad y la separación, siendo el otro un sueño muy deseable; o si la realidad es esa luz que se abre paso en las pequeñas grietas que surgen en este sueño cuando me permito un rato de silencio.