martes, 22 de agosto de 2017

Defender la alegría (2)


Eran los tiempos de la Revolución China y ella apenas tenía cinco años. Hasta entonces, había tenido una vida feliz, en una bonita casa, con su familia acomodada. Disfrutaba jugando cada tarde con los niños del pueblo.

De repente, un día, los que eran sus amigos ya no querían jugar más con ella, ni siquiera tenerla cerca. Le gritaban palabras feas y le decían que se fuera. “Vete, vete, apestada”.

Ella se sentía muy muy triste, en su pequeña cabecita no cabía explicación a lo que estaba ocurriendo.

Su abuela la abrazaba y le decía: “Tranquila, pequeña mía, no te preocupes. ¿Sabes lo que les pasa a tus amigos? Que han contraído una enfermedad. Y es que se les pone como una telita en los ojos, que no les deja ver bien. No pueden reconocerte, no saben que eres tú, su amiga de siempre. Pero un día se les va a caer esa telita y todo volverá a ser cómo siempre”.

Ella lloraba y lloraba, pero de alguna forma, se sentía consolada por la explicación de su abuela.

Algunas tardes, se atrevía a salir de casa a ver si, por fin, había llegado el día de la caída de ese velo de los ojos. Pero no, seguían insultándola y algunos le tiraban piedras para ahuyentarla.

Hasta que dejo de salir, con la tristeza instalada para siempre en su corazón.

Se dedicó a leer mucho y a estudiar, se sumergió en un mundo que no pudiera defraudarla nuevamente. Se convirtió en médico y estudió acupuntura. Fue una excelente profesional y llegó a salir de su país para conocer otros mundos.

Vivió en Argentina y en España. Y un día, en su consulta madrileña alabó mi alegría y me pidió que la expandiera todo lo que pudiera. “El mundo necesita alegría”, me dijo en su peculiar castellano.

Y hoy pienso en ella, que se volvió a Argentina, y la imagino tan pequeña, anidando esa sensación de incomprensión, de soledad, de espera infinita. Y quiero dedicarle este pequeño homenaje, allá donde se encuentre.

El mundo es muy complejo y está lleno de blancos para unos, que son negros para otros, y de desavenencias, rencillas y valores diferentes. Y sé que uno debe defender sus valores y, sobre todo su vida, su libertad y su seguridad. Y la de sus seres queridos.

Pero la firmeza y la defensa no deberían ir de la mano del odio generalizado a un pueblo de donde han salido unos pocos locos. Los fanáticos, los ebrios de poder y sus soldados “amaestrados” no tienen pueblo, por mucho que se amparen en una religión y una lengua.

Y los inocentes están por todas partes. No permitamos que se instaure para siempre la tristeza o el odio en el corazón de los inocentes.

Hagamos sitio a la alegría. Una alegría profunda, digna de ser respetada y que se hace respetar. Una alegría que se contagia y que tiende la mano. Una alegría que conversa, que comprende, que da vida, que hace que merezca la pena amanecer un día más.

*Fotografía de un atardecer en las playas del Parque Nacional de Corcovado (Costa Rica)

miércoles, 16 de agosto de 2017

Tardes de agosto

Estas semanas de mudanza y enfermedades familiares, mezcladas con un cierto veraneo, he tenido muchos momentos para captar en mi cámara interior. Aunque no pase por mi peral, siempre estoy conectada a su sombra, y camino por la vida recogiendo instantes que, en algún momento, me gustaría compartir con quien quiera sentarse a mi lado.

Por ejemplo, está el ventilador de casa de mis padres, y sus 46 añitos. Sigue fiel a su misión de refrescar las cálidas tardes sevillanas con su genuino estilo vintage. Mirando su imparable girar, mis recuerdos vuelan a otras tardes, otras épocas, en las que yo era la niña llena de energía, y mis padres, esos héroes altísimos, llenos de superpoderes. Hoy todos hemos subido un grado en el escalafón familiar, sin saber muy bien si con el ascenso se sale ganando, ni adónde fueron a parar aquellos aparentes superpoderes.

Está el mar y su eterno venir e irse, siempre presente en mis veranos afortunadamente. Sigue siendo mi fuente de energía, el lugar que me inspira, me renueva, me purifica, me conmueve, me atrae y me aterra (es cuestión de cómo ordene las vocales, o tal vez mis pensamientos...)

Y ayer, mientras desayunaba, el eco de un nombre: Rachana.

Rachana es una joven nepalí que quería seguir estudiando, pese a las intenciones de su padre de casarla a los 15. Consiguió escapar a su destino y ahora trabaja para una asociación de empoderamiento de la mujer.

Rachana, Malala, y tantas otras mujeres valientes que se sobreponen a sus destinos preconcebidos y toman las riendas de su vida. Y tantas, las que lo han hecho a lo largo de la historia.

Me pongo en su piel y me entran escalofríos. Los miedos que han superado, atravesado, o simplemente cargado en sus mochilas, para avanzar, para no resignarse, para decir ¡NO! y cambiar su rumbo. Admiro su fuerza, su determinación, ese fuego interior que les motiva a ir más allá de unos límites aparentemente infranqueables.

Y sé que ellas sí que no tienen superpoderes, solamente un deseo claro y una voluntad de hierro, por eso aún valoro más su gesta. Y por eso, cada vez que una de estar historias estremecedoras llega a mis oídos, surge otra voz dentro de mí. Tal vez una voz que nace del mismo manantial que su coraje.

Un voz que me invita a recordar que nosotras, las del “mundo civilizado”, las que tenemos garantizados derechos que para ellas no son más que sueños, no podemos vivir anestesiadas por la comodidad y la inercia del “buen vivir”.

Una voz que me invita a SER algo más que heredera consentida de una lucha olvidada. Me grita: “¡Eh, que tú ya eres libre!, recuérdalo, disfrútalo!

Y es que nos han enseñado a conseguir pero no tanto a mantener. “Fueron felices y comieron perdices”. “And they lived happily ever after”… Sí, pero ¿cómo? Porque la libertad, como un novio añejo, puede convertirse en una incómoda compañera de camino. Decidir, elegir, optar… a veces resulta angustioso, o simplemente tedioso, y nos dejamos caer en brazos de un peligroso amante: la pereza. Que decida el tiempo por mí, que decidan otros, total…

Por eso, me gusta escuchar, en medio de un verano menos leve que de costumbre, una voz refrescante que me zarandea y me recuerda la fortuna heredada y la responsabilidad adquirida.




*Por si quieres indagar…