Eran los tiempos de la Revolución China y ella apenas tenía cinco años. Hasta entonces, había tenido una vida feliz, en una bonita casa, con su familia acomodada. Disfrutaba jugando cada tarde con los niños del pueblo.
De repente, un día, los que eran
sus amigos ya no querían jugar más con ella, ni siquiera tenerla cerca. Le
gritaban palabras feas y le decían que se fuera. “Vete, vete, apestada”.
Ella se sentía muy muy triste, en
su pequeña cabecita no cabía explicación a lo que estaba ocurriendo.
Su abuela la abrazaba y le decía:
“Tranquila, pequeña mía, no te preocupes. ¿Sabes lo que les pasa a tus amigos?
Que han contraído una enfermedad. Y es que se les pone como una telita en los
ojos, que no les deja ver bien. No pueden reconocerte, no saben que eres tú, su
amiga de siempre. Pero un día se les va a caer esa telita y todo volverá a ser
cómo siempre”.
Ella lloraba y lloraba, pero de
alguna forma, se sentía consolada por la explicación de su abuela.
Algunas tardes, se atrevía a
salir de casa a ver si, por fin, había llegado el día de la caída de ese velo
de los ojos. Pero no, seguían insultándola y algunos le tiraban piedras para
ahuyentarla.
Hasta que dejo de salir, con la
tristeza instalada para siempre en su corazón.
Se dedicó a leer mucho y a
estudiar, se sumergió en un mundo que no pudiera defraudarla nuevamente. Se
convirtió en médico y estudió acupuntura. Fue una excelente profesional y llegó
a salir de su país para conocer otros mundos.
Vivió en Argentina y en España. Y
un día, en su consulta madrileña alabó mi alegría y me pidió que la expandiera
todo lo que pudiera. “El mundo necesita alegría”, me dijo en su peculiar castellano.
Y hoy pienso en ella, que se volvió
a Argentina, y la imagino tan pequeña, anidando esa sensación de incomprensión,
de soledad, de espera infinita. Y quiero dedicarle este pequeño homenaje, allá
donde se encuentre.
El mundo es muy complejo y está
lleno de blancos para unos, que son negros para otros, y de desavenencias,
rencillas y valores diferentes. Y sé que uno debe defender sus valores y, sobre
todo su vida, su libertad y su seguridad. Y la de sus seres queridos.
Pero la firmeza y la defensa no
deberían ir de la mano del odio generalizado a un pueblo de donde han salido
unos pocos locos. Los fanáticos, los ebrios de poder y sus soldados “amaestrados”
no tienen pueblo, por mucho que se amparen en una religión y una lengua.
Y los inocentes están por todas
partes. No permitamos que se instaure para siempre la tristeza o el odio en el
corazón de los inocentes.
Hagamos sitio a la alegría. Una
alegría profunda, digna de ser respetada y que se hace respetar. Una alegría
que se contagia y que tiende la mano. Una alegría que conversa, que comprende,
que da vida, que hace que merezca la pena amanecer un día más.
*Fotografía de un atardecer en las playas del Parque Nacional de Corcovado (Costa Rica)