jueves, 21 de julio de 2016

Está pasando

El post de hoy está dibujado en mi mente con nitidez, a base de un par de imágenes, como fotogramas:

En la primera, hay una chica en Sevilla, en la calle Torneo. Tiene unos veinte años y pasea al lado del río. Serán sobre las siete de la tarde y la adelantan algunas bicis de “guiris”. Hace bueno, como casi siempre en su ciudad natal. Piensa en su presente y en su futuro, como casi siempre. (*)

Está contenta de vivir en una de las ciudades más bellas del mundo, con gran calidad de vida y un equilibrio bastante satisfactorio entre normas y libertad, y cerca de gente estupenda, un auténtico “savoir-vivre”.

Pero le falta algo. Quiere experimentar algo más. Está a punto de terminar una carrera que no le gusta, a punto de introducirse en un mercado laboral que intuye gris, frío, ajeno a su esencia.

Imagina que el mundo es mucho más que lo que ha vivido hasta ahora. Debe de haber por ahí  gente muy diversa que tiene por delante realidades muy diferentes a la suya. Quizás, con gran probabilidad, haya otra chica en un lugar distante del planeta, que disfruta de su ciudad –una de las más bellas del mundo- y de sus circunstancias, y que también siente un vacío que no sabe si algún día llenará.

Avanza la película, como si hubiéramos pulsado el “fast forward”, y se para de nuevo veinte años después, en las cataratas de Iguazú. Se ven los pies de la chica –ya una mujer-, con sus uñas pintadas de rojo, caminando en chanclas por las pasarelas del parque –lado argentino-. Levanta la mirada y ve cientos de mariposas, hay muchos otros turistas pero no le resulta agobiante. A su lado, un chico húngaro camina tranquilo y alegre, disfrutando del día.

El chico húngaro y ella charlan sobre lo que les aporta viajar y, en concreto, sobre lo que está suponiendo para cada uno viajar solo. El espíritu se aligera, se siente uno más cerca de la gente que tiene al lado, se tienen los sentidos más abiertos a observar, a disfrutar de cada pequeño detalle. 

Mientras camina y siente la fuerza del agua, ella se siente viva, despierta, alegre, libre.

Entre una y otra imagen, la joven sevillana que paseaba por el río se introdujo en la espiral que tanto temía, con toda consciencia. Y la espiral la engulló, pero no del todo.

Mientras daba vueltas en redondo, aún tuvo tiempo de encontrarse con personas que llenaron su mundo de perspectivas nuevas, de amor, de risas, de confidencias, de noches sin fin, de días de sol y de tormentas. Tuvo tiempo de hablar los idiomas que había aprendido y disfrutar de conversaciones mágicas. Tuvo tiempo, también, de leer libros que abrieron su alma y de aprender cosas que ensancharon su mente. Tuvo tiempo de viajar tanto como nunca imaginó que haría, cuando se asomaba a la azotea de su casa y veía a las golondrinas, que una primavera más habían vuelto a su pueblo.

Y también tuvo tiempo de llorar y preguntarse qué faltaba en su existencia para dejar de notar ese vacío. Tiempo de lanzarse en una frenética carrera de hacer más y más cosas para llegar a… ninguna parte en concreto.

En la espiral cotidiana, vivió muchos años, creció, sufrió y aprendió. Y no fue de un día para otro que decidió que ya era suficiente. Fue fruto de todo el tiempo vivido dando vueltas que la perspectiva fue cambiando, que el gusano se fue durmiendo y la mariposa fue despertando.

Esta es una historia como cualquier otra. Una historia que ocurre a cada instante a lo largo del mundo. Cientos de mariposas están despertando dentro de espirales de seda. Miles. Esto está pasando a tu lado y puede que dentro de ti. Pues, mientras lees mis palabras, están escribiéndose las tuyas, las palabras que brotan de tu propia experiencia y que murmuran en tu oído quién sabe qué mensajes. ¿Los escuchas?

 (*) La fotografía del Paseo Juan Carlos I (Sevilla) se tomó prestada del diario ABC

domingo, 17 de julio de 2016

Inicio/

Inicio/ Programas/ Microsoft Office/ Word.

Esa es la ruta que abre la hora en blanco. Ese es el instante que precede al vacío. Es el momento en que, por fin, se rompe la inercia. Y aquí estoy.

¿Por qué me cuesta tanto venir a sentarme a la sombra de mi peral a contarme cosas? ¿Por qué me dejaba para el final el ingrediente que más me gustaba del plato? ¿Por qué demoro la felicidad? ¿Por qué antepongo la pereza, la inercia o la comodidad a la realización de mis sueños?

Pues sí que empiezo fuerte. Como pretenda responderme a semejantes cuestiones, sentada bajo mi árbol, un domingo por la tarde, no sé si huiré para siempre de estas meditaciones.

Es verano, no parece momento de buscar motivos, sino de vivir con la liviandad que infunde el canto de las chicharras. Dejarse llevar, flotar sobre la colchoneta en una piscina imaginaria, o en un mar tropical –puesto a imaginar-. Disfrutar sin etiquetas, sin rumbos prefijados, sin protocolo. Un helado, una charla insustancialmente entretenida, un beso leve.

Para eso es el verano.

O eso quería creer.

Pero parece que no: en verano toca también llorar la muerte de inocentes en ataques sin sentido. Toca plantearse qué actitud tomar en las redes sociales ante las masacres. Toca tratar de posicionarse en algún lugar entre el buenismo indolente y el radicalismo  más violento.

También toca leer barbaridades o vivir de espaldas al mundo. Y digo yo que, si no somos capaces de entendernos para acordar a qué temperatura dejamos el aire acondicionado, difícilmente vamos a ir de la mano para avanzar en temas tan delicados como la evolución de tradiciones que implican que sufra cualquier animal, por poner un ejemplo.

La paz está dentro de cada uno. Es como una onda que se expande desde el centro hacia fuera; de nuestro interior, se propaga hasta comunicarse a los que tenemos cerca. El odio, también. Son ondas y se propagan. Y es muy difícil estar en paz. Es muy difícil alimentar la paz dentro y fuera de nosotros.

Y sin embargo, es el camino. ¿Cómo vamos a vivir en armonía cuando nos dedicamos a despotricar contra el que vota distinto a nosotros? ¿Qué estamos sembrando cuando nos mofamos de quien opina, viste, ama o cree distinto a nosotros?

Thich Nhat Hanh, budista vietnamita que promueve la paz, y la compasión y la meditación  como camino para conseguirla, termina su libro “Hacia la paz interior” con una reflexión muy hermosa:
“Hay que usar el dolor del siglo XX como si fuera el abono y cultivar entre todos las flores para el siglo XXI. (…) Debemos cultivar la flor de la tolerancia, es decir, ver y saber apreciar la diversidad cultural para ofrecérsela a los niños del siglo XXI. Otra de las flores que tenemos que cultivar es la del  testimonio de la verdad del sufrimiento, ya ha habido demasiado dolor innecesario en nuestro siglo. (…)

Coge a tu hijo de la mano en invítale a salir y a sentarse contigo sobre el césped. Contemplad la verde hierba, las florecillas que crecen entre sustillos y el cielo. Respirad y sonreíd juntos, la educación para la paz consiste en eso. Si sabemos cómo apreciar estas cosas hermosas, no necesitaremos nada más. La paz está a nuestro alcance en todo momento, en cada aliento, en cada paso.”

Hay que decir que el libro lo escribió a finales del siglo XX, así que hoy llevamos ya 16 años de retraso en su propuesta. Pero me parece maravillosa. Tal vez suene naïf en nuestros días, no digo que no. De hecho, en mi línea de surrealismo absurdo, tras todas estas reflexiones sobre cuál es la actitud correcta que adoptar en este nuestro tremendamente bello y terriblemente desconcertante mundo, siempre me viene en mente aquel chiste:

-          Oiga, y usted ¿por qué está tan gordo?
-          Yo, de no discutir.
-          Hombre, no será por eso.
-          Ah, pues no será.

Cuando creamos el clima adecuado en nuestro corazón, somos capaces de observar el conflicto sin implicarnos, dejándolo pasar. Y el conflicto, como viene, se va. Imagina cómo podría acabar este chiste simplón si al señor gordito le diera por entrar al trapo y convencer al otro, o, mejor aún, si se sintiera ofendido por la pregunta, pa’empezar. Pero no, se lleva la razón sin atraparla y se acaba el chiste por falta de jugadores.

Yo misma me digo que esto no vale para las grandes amenazas que hoy por hoy surgen donde uno menos lo espera, que me quedan muchos cabos sin atar. Y al mismo tiempo, creo a pies juntillas en ese “Piensa globalmente y actúa localmente”. Hay mucho que se nos escapa de las manos, pero son las pequeñas acciones las que conforman nuestro entorno. Y la suma de pequeños entornos, configura un macroentorno, llamado familia, barrio, sociedad…

Al final, la pregunta que me viene a la cabeza es: hoy, ahora, desde esta actitud, con esta acción ¿estoy ayudando a expandir la onda de la paz… o la del odio?

¿Ves por qué tardo tanto en sentarme a la sombra del peral? Porque luego me lío, me lío y se me va la ligereza del verano y me enredo yo sola en mis reflexiones. ¿O no será por eso? Pues no será.