sábado, 8 de octubre de 2011

Ayer y hoy

Salgo de la oficina rauda y veloz, llego tarde al dentista. El metro está asomando ya por el túnel. Prisa en mis pies, en mi mente, en mi estómago.

Dado que tengo casi una hora de viaje, decido regalarme este ratito para serenarme, para ponerme una música relajante en los cascos y cerrar los ojos, aun de pie.

Impresionante el poder de la música para cambiar estados de ánimo, para crear ambientes, para fluir…

Un buen rato después, llegando a una parada, abro los ojos un instante para asegurarme de que he entendido bien al altavoz anunciar la estación a la que llegamos. Entonces, veo al chico sentado frente a mí y saltan todas mis alarmas: ¡¡¿¿Es él??!!

Está adormilado, también con los ojos cerrados. No sé, quizás no…, a ver, me inclino un poco sin parecer descarada… Pero sí, sí es él, absolutamente él.

Tengo delante al adolescente que destrozó mi corazón por primera vez, en los años de instituto.

Pasan por mi mente en un segundo cientos de imágenes: sus primeros acercamientos, sus serenatas de guitarra, su sonrisa, su mirada azul y estremecedoramente fría. Y sus desplantes, su sarcasmo, sus desprecios y, en fin, ese adiós que nunca salió de su boca, y que sólo deduje tras meses de silencio.

Y ahí está. Muchos años, muchos otros desplantes y desprecios, muchas canas después.

Levanto mi mirada de su rostro dormido y me miro en el cristal del vagón. Y, curiosamente, lo que veo me gusta.

Y es que mi corazón se ha roto muchas veces, pero siempre ha salido reforzado. Siempre he aprendido algo de mis errores, de mis caídas, de mis miserias. Y a fin de cuentas, también ha habido muchos abrazos, mucha pasión, muchas risas, complicidad y caminos, a veces muy breves, pero maravillosamente compartidos.
 
Y después de tanto tiempo, ya no necesito a un hombre para quererme. Me quiero yo solita, con el “pack” de luces y sombras que me ha tocado. Y así, ahora, puedo mirarme en un espejo y sonreír, porque estoy sola y soy yo misma. Y me gusto.

Tras el descubrimiento de esta evidencia, me siento profundamente agradecida hacia aquellos que a lo largo de mi vida, me han ayudado a llegar hasta mi hoy.

Él abre los ojos -parace que ha llegado a su parada-, se levanta y me cede el asiento. Lo miro y le digo: Gracias.