-
Hola,
Fulanito, cuánto tiempo, ¿cómo estás?
-
Bien, ¿o te lo
cuento?
Este
diálogo simplón en plan chiste siempre me ha parecido sumamente descriptivo de
la realidad, al menos en mi caso. Hay épocas en que no me aguanto ni yo misma,
en que me replanteo mi mundo de cabo a rabo y ya no tengo nada en pie. Momentos
en que estoy rota por dentro, por unas u otras circunstancias… Y si me
preguntan, allá que voy, con sonrisa incluida, entonando, casi cantando, un ya
habitual: “Muy bien, gracias”
Mentira.
Pero
mentira de la buena, mentira de la que se dice por no agobiar al otro con tus
desasosiegos, o por las prisas (“¿cómo le resumo yo ahora a éste mi situación
en 2 minutos?”), o por comodidad (“total, ¿pa’qué?”), por “economía” (“¿qué
gano yo contándole cómo estoy de verdad?”), o por miedo.
Sí,
yo en mi “Bien, gracias”, a veces veo miedo. Miedo a que se descubra que no
sólo soy esa persona sonriente y despreocupada que muestro a menudo. Miedo a exponer
mi vulnerabilidad. Qué tontería, ¿no? Pues, sí.
Miedo
y vergüenza. Yo tengo que estar a la altura de no sé qué circunstancias y no me
perdono ni un mal gesto, ni un día gris. Al menos, no en público.
Sin
embargo, algo parece estar cambiando dentro de mí. Últimamente he decidido
experimentar… y pasar a la segunda parte del chiste. Y voy y lo cuento. A ver,
tampoco me pongo a pregonar mis interioridades a la primera de cambio, que una
es muy suya, pero pruebo a responder diferente y más sinceramente.
-¿Qué
tal?
-
¿Pero tú, con lo que eres?
-
Pues sí, yo, con lo que soy.
Y
me gustaría añadir: Con toda mi riqueza y mi miseria, con toda mi fuerza y mi
debilidad, con mi conocimiento y mi ignorancia… Toda yo: a veces, pienso que
voy hacia el abismo. Porque yo, cuando me dejo llevar por el dramatismo,
dramatizo como si no hubiera un mañana. Y me veo a pique de acabar como
Virginia Wolf, pero sin su talento, y se me viene a la cabeza la deprimente y
magistral banda sonora de Las Horas, y me veo flotando, río abajo, abandonando
toda esperanza y toda lucha…
Pero
no lo digo, o solo a algunos. Porque en el fondo, sé que yo soy esa máscara de
tragedia griega… pero sólo es eso: una máscara. Como la máscara de chica
sonriente y cordial, pizpireta y cuchufleta. Mi esencia está más allá de las
mascaras y sobrevive a la depresión y a la euforia, a los rumbos perdidos y a
los excesos de planificación. ES. Y punto.
Lo
bonito de este experimento, lo que me encanta de este permitirme mostrar un
lado más de mi multifacética personalidad, es que el otro se permite hacer lo
mismo. Y de repente, descubro frente a mí otra cara de otro multifacético
personaje. Porque a todos nos pasa un poco igual. Y mola jugar a ser los que
somos y no los que creemos que gustan más ahí afuera.