domingo, 29 de enero de 2017

Historias cruzadas

Entró en el vagón y consiguió sentarse. Lo consideró un buen presagio para comenzar el día.

Encendió su ipod y la voz de Jill Barber se entremezcló con la del altavoz, que avisaba del corte de un tramo de la línea 10 por motivos técnicos.

Ella sabía que “motivos técnicos” solía significar suicidio: alguien que había llegado a su punto de saturación y no había encontrado más alternativa que acabar con todo de una forma tan radical.

A veces, de pie al borde del andén, viendo aproximarse al tren, ella también sentía un cierto impulso de arrojarse a la vía y acabar con todo. Pero era un deseo fugaz, como una salida fácil de una vida aburrida. Tenía algo más de novelero que de instinto suicida, si existe tal cosa.

Últimamente, Sonia tenía la sensación de que su vida era como estar leyendo un libro espeso y aburrido y no ser capaz de cerrarlo y pasar a otra cosa. Por segundos, tirarse al tren y acabar con todo, se le presentaba como una salida cómoda y rápida. Pero enseguida se encendía su sentido común y la idea pasaba al baúl de pensamientos absurdos que escondía en su cabeza.

Y se entregaba a la ensoñación. Pasaban las estaciones, y se disfrazaba de Laura, su amiga de la facultad, la eterna aventurera, la chica radiante y llena de energía. En su piel, recorría el mundo en busca de nuevos tejidos para los diseños de su negocio de moda. Vestida como ella, se imaginaba dando charlas de emprendimiento a colectivos de mujeres de países en vías de desarrollo.

Tal vez si Sonia hubiese aceptado su propuesta… Laura le propuso que fueran socias cuando comenzó con su aventura empresarial. Al principio, tenía simplemente una tiendecita en el centro de Madrid con ropa exótica, de la que entonces aún no se veía en Europa con frecuencia.

“Mi creatividad y tu sentido práctico pueden ser bestiales juntos, Sonia. Vamos a hacer algo grande”

Pero ella prefirió mantenerse al margen y seguir con su puesto de cajera en el banco. ¿Dónde estaría ahora si hubiese acompañado a Laura en su aventura? Desde luego, lejos de su corta carrera laboral y de un ambiente de trabajo rodeada de rumiantes de quejas sin acción, muy lejos de su novio del instituto, ahora marido y padre de sus dos hijos, lejos de una agenda demasiado doméstica, de unas conversaciones sumamente cotidianas y de listas de la compra en los bolsillos del abrigo.

A Laura la veía un par de veces al año, cuando pasaba por Madrid, desde la sede de su oficina en Nueva York, o desde Bangkok, Hoi An, Zanzíbar, o cualquier otro lugar exótico del mundo al que habría acudido para inspirarse o buscar tejidos.

Escuchando sus relatos, su vida le parecía aún más aburrida, como un río sereno, que fluye sin sobresaltos a través de una pradera sin flores. La vida de Laura era más como las cataratas de Iguazú, todo fuerza, energía, pasión, según lo mostraban los documentales de la tele.

Enganchada a sus pensamientos, se sobresaltó al escuchar el altavoz anunciando su parada. Desaparecieron de golpe las cascadas y el río tranquilo, el colorido de los tejidos y la sucesión de novios estupendos de Laura. Y se le apareció de repente su futuro próximo: ocho horas sentada frente al ordenador, revisando gráficos de ventas de productos financieros.
Tragó saliva y constató que el pequeño nudo que le oprimía la garganta desde hacía unas semanas seguía allí.


Salió del metro torpemente y pasó por delante de un encargado de seguridad que parecía cumplimentar unos documentos. Con las prisas y su mente en otras cosas, no se fijó en que el hombre anotaba los últimos detalles del accidente que se había producido en la línea unas horas antes. En la casilla que indicaba el nombre de la víctima, escribía: Laura Delgado Martín.

(*) Imagen prestada de www.metromadrid.es

domingo, 22 de enero de 2017

Time goes by

Me miras y ves a una señora. Una señora…

Qué grande me viene esta palabra. Y, sin embargo, es lo que ven tus ojos jóvenes y un tanto impertinentes. Es natural, supongo que era la misma mirada que tenía yo hace quince años, cuando llegué a la oficina.

Para mí, todo era novedad y frescura, ganas de crecer, de aprender de todo y de todos, entusiasmo por conquistar la gran ciudad (eso, una vez que me repuse del complejo de hormiga insignificante en la urbe).

Hoy las cosas han cambiado mucho y, en el fondo, casi nada. Me sigo sintiendo tan joven como siempre. De hecho, a veces, me sorprende ver mi reflejo en el espejo: esas facciones menos firmes, otra cana más, la mirada sabia y cansada de las tortugas.

Es cierto que siento mucha más calma, como si todo fuera más despacio dentro de mí, no necesito correr tanto (aunque tampoco me adapto bien a los ritmos lentos) ni dar tantas explicaciones (ni siquiera a mí misma).

Tengo mucho, mucho pasado a mis espaldas. Puedo pasarme horas recordando buenos momentos y otros que no me hacía falta recordar, pero que reivindican su derecho a la memoria histórica. Acumulo experiencias, aunque no sé si experiencia.

Y al mismo tiempo, me siento con la vida tan “por estrenar”, como siempre. Todo, por vivir; todo, por descubrirse.

Pero los años pasan… Y ahí estás tú, para recordármelo con firmeza, haciéndome ver que soy de otra generación, que ya no soy ni por asomo aquella becaria y que ahora soy yo la que forma parte de esa masa gris y acomodada que conformaban para mí muchos de mis compañeros “mayores”, que ahora ya ni están en la empresa.

Y no sé si horrorizarme, si odiarte por insolente o si despertarme de una vez por todas. Dejar atrás ese letargo o ese vagar sin rumbo y poner dirección a un norte que me devuelva la pasión. Y decido que no puedo evitar lo primero -odiarte un poco y sentir un cierto vértigo-, pero también puedo optar por lo segundo: despertar.


Y me apoyo en tu ilusión y tus energías, para recordar las mías. Y las acompaño de esa serenidad que me han proporcionado los años. Y con esa “juventud madura” en la mochila y cada vez menos sentido del deber y más del querer, a ver adónde me dirijo.


Y, como dijo el peregrino: Buen Camino. La meta, sinceramente, es lo de menos.