lunes, 31 de diciembre de 2018

Primero vienen los cuartos...


A estas alturas ya son muchos los fines de año que se van acumulando en mi álbum de fotos mental. 

Recuerdo…

La preciosa colcha rosa de la cama de mi tía en casa de mis abuelos. Quiero recordar que había hasta dosel, pero esto no sé si lo añadió mi fantasiosa imaginación infantil, y no sé si me apetece confirmarlo con mi padre o seguir manteniendo mi imagen idealizada de aquellos tiempos.

El caso es que para mí era un privilegio dormir en esa habitación la noche de fin de año, después de la cena de gala y el cotillón en los salones del albergue militar que regentaba mi abuelo. Esa cama tenía la propiedad de hacerme sentir princesa y maga al mismo tiempo. Allí, bajo la colcha rosada y entre sñabanas blancas, soñaba en colores (hace tiempo que me di cuenta de que mis sueños actuales son en blanco y negro) y volaba alto y reía a carcajadas.

Allí, en Ceuta (*), desde la ventana del salón, vi por primera vez unos fuegos artificiales, allá a lo lejos, en el puerto. Y me pareció lo más bonito del mundo. Yo, que siempre he tenido una cierta sensación de “visitante” de este planeta, y desde muy pequeña observo todo con la extrañeza de quien está de paso, pensé que, si los seres humanos eran capaces de crear espectáculos tan bellos, todo estaba bien y merecía la pena quedarse por aquí a seguir observando.

Luego, cuando mis abuelos se mudaron a Málaga y vivían en un piso más funcional, la magia de los últimos días del año era tratar de mantener una bengala encendida hasta el final con mis primos, rogar hasta la saciedad a nuestros padres que nos llevaran al cine a ver la última de Parchís, y despejar el vapor del espejo, tras la última ducha del año, la tarde del 31 sobre las 8, para secarme el pelo y recibir al nuevo año bien guapa, aunque fuera sentándome con mi prima tras las uvas a ver la tele mientras acariciábamos a los cachorritos de su perrita Kena.

Lavarme el pelo la última tarde del año, un poquito antes de la cena, se terminó convirtiendo en costumbre. Como si pudiera, con ese gesto, lavar la información que me sobra y engatusar a los duendes de la alegría para que se enreden entre mis rizos y me acompañen todo el año.

Cada uno tiene sus pequeños rituales de fin de año. Sé de uno que, con cinco o seis años, comía doce conguitos en lugar de uvas, y vivía la antesala de las campanadas con una ilusión tal que una vez se le escapó un entusiasta “¡no puedo soportar tanta felicidad!”, y nos provocó tales carcajadas que acabó por convertirse en el lema familiar.

Cada 31 de diciembre viajo atrás recordando esas imágenes de primos reunidos, familias atareadas, abrazos prolongados, saltitos y alegría tras las doce campanadas; saboreo el recuerdo idealizado de los pasteles de gloria de casa de mi abuela; vuelvo a escuchar la canción de Mecano, los “¿Encanna?” de Martes y Trece, y nuestro grito de guerra familiar en las llamadas previas a los cuartos, o justo posteriores a las doce campanadas.

Y cada año me doy cuenta de que nada es real. Hoy es un día como otro cualquiera en este planeta ínfimo de un universo ignoto. El tiempo es una creación humana que dota de un cierto orden a nuestra existencia. Y aun así, es precioso querer adornar un día con el título de “último del año”. Y lo que es mejor aún: nombrar a otro día “el primero de un año nuevo”.

Nuevo… Comenzar. Me acuerdo cuando, de pequeños, en un momento del juego, cuando veíamos que las cosas no nos estaban saliendo como esperábamos, decíamos: “Bueno, venga, hasta ahora ha sido de prueba, ¿vale? Ahora ya empezamos en serio”.

El 1 de enero nos sirve perfectamente de excusa para empezar “en serio”, lo de antes era un mero entrenamiento.

Y si, además, ese día primero de un año por estrenar, es el que eligió para llegar al mundo un nuevo ser, dándome la oportunidad de ser re-tita, la magia se acentúa. Y ahora no nace de una colcha maravillosa de la cama con dosel de mi tía, sino que ahora soy yo la tía que presencia hechizada la magia. La Magia de una sobrina que me enseña cada día que, de donde creía que ya no podía salir más amor, aún queda muchísimo por brotar. Y me descubre una mochila liviana y pequeñita, donde, sin embargo, cabe una ilusión infinita por acompañarla en sus próximas aventuras.

Por eso, me da igual que todo esto sea un invento, es bonito tener un día para volver a empezar, para estrenar sonrisas nuevas en el espejo, para proponerse -de verdad- solo lo que estamos dispuestos a construir, enfocarnos en ello y dejarnos de cuentos. Un año para reír, soñar, sorprenderse, bailar y cantar (aunque sea para adentro), y también para llorar, cansarse, hartarse, aburrirse, discrepar. Y observar. Seguir observando este regalo curioso que es la vida, en toda su dimensión.

Porque en el fondo todos somos un poco de aquí y un poco de un lugar donde todo es polvo de estrellas.


¡¡¡¡Feliz despedida de 2018, Feliz 2019!!!!

*Foto prestada de la web www.conoceceuta.com