martes, 27 de marzo de 2018

Estrellas de mar


Hace ya casi dos años y medio supe de un precioso proyecto de solidaridad que surgió de la necesidad de aportar algo de alivio a la situación que comenzaba a vivirse en las costas griegas tras el éxodo consecuencia de la guerra en Siria.

Os hablé de él en este post y hoy he vuelto a navegar por Internet (un mar mucho más seguro de lo que resulta el Mediterráneo para muchas personas), para ver qué fue de aquella recién nacida Starfish Foundation. Ahí siguen. Desgraciadamente, aún son muy necesarios.

Y el cuento o leyenda que les sirvió para tomar su nombre me vino a la cabeza recientemente a raíz de los temporales que sufrimos hace bien poco en las costas (e interiores) de España.

Publicaban los diarios y las redes sociales imágenes sorprendentes de la playa de Punta Umbría (Huelva) llena de estrellas de mar. Las enormes mareas y el temporal las habían arrastrado a la orilla, donde yacían esperando su final.

Realmente, por lo que leo a algunos entendidos, da pena, pero la naturaleza sabe reponerse de este tipo de daños. Además, cabe la posibilidad de que las estrellas de mar, tan aparentemente delicadas y cautivadoras, hubieran aflorado en busca de alimento pues son carnívoras y carroñeras. En definitiva, más allá de un triste espectáculo, no era un daño grave.

Grave es cuando no hablamos de estrellas de mar sino de seres humanos, de cualquier edad y condición, que afloran sin vida en las costas del Viejo Continente.

Grave es pensar que ese conflicto continúa y que la destrucción de un país hermoso ya es un hecho.

Grave es imaginar la situación de todos aquellos que huyeron del terror y llevan meses, años, atrapados en campos de refugiados con niveles mínimos para la subsistencia.

Grave es que nos hagamos de corcho ante su sufrimiento.

Grave es no saber qué hacer, en qué foro exigir medidas humanas para paliar esta situación.

Lo único que se me ocurre, aparte de seguir visibilizando la existencia de esta trágica situación o de hacer alguna aportación económica en la medida de nuestras posibilidades, es, al menos, no seguir sembrando odio. Ser conscientes de nuestro poder personal para generar armonía, concordia, tolerancia, entendimiento, respeto y todas aquellas semillas que dan como fruto la paz y el amor.

Por muy cursi o ñoño que parezca, siento que el camino va por ahí: Ser muy conscientes de nuestro poder para crear amor u odio en nuestro contexto más local, en nuestro entorno más reducido. Y al mismo tiempo, ser muy conscientes de nuestro poder para decir ¡BASTA! cuando las voces se unen con firmeza.

Quizás podamos tener un efecto parecido al de las pequeñas ondas iniciales que produce arrojar una insignificante piedrecita en un inmenso lago; tal vez, exista un efecto eco que expanda la armonía, esa paz pequeñita y local, y la vaya haciendo cada vez más grande, como las ondas.

Y con ese "basta", tal vez seamos como la mano que se posa suave pero firmemente sobre el tambor para evitar que continúe su vibración.

Seguro que existen medidas para resolver lo macro que son mucho más efectivas, seguro que los líderes de gobiernos e instituciones tienen en su mano mucho más poder e influencia… pero no podemos renunciar a aportar lo que está a nuestro alcance.

No podemos desentendernos de nuestra aportación al mundo por ínfima que nos parezca.

Si conseguimos salvar a una estrella, como decía el cuento, por ella, habrá merecido la pena.

*Fotos prestadas de publicaciones del periódico sevilla.abc.es

domingo, 11 de marzo de 2018

La foto


Rebuscando recuerdos, se puso a mirar fotos antiguas. Viéndose en ellas, se sorprendió de verse hermosa, se sorprendió de gustarse. Recordaba perfectamente que la mayoría de esas fotos no le habían gustado nada cuando se las hicieron. En unas se veía mayor, en otras, con una expresión desagradable, o demasiados brillos, o con un perfil que resaltaba demasiado una prominente nariz y una frente demasiado plana...

Les había puesto mil pegas a todas aquellas imágenes, y hoy, como por arte de magia, todas parecían bellas. ¿Dónde quedaron aquellos gestos desafortunados? ¿Y aquellos perfiles vulgares? Se habían matizado los brillos y las imperfecciones, ahora la barriga no aparecía tan exagerada, ni los cabellos tan foscos.

Pensó entonces que, posiblemente, dentro de diez o quince años miraría fotos de hoy, esas fotos que le desagradaban, en la que nunca salía a su gusto, y las vería hermosas.

Y se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, perdía un tiempo precioso para aceptarse YA, para gustarse, para enamorarse de sí misma en ese preciso instante, tal cual era.

Enamorarse de ella y de sus rizos inmanejables, de su piel sin arrugas, pero con poros dilatados, de sus facciones fláccidas, y de su mirada intensa y llena de luz, y de su cuerpo delgado, pero “demasiado atlético”. Enamorarse de sus lunares, de sus varices y sus estrías, de su perfil poco armonioso y de sus dientes apiñados que, sin embargo, sabían dibujar una sonrisa luminosa.

Todo eso era ella hoy. Esa era su envoltura, su “traje”, un traje que estaría cada vez más desgastado, pero sería el suyo, el que le permitía la existencia en este plano, el que le daba forma para poder SER aquí y ahora. ¿Quién era ella para maltratarlo o criticarlo como había hecho hasta el momento?

Y decidió mirarse con la benevolencia con que se mira a un niño, decidió enamorarse poquito a poco de su belleza y de su imperfección (y es que ¿tal vez no son dos hermanas siamesas?). Decidió mimarse y cuidarse y dejar de fustigarse con el paso del tiempo y sus efectos.

Se sentó en su butaca y anotó en su cuaderno: “Vivir es pasar el tiempo, hacerse mayor -en el mejor de los casos-. Y afortunadamente eso pasa muy despacio. No se mira uno en el espejo con veinte años, para volver a verse con cincuenta. Ese sería un trago difícil de digerir. Pero el desgaste del cuerpo, generalmente, ocurre despacito y va dando tiempo a hacerse a la idea, si vivimos con una mirada amable hacia nosotros mismos; si no, puede ser una auténtica pesadilla que, además, es irremediable.”

Y pensó que sería buena idea ir escapando de los modelos de belleza que proponían el cine, la televisión y la publicidad, y empezar a buscar también la belleza en otros moldes. Ver lo bello en lo viejo, en lo auténtico, en lo natural. Porque la belleza está en todas partes, porque fundamentalmente, es una forma de mirar.

domingo, 4 de marzo de 2018

Campamentos de verano


Ocurrió uno de aquellos veranos en que estuve de colonias.

El complejo estaba muy cerca de la playa, por lo que bajábamos un rato por la mañana y otro por la tarde. Aquel día había bastante oleaje, pero no el suficiente para que el baño estuviera prohibido. Supongo que en aquellos tiempos la bandera roja tardaba más en colocarse.

El caso es que a mí me encantaban las olas, saltar con ellas, bucearlas si eran demasiado altas y venían ya con mucha fuerza y a punto de romper. Eran los mejores días del verano, los más divertidos.

Pero en aquella ocasión erré el cálculo, sobreestimé mi capacidad o subestimé a la ola. El caso es que me atrapó y me revolcó varias veces, hasta dejarme tirada sobre la arena boca abajo.

Abrí los ojos y lo vi todo negro. “Hala, me he muerto”, pensé. Y en una fracción de segundo pasé por distintos estados: miedo, curiosidad, expectación. “Y ¿ahora qué?”.

No tuve tiempo de responderme porque enseguida levanté la cabeza y mis ojos se separaron de la arena de finos guijarros grises típica de esa costa. Entonces vi que estaba viva. Y me alegré mucho.

A veces, algún envite de la vida me deja tendida boca abajo en la playa y mis ojos no ven. Pero enseguida -o no tan enseguida- me acuerdo de Sabinillas y levanto la cabeza, para volver a darme cuenta de que estoy viva.

Menos mal que mis padres me mandaron de campamentos.


*Imagen prestada de la web de joaconde.net, en la que he podido encontrar otros documentos gráficos de incalculable valor. Gracias, Joaquín.