domingo, 4 de marzo de 2018

Campamentos de verano


Ocurrió uno de aquellos veranos en que estuve de colonias.

El complejo estaba muy cerca de la playa, por lo que bajábamos un rato por la mañana y otro por la tarde. Aquel día había bastante oleaje, pero no el suficiente para que el baño estuviera prohibido. Supongo que en aquellos tiempos la bandera roja tardaba más en colocarse.

El caso es que a mí me encantaban las olas, saltar con ellas, bucearlas si eran demasiado altas y venían ya con mucha fuerza y a punto de romper. Eran los mejores días del verano, los más divertidos.

Pero en aquella ocasión erré el cálculo, sobreestimé mi capacidad o subestimé a la ola. El caso es que me atrapó y me revolcó varias veces, hasta dejarme tirada sobre la arena boca abajo.

Abrí los ojos y lo vi todo negro. “Hala, me he muerto”, pensé. Y en una fracción de segundo pasé por distintos estados: miedo, curiosidad, expectación. “Y ¿ahora qué?”.

No tuve tiempo de responderme porque enseguida levanté la cabeza y mis ojos se separaron de la arena de finos guijarros grises típica de esa costa. Entonces vi que estaba viva. Y me alegré mucho.

A veces, algún envite de la vida me deja tendida boca abajo en la playa y mis ojos no ven. Pero enseguida -o no tan enseguida- me acuerdo de Sabinillas y levanto la cabeza, para volver a darme cuenta de que estoy viva.

Menos mal que mis padres me mandaron de campamentos.


*Imagen prestada de la web de joaconde.net, en la que he podido encontrar otros documentos gráficos de incalculable valor. Gracias, Joaquín.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tus meditaciones son bienvenidas: