Ocurrió uno de aquellos veranos
en que estuve de colonias.
El complejo estaba muy cerca de
la playa, por lo que bajábamos un rato por la mañana y otro por la tarde. Aquel
día había bastante oleaje, pero no el suficiente para que el baño estuviera
prohibido. Supongo que en aquellos tiempos la bandera roja tardaba más en
colocarse.
El caso es que a mí me encantaban
las olas, saltar con ellas, bucearlas si eran demasiado altas y venían ya con
mucha fuerza y a punto de romper. Eran los mejores días del verano, los más
divertidos.
Pero en aquella ocasión erré el
cálculo, sobreestimé mi capacidad o subestimé a la ola. El caso es que me
atrapó y me revolcó varias veces, hasta dejarme tirada sobre la arena boca
abajo.
Abrí los ojos y lo vi todo negro.
“Hala, me he muerto”, pensé. Y en una fracción de segundo pasé por distintos
estados: miedo, curiosidad, expectación. “Y ¿ahora qué?”.
No tuve tiempo de responderme
porque enseguida levanté la cabeza y mis ojos se separaron de la arena de finos
guijarros grises típica de esa costa. Entonces vi que estaba viva. Y me alegré
mucho.
A veces, algún envite de la vida
me deja tendida boca abajo en la playa y mis ojos no ven. Pero enseguida -o no
tan enseguida- me acuerdo de Sabinillas y levanto la cabeza, para volver a
darme cuenta de que estoy viva.
Menos mal que mis padres me
mandaron de campamentos.
*Imagen prestada de la web de
joaconde.net, en la que he podido encontrar otros documentos gráficos de
incalculable valor. Gracias, Joaquín.
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