lunes, 8 de agosto de 2011

Obvio, o no tanto

Los niños, con su sinceridad ingenua y, a veces, brutal, van directos al grano: de hecho, si te ven y descubren un grano al lado de tu nariz, te dirán: “Hala, qué grano más gordo”. Y se quedarán tan panchos.

El dueño del grano puede ofenderse y pensar: qué poca educación le dan hoy a los niños. Pero el hecho es que el grano está ahí (¿o pensabas que por no hablar de él, dejaría de estar?)

Y es que los adultos somos raros. Probablemente, llevamos a cuestas muchos años de “maltrato psicológico” involuntario por parte de los que nos quieren. Posiblemente, estamos aplastados por el peso de la imagen ideal que deberíamos ofrecer para ser “deseables” en la sociedad (a fin de cuentas: para que nos quieran). Y todo esto hace que detestemos una parte de nosotros mismos: nuestros defectos (por llamarlos de alguna manera).

Pero somos tan raros los adultos, que hay algo que la mayoría de nosotros lleva aún peor: todo lo bueno que tenemos.

Porque se puede acabar, porque puede ofender a los que tienen menos, porque nunca estará a la altura de los que tienen más.

Basta ya de comparaciones, por favor. Basta ya de vivir nuestra vida en función de los demás.

Somos lo que somos. Podemos profundizar muchísimo en la búsqueda de nuestra identidad y de nuestra trascendencia, pero hoy no voy por ahí. Hoy me quedo con lo más superficial: con la punta del iceberg, con lo que mostramos al mundo o lo que el mundo percibe de nosotros.

¿Y qué tal si empezamos a amar nuestra superficie sin más pretensiones? Pack completo: virtudes y vicios incluidos, color de pelo, ojos, dimensiones y estatura, personalidad y falta de ella. Es lo que hay, son las cartas que tenemos para jugar esta partida de la vida.

Tal vez, si aceptamos estas cartas, si las miramos bien, con amor, con respeto, nos demos cuenta de que nos permiten jugadas interesantes, haciendo de la vida una gran partida.