Ojalá
pudiera mantener permanentemente esta sensación instalada en mí hoy. Una
serenidad alegre, confiada, tranquila… Me resulta tan poco familiar que me
siento torpe al tratar de definirla, más bien podría dibujarla por el descarte
de otras que sí me son tremendamente familiares.
No
hay prisa, no hay ningún objetivo adelante que apresar, ninguna zanahoria
absurda que atrapar y que se aleja de mí a medida que intento acercarme a ella.
No hay aprensión, esa mirada recelosa al otro desconfiando de sus intereses.
Los juicios están en su nivel mínimo, como voces apenas inaudibles en mi
interior. La desgana está fuera de cobertura. Las excusas, apagadas.
He
buscado mi voz durante mucho tiempo. Sí, mi voz, mi registro, mi manera de
mostrarme al mundo. A veces, disfrazándome de otros a quienes admiraba; otras,
dando pasos inciertos hacia caminos nuevos, como el canto. Y hoy sigo sin saber
cuál es mi voz y no me importa.
Me
apetece escribir, que es lo mío desde siempre, mi herramienta es la palabra
escrita, mi pasión, mi tendencia irresistible. Y me da igual el qué y el cómo.
Hoy sólo quiero dejar que las palabras vayan fluyendo, creando historias
inverosímiles o relatos fotográficos. El caso es dejarse llevar y dejar de
controlar. Dejar de pretender la perfección o la gracia. Probar, divertirme,
intentarlo una y otra vez, con el único objetivo de volcar al menos una mínima
parte de la inspiración que llevo dentro, y que se despliega libre y ágil
mientras viajo en bus a través de los paisajes patagónicos, o en el metro de
regreso de la oficina.
Y
dieciocho días viajando sola por un país inmenso y hermoso han bastado para
disolver los miedos y aplacar las excusas. Y encontrar un peral gigante,
cargado de fruta, en medio de una isla del lago Nahuel Huapi, no puede ser
menos que una señal, la alarma del despertador, diciéndome: “Venga, es hora de
despertar, ¿a qué esperas?”