Tarde de tormenta en el verano
madrileño. Ideal para tomarse un rato de respiro, en todos los sentidos.
Iba a ponerme a escribir cuando unas
intensas ráfagas de viento han arrojado unas láminas metálicas de la cubierta
de la fábrica que hay frente a casa a la calle. Han venido los bomberos a retirarlas
y a quitar otras del tejado que podrían volar también.
A continuación, una llamada
telefónica: una gran amiga con la que hace dos años que me comunico apenas por breves
whatsapp llenos de cariño y emoticonos.
La larga conversación de puesta al día me
ha llevado a visualizarme dos años atrás. Ella me recordaba con mis proyectos de
entonces, mis prioridades, mis planes de hace dos veranos. Ha sido curioso
confrontarlos con mi vida hoy.
Vuelvo a la mesa del ordenador a
recopilar los cachitos de mi inspiración. Se mezclan los hilos argumentales. Me
siento tan poco a escribir que, cuando lo hago, se me amontonan los temas y no
sé por cuál decantarme.
Por ejemplo, tenía en mente contarte que el otro día leí en "Mi paseo por el mundo", un excelente blog de viajes, una reflexión que me dejó
mucho poso. La autora hablaba de su adicción por los viajes y del tiempo que pasaba preparándolos,
planificándolos, pero, sobre todo, recordándolos.
Comentaba que, en cualquier momento
del día, se descubría recordando una escena de un viaje, un desayuno en algún
lugar del mundo, un determinado paisaje, un rostro, un diálogo…
Yo leía mientras desayunaba,
minutos antes de entrar en la oficina, rodeada de ese ambiente a veces tan
espeso de quejas y descontento. Y me maravillaba imaginando el diálogo interno
de esta chica. Cómo puede sentirse alguien que va continuamente saboreando los
mejores momentos de su vida, de una vida en la que ella se encarga de que haya
muchos de esos momentos. Admirable.
Si se pudiera poner color a la
mente de quien llega a la oficina un lunes, o un martes, agobiado tras el
atasco, pensando en lo que le espera en las siguientes 8 horas, anticipando “marrones”
y desencuentros, indignado por la actuación del jefe, del compañero, del
sindicato, de Recursos Humanos, del gobierno de turno, de la oposición, del
dependiente poco amable, del conductor imprudente….
Paro porque seguro que cualquiera
sería capaz de continuar la lista y seguro que muchos nos hemos pillado en
estos bucles de “duelos y quebrantos” a lo largo del día.
¿Cómo sería el cuadro que
representara a una mente así? ¿Qué colores predominarían? ¿Y si fuera una melodía?
¿Cómo sonaría? ¿Y si fuera un olor?
Sin embargo, leyendo el blog de Cristina,
imagino su mente como un lago sereno, o como una playa al amanecer. Siento
frescura, luz. Casi alcanzo a escuchar la brisa en las hojas,
los pájaros cantando, las olitas rompiendo…
Digo yo que, con una mente en ese
estado, nutrida por pensamientos tan gozosos, la vida ya no se afronta, se
fluye a través de ella. Los atascos serán los mismos, igual habrá compañeros grises,
dejados o cargantes, y nos llegarán malas noticias, pero ¿nos tomaremos las
cosas con la misma actitud? Es más, ¿llegarán a alcanzar el grado de
contratiempo tantas cosas como nos sulfuran con una mente ofuscada?
Entiendo que todo esto es muy
obvio, pero la claridad con la que lo vi leyendo a esta viajera empedernida,
fue brutal.
Un cerebro mal alimentado es como un cuerpo harto de comida basura:
se altera por todo, se indigna o se lamenta constantemente, está demasiado “fofo”
para ver lo bello, para enfocarse en el lado luminoso de la existencia. Y no es para ignorar las desgracias sino para poder saber qué hacer con ellas, cómo contribuir
a que sean menos.
El alimento de nuestro cerebro
son nuestros pensamientos. Así que, entono mi cántico de “mea culpa” para reconocer que picoteo entre horas toda clase de
indignaciones, aflicciones y contrariedades que encuentro en el mercado. Lo admito, cuando
me quiero dar cuenta, voy caminando por la calle, subiéndome al ascensor o
haciendo cola en el supermercado, mientras me atiborro de ansiedades y anticipaciones, de preocupaciones y alarmas,
o de bocaditos de cólera.
Así que, señores, hasta aquí
hemos llegado. Me pongo a dieta. Pero a una dieta muy particular. Dieta rica en
buenos recuerdos (bajaré al almacén de la memoria a sacar de los baúles todos
los que encuentre), alta en atención a la belleza que me rodea, a las actitudes
positivas y a los comentarios enriquecedores.
Para empezar, voy a jugar un rato
a las listas, pero no a las listas de la compra ni de tareas pendientes, sino a
las listas de recuerdos…
Mejores despertares que me vienen a la cabeza…
Vistas desde una ventana…
Conversaciones fascinantes,
noches de baile, inspiradores encuentros fortuitos…
¿Qué más se te ocurre que
podríamos incluir en esta dieta?
¿Me acompañas? Seguro que juntos es más fácil romper las inercias.
*Foto: Canadá 2014, Spirit Island en el parque nacional de Jasper (algo así debe de ser la mente de Cristina 😄)