domingo, 25 de junio de 2017

Tarde de tormenta

Tarde de tormenta en el verano madrileño. Ideal para tomarse un rato de respiro, en todos los sentidos.

Iba a ponerme a escribir cuando unas intensas ráfagas de viento han arrojado unas láminas metálicas de la cubierta de la fábrica que hay frente a casa a la calle. Han venido los bomberos a retirarlas y a quitar otras del tejado que podrían volar también.

A continuación, una llamada telefónica: una gran amiga con la que hace dos años que me comunico apenas por breves whatsapp llenos de cariño y emoticonos.

La larga conversación de puesta al día me ha llevado a visualizarme dos años atrás. Ella me recordaba con mis proyectos de entonces, mis prioridades, mis planes de hace dos veranos. Ha sido curioso confrontarlos con mi vida hoy.

Vuelvo a la mesa del ordenador a recopilar los cachitos de mi inspiración. Se mezclan los hilos argumentales. Me siento tan poco a escribir que, cuando lo hago, se me amontonan los temas y no sé por cuál decantarme.

Por ejemplo, tenía en mente contarte que el otro día leí en "Mi paseo por el mundo", un excelente blog de viajes, una reflexión que me dejó mucho poso. La autora hablaba de su adicción por los viajes y del tiempo que pasaba preparándolos, planificándolos, pero, sobre todo, recordándolos. 

Comentaba que, en cualquier momento del día, se descubría recordando una escena de un viaje, un desayuno en algún lugar del mundo, un determinado paisaje, un rostro, un diálogo…

Yo leía mientras desayunaba, minutos antes de entrar en la oficina, rodeada de ese ambiente a veces tan espeso de quejas y descontento. Y me maravillaba imaginando el diálogo interno de esta chica. Cómo puede sentirse alguien que va continuamente saboreando los mejores momentos de su vida, de una vida en la que ella se encarga de que haya muchos de esos momentos. Admirable.

Si se pudiera poner color a la mente de quien llega a la oficina un lunes, o un martes, agobiado tras el atasco, pensando en lo que le espera en las siguientes 8 horas, anticipando “marrones” y desencuentros, indignado por la actuación del jefe, del compañero, del sindicato, de Recursos Humanos, del gobierno de turno, de la oposición, del dependiente poco amable, del conductor imprudente….

Paro porque seguro que cualquiera sería capaz de continuar la lista y seguro que muchos nos hemos pillado en estos bucles de “duelos y quebrantos” a lo largo del día.

¿Cómo sería el cuadro que representara a una mente así? ¿Qué colores predominarían? ¿Y si fuera una melodía? ¿Cómo sonaría? ¿Y si fuera un olor?

Sin embargo, leyendo el blog de Cristina, imagino su mente como un lago sereno, o como una playa al amanecer. Siento frescura, luz. Casi alcanzo a escuchar la brisa en las hojas, los pájaros cantando, las olitas rompiendo…

Digo yo que, con una mente en ese estado, nutrida por pensamientos tan gozosos, la vida ya no se afronta, se fluye a través de ella. Los atascos serán los mismos, igual habrá compañeros grises, dejados o cargantes, y nos llegarán malas noticias, pero ¿nos tomaremos las cosas con la misma actitud? Es más, ¿llegarán a alcanzar el grado de contratiempo tantas cosas como nos sulfuran con una mente ofuscada?

Entiendo que todo esto es muy obvio, pero la claridad con la que lo vi leyendo a esta viajera empedernida, fue brutal.

Un cerebro mal alimentado es como un cuerpo harto de comida basura: se altera por todo, se indigna o se lamenta constantemente, está demasiado “fofo” para ver lo bello, para enfocarse en el lado luminoso de la existencia. Y no es para ignorar las desgracias sino para poder saber qué hacer con ellas, cómo contribuir a que sean menos.

El alimento de nuestro cerebro son nuestros pensamientos. Así que, entono mi cántico de “mea culpa” para reconocer que picoteo entre horas toda clase de indignaciones, aflicciones y contrariedades que encuentro en el mercado. Lo admito, cuando me quiero dar cuenta, voy caminando por la calle, subiéndome al ascensor o haciendo cola en el supermercado, mientras me atiborro de ansiedades y anticipaciones, de preocupaciones y alarmas, o de bocaditos de cólera.

Así que, señores, hasta aquí hemos llegado. Me pongo a dieta. Pero a una dieta muy particular. Dieta rica en buenos recuerdos (bajaré al almacén de la memoria a sacar de los baúles todos los que encuentre), alta en atención a la belleza que me rodea, a las actitudes positivas y a los comentarios enriquecedores.

Para empezar, voy a jugar un rato a las listas, pero no a las listas de la compra ni de tareas pendientes, sino a las listas de recuerdos…

Mejores despertares que me vienen a la cabeza…

Vistas desde una ventana…

Conversaciones fascinantes, noches de baile, inspiradores encuentros fortuitos…

¿Qué más se te ocurre que podríamos incluir en esta dieta?

¿Me acompañas? Seguro que juntos es más fácil romper las inercias.

*Foto: Canadá 2014, Spirit Island en el parque nacional de Jasper (algo así debe de ser la mente de Cristina 😄)

sábado, 3 de junio de 2017

Dualidad... y eso

Dicen que experimentar la vida en esta dimensión implica un juego de equilibrio en la dualidad.

Opuestos entre los que fluir, mecerse, o tal vez, tropezarse.

Juego…

Experimentar esta dimensión…

Esto parecería indicar que somos viajeros interdimensionales. O sea, que hay algo “fuera” o “más allá” de esto que percibimos.

¿Será así? Yo vivo con la certeza interna de que así es, pero es una certeza que no puedo demostrar ni evidenciar con hechos “objetivos”. Es sólo una sensación tan real como el amor o como el frío. No los veo, no los toco, pero están, sé que están, porque los siento.

El caso es que el equilibrio entre opuestos da para mucho. Para crear todo este mundo de vivencias, sufrimientos y bienestares. Para pasar de todo, vivir deprisa y surfear la ola. Para sumergirse en los universos más sublimes. Para crear, para disfrutar de lo creado. Para amar, para odiar. Para amarse, para odiarse.

Y entre medias, toda una escala de tonalidades que definen el mayor o menor protagonismo de uno en su propia existencia.

Esta tarde, mientras paseaba por el parque, pensaba en la foto que acababa de compartir un amigo en un grupo de Whatsapp: “La vida no tiene un propósito, no tienes que buscarle sentido; anda y entra a por una cerveza”, decía el cártel a la puerta de un bar.

Y si fuera así? Y si no hay un sentido que buscar ni un propósito que construir. Tú ¿qué piensas? Tú, eso, ¿cómo lo vives?

A mí me nace periódicamente la necesidad de escribir y “despertar conciencias”, ya ves tú. Para empezar, la mía. Escribir para indagar, para tratar de darle forma a mis eternas reflexiones interiores, para poner orden en mi mente.

Aunque sé que, en el fondo, el orden no va a venir por muchas palabras que use, por muchas palabras que escuche, por muchos libros que lea. Otra de mis certezas indemostrables es que el orden, la armonía, la paz… esas se esconden detrás del silencio. Ese aparente monstruo tan temido que parece que me va a engullir si me asomo dentro.

Así que, por no caer en sus fauces, no me callo. Y en mi bullicio no encuentro nada digno de compartir. Pero la necesidad de compartir algo permanece. Y entonces, me viene la voz del antiguo rey diciendo “¿Y por qué no te callas?” Y me entra la risa y se me desmorona el argumento. Esto no es serio.

Y es que esa es otra de mis certezas: Esto, desde luego, no es serio. Así que mientras encuentro las ganas de hacer silencio, vivo mi ruido, mis contrastes y mis incoherencias con toda la naturalidad de que soy capaz. Con mucho cuento y mucha guasa, porque no es para menos. Y unas risas siempre se aprovechan bien.

Y como colofón a este sinsentido, comparto uno de esos chistes malísimos que me gustan a mí:

—Hombre, Juan, cómo has cambiado.
—Yo no soy Juan.
—Más a mi favor.