domingo, 11 de diciembre de 2011

ELA

Son las iniciales de una terrible enfermedad que convierte en una prisión el cuerpo de aquellos que la padecen.

Es fácil comprender mi total admiración hacia estos enfermos cada vez que descubro su afán de superación, o cuando veo cómo aprenden a desarrollar recursos alternativos para suplir la progresiva falta de sus recursos naturales, como la capacidad motora, el habla o la deglución.

Y muchos, incluso, son capaces de ir más allá y enfocarse en lo que les queda, y aprovecharlo intensamente, para seguir creciendo y ofreciendo su perspectiva, su aprendizaje, a los demás, por ejemplo a través de sus blogs.

La vida me ha ido acercando poquito a poco a estos enfermos y a su asociación en Madrid (ADELA). Y de este contacto ha surgido mucho bueno.

Cuando imaginaba la posibilidad de acompañar a una persona con ELA, pensaba que se me vendría el mundo encima, que no sería capaz, que me deprimiría y que no tendría nada que aportarle.

Y sin embargo, mi experiencia no puede ser más distinta a mis expectativas: lo que empezó siendo un voluntariado puntual para enseñar nuevas tecnologías a una enferma, ha derivado en una peculiar relación entre ambas.

Ella siempre me da las gracias por ir a verla y piensa que soy muy generosa por estar a su lado un ratito en la semana. Y es que, aunque lo intento, me cuesta expresarle en su justa medida todo lo que aprendo cada tarde que nos vemos.

A su lado, saboreo mucho más todo lo que tengo, hasta lo más insignificante –aparentemente-  como es la posibilidad de beberme el vaso de agua que pido ansiosa a su madre en cuanto llego a su casa. Porque ya no doy nada por sentado, y valoro como un regalo mi salud y mi autonomía.

Y he aprendido a dejar volar la imaginación para que nuestro rato juntas sea como un pequeño oasis que ella sea capaz de extender a lo largo de la semana. Y yo también. Es una oportunidad para pensar en cosas bellas, en cosas locas, en historias imposibles, para cabalgar a lomos de la imaginación hacia rumbos desconocidos.

Y no quiero mirarla con pena, de hecho, a veces se me olvida su enfermedad y sólo veo a una nueva amiga, con la que paso la tarde.

A veces, incluso, al recordar nuestros momentos juntas, creo oír su voz contándome cómo fue su niñez, de mudanza en mudanza, o preguntándome cómo me ha ido en mi último viaje.

Y en realidad no conozco su voz, ni la figura que tenía hace 3 años, ni su forma de andar. No sé si gesticulaba mucho o no, ni cómo vestía. Pero conozco su mirada y percibo su esencia. Y cuando salgo de su casa, me siento llena de ella.

Porque las personas somos más que nuestra “cáscara”, mucho más. Y es terrible verse afectado por una enfermedad así, pero cuando las cartas están echadas y no hay vuelta atrás, hay que tratar de jugar la partida lo mejor que se pueda.

Y cada enfermo hace lo que puede con lo que tiene, y necesitan que estemos ahí, dándoles amor con toda la naturalidad del mundo, bromeando, cuidándoles y, sobre todo, no perdiendo de vista que ellos, pese a las apariencias, siguen siendo los que fueron un día no tan lejano.

La dependencia externa de sus familias y cuidadores es total, pero esto no los convierte en bebés. Siguen siendo adultos conscientes que necesitan sentirse valorados como tales, con respeto, naturalidad y alegría.

Traspasemos las fronteras de las apariencias y vayamos a la esencia del ser humano, esa que permanece inmutable.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El viaje

No me resisto a publicar algo que escribí hace seis años y que justo hoy acabo de encontrar enredado en las tripas de algún disco duro:

La reunión había llegado a vía muerta. El Director de Ventas quería aumentar a toda costa los incentivos de los comerciales y el Director de Finanzas se negaba en redondo. Los ánimos andaban caldeados. Cada uno había expuesto con detalle los argumentos que justificaban su postura. Dos largas horas entre márgenes de venta, calidad de atención, ingresos por línea de producto, limitaciones presupuestarias… Apasionante.

Y tú, ¿qué opinas, Lucía?

Todos los rostros se volvieron hacia mí, que llevaba media reunión tratando de evitar los bostezos y pintando garabatos en la agenda. Dudé unos segundos, solté el bolígrafo, me levanté y declaré: “opino… que esto es un verdadero coñazo, que ya no aguanto más, que no sé que pinto aquí y que me voy. Hasta luego, señores.”

Salí con paso firme, protegida por el halo de asombro y estupor que habían dejado mis palabras.

Romper con mi monótona vida de funcionaria era un sueño recurrente que ya tenía telarañas. Lanzarme a vivir con mayúsculas, a toda vela, era una frase sin sentido de puro gastada. Viajar a Argentina era un sueño que llevaba demasiado tiempo en el baúl de mis proyectos.

Ahora o nunca.

Me ahorraré los detalles burocráticos y meramente logísticos, la cosa es que en quince días había cancelado la cuenta vivienda y el plan de pensiones y volaba rumbo a Buenos Aires entusiasmada, radiante y hecha un flan.

Pasé cuatro meses viajando por ese país enorme y diverso, y en todo ese tiempo apenas fui capaz de cerrar la boca de asombro ante los fabulosos paisajes y unas gentes siempre dispuestas a compartir un mate y una buena conversación.
   
De regreso a España me traje prestados su acento y a un porteño adulador, con ganas de visitar la madre patria y que había subido mi autoestima con bastante más eficacia que mi colección de libros de autoayuda. El porteño me introdujo enseguida en la colonia argentina de Madrid, así que continué aprendiendo a bailar tangos y a expresar cualquier idea, sentimiento u opinión, usando un vocabulario diez veces más amplio del que hasta entonces había conocido.

A Carlos, el porteño, le debió de agarrar fuerte la nostalgia, pues pasaba cada vez más tiempo con Valeria, una cordobesa (de Córdoba la de allá, no la española), hasta que una tarde llegué a casa y encontré una nota de despedida, se iba con ella a conocer Barcelona. Era un mensaje tan sentido, tan elocuente, tan inspirado que no supe si odiarlo o si enamorarme aún más.

Ante la duda y como aún me quedaban fondos –bendita manía de ahorrar- decidí ayudarme a olvidarlo viajando esta vez hacia Oriente. De la vida nocturna, la palabrería desmesurada y los placeres mundanos, pasé sin término medio al silencio y el cultivo de la vida interior del Nepal. Fue un cambio radical pero verdaderamente enriquecedor.

Tras años de vida prudente, sensata y gris, necesitaba extremos. Me había lanzado a la aventura de vivir sin medida, descubriendo placeres, con una mezcla de frescura, frivolidad y, por encima de todo, verdadero entusiasmo. Y ahora, cansada de excesos, buscaba calma, serenidad, silencio.

Todo ello lo encontré de sobra en mi visita a Nepal, China, Japón y la India. Había programado inicialmente un viaje de un par de meses, pero ante la inmensidad de lo que se abría ante mí, decidí dejarme llevar y continuar hasta que mi estancia tocara naturalmente a su fin.

Descubrí una forma totalmente diferente de entender la vida… y su inseparable compañera, la muerte. Había estado flotando en las tibias aguas de la superficie de la existencia humana y ahora me adentraba en las profundidades abisales del ser. Y me encantaba.

Tuve suerte de encontrar a grandes maestros y disfruté aprendiendo todo lo que ellos estuvieron dispuestos a enseñarme y mi mente estuvo dispuesta a aceptar y asimilar. Técnicas de meditación, ejercicios para equilibrar cuerpo y mente, terapias de sanación.

Siete años después, volví a casa. Aunque a estas alturas se me hacía extraño llamar casa a ningún lugar.

Busqué un pueblito no muy lejos y no demasiado cerca de Madrid para instalarme. Atrás habían quedado mis ansias de vida urbana. Rehabilité una antigua casona como modesta pensión rural de esas que empezaban a ponerse de moda, le di cierto toque oriental e me dediqué a dar alojamiento e impartir cursos de relajación, yoga, alimentación sana.

Siempre había soñado tener una casa en la que hospedar a aquellos que necesitasen huir de alguna manera de sus vidas incoloras. Ofrecer cobijo y conversación o silencio, según el caso. Un pequeño oasis de paz más allá de la locura de la metrópoli.

Y aquí estamos. Esa es mi pequeña gran historia. A Miguel lo conocí en una de mis fugaces visitas a la capital, un regalo más de mi amada y odiada ciudad. Él aún anda a caballo entre el ritmo trepidante de la gran urbe y la calma del campo. El teletrabajo, un gran invento. Aparte de Internet, y salvando las distancias, Miguel es mi nexo con la civilización.

¿Si mereció la pena?

Cada mañana al despertar pienso cómo habría sido mi vida si aquel día en aquella tediosa reunión no hubiera dado ese paso adelante, si aún hoy continuara trabajando ocho horas delante de un ordenador, preparando gráficos, informes, resúmenes estadísticos…, mirando por la ventana con el estómago encogido, la mirada opaca y soñando cada vez más tenuemente con volar, escapar, dejar de tirar mi vida a la basura.
 
Sin duda mereció la pena.  

Desde mi hoy, seis años después, aún me pregunto por qué respondí a aquella pregunta y me quedé en la reunión...