jueves, 2 de noviembre de 2023

Por mí y por todos mis compañeros

Cuántas veces deseo escribir con ganas de tocarte el corazón. Me siento a escribirte, incluso a leerte en voz alta mis palabras, palabras-flecha, de esas que llegan al corazón y lo hacen vibrar. Pero no vibrar para emocionarnos un ratito y seguir luego con nuestra rutina, en piloto automático, corriendo para allá y para acá, como el conejito de Alicia: “No tengo tiempo, no tengo tiempo”. No. Vibrar para generar un eco resonante que vaya calando hondo, hoy, mañana, pasado. Hoy, tal vez con mis palabras; mañana, quizás con el sonido de la lluvia y del viento moviendo las ramas de los árboles; pasado, con la risa espontánea de ese bebé o con ese párrafo de un libro abierto al azar. Y que ese vibrar en una frecuencia más armoniosa te ayudara a conectar poco a poco, o de repente, con tu sabiduría interior, con tu paz, con ese pozo de agua fresca que no se acaba nunca.

Eso quería yo hoy, pero me fallaron las palabras, me falló mi propia inspiración, me falló el estado interno. Me senté, me escuché y descubrí que aún quedaba mucha tristeza dentro, algo de miedo y vierta preocupación. ¿Hasta cuándo? Qué pregunta tan absurda. Hasta siempre que existan emociones.

Cuando me siento alegre, plena, vital, lidio con una dualidad interesante: por una parte, pienso que, sí, que “ya he llegado”, que he conquistado la cima, que ya he alcanzado ese nirvana del que nada ni nadie me va a desplazar (¡ja!) y, justo a continuación, me pregunto si no me volveré una presuntuosa en la nubes; y, por otra parte, la propia felicidad de sentirme tan bien me hace tambalear (“¿durará? ¿hasta cuándo?, ay, cuando lleguen de nuevo las nubes y los vientos, ¿qué va a ser de mí?”)

He tenido muchos días de sol y cielo azul, de primavera interior, pero hoy vuelve la tormenta. Y no ha de pasar nada externo para que así sea, suficiente información se mueve en mis adentros como para provocar de marejada a fuerte marejada.

Y desde aquí, siento que no tengo mucho que compartir. Pero igual me estoy equivocando. ¿Y si en estos momentos en los que no fluye la inspiración ni las metáforas de impacto, también tuviera palabras, más sencillas, más de andar por casa, que compartir contigo?

Sí, es cierto que, tras estos meses de claroscuros, de conectar profundamente con miedos, incertidumbre, preocupación, anticipación, tristeza…, empiezo a conectar de nuevo con la alegría, con la serenidad, con la confianza, la paz. Y es algo tan bonito que me gustaría contagiarlo a todo el mundo.

Pero a lo mejor, el mensaje no es sólo que al final siempre llega la primavera, sino que saber navegar en todas las estaciones es lo que nos permite disfrutar del buen tiempo. Cuando toca lluvia, lloramos con ella, sin pesar añadido. Cuando hay viento, a lo mejor nos airamos y nos sentimos ofendidos más fácilmente. Bueno, pues respiramos profundo ese enfado y seguimos nuestro camino. Sin añadir dolor al dolor, ni añadir culpa o resistencia a los “días malos”, que igual no lo son tanto, igual son el abono nutriente de los jardines floridos.

A mí, sinceramente, me cuesta: mi ego quiere “cositas güeñas”, alegrías, buenas noticias, claro. Está hasta las narices de conflictos y de dramas, pero claro, apegarse con uñas y dientes a los buenos momentos no es más que irle dando la espalda a la paz interior. Moverse con serenidad en el desasosiego, eso sí que mola. Digo yo que molará, que aún estoy en ello en modo aprendiz.

Por eso, hoy me siento en silencio, acepto mi inquietud, el peso de una mochila aún demasiado cargada y me dejo estar, buscando ese estado que, en el fondo, siempre permanece, allí donde habita la paz. Me sumerjo, dejando atrás la vorágine de la superficie y, si lo alcanzo, grito: ¡Por mí y por todos mis compañeros! (pero, por mí, primero). Allá voy.