El otro día, en un momento cualquiera, tal vez caminando hacia el metro, me vino a la mente el año 2022, así, como si se tratase del cartel de bienvenida a un pueblo, o el título de un libro que habla de los instantes vividos en los últimos doce meses. Me sorprendió el color que desprendía mi imagen visual. Pienso en “2022” y pienso en amarillo, en naranja, en verde, en luz, en caracteres redondeados, acogedores, cálidos, familiares.
Y, sin embargo, 2022 no ha sido
un año fácil. Ha sido el año en que vi apagarse a mi madre hasta su adiós final,
una mañana luminosa de mayo.
Empecé su duelo meses antes de su
partida. Y hoy, más de seis meses después aún sigo procesando lo que no sé si
se llega a procesar del todo en algún momento.
Hay seres queridos que se van de
repente, dejando una cicatriz como de relámpago, de latigazo mortal. Otros, nos
van diciendo adiós de a poquitos, permitiéndonos integrar la despedida de forma
gradual. ¿Qué es mejor? Despedirse es doloroso, y cada dolor es diferente, e inevitable.
Sin embargo, cuando en mis noches
oscuras anticipaba el final de mi madre, pensaba que me desgarraría por dentro,
que me resultaría insoportable vivir su entierro, las muestras de afecto de
amigos y familiares, que querría meterme en una cueva y aullar sola mi dolor. Creía
que no sería capaz de reincorporarme a la cotidianidad, que la tristeza
nublaría mi cordura y mi lucidez. Y nada más lejos de la realidad.
Ella se fue y descubrí la
capacidad de sentir al mismo tiempo emociones que creía incompatibles: dolor y
serenidad, vacío y plenitud, herida y fuerza.
Mi ancestral miedo a la muerte no
desapareció, pero sí muchas de sus manifestaciones más concretas: cuando
murieron otros seres queridos, evitaba acercarme a sus pertenencias, a sus espacios.
Ahora, estar cerca de una camiseta suya, ponerme uno de sus collares de
bisutería, era como refugiarme de nuevo en su calidez de madre, respirar de
alguna forma su energía dulce, su belleza. Me he pasado horas mirando fotos
suyas, cuando hubo un tiempo en que no era capaz de pasar por delante del
retrato de mi abuela recién fallecida sin estremecerme.
No puedo hablar de certezas, solo
de sensaciones, y mi sensación es que mi madre, su esencia, la energía más pura
que daba vida al personaje, sigue viva. Liberada del sufrimiento de ese
personaje limitado y enfermo, me inspira desde un plano que mis sentidos no
alcanzan a captar, pero mi intuición, sí. Me inspira alegría y ganas, me sopla al oído mimos y
piropos, ánimo, y consejos.
Hay algo roto en mi corazón, eso
es ineludible, su ausencia física me duele y me desconcierta. Pero junto al
dolor… FUERZA, CONFIANZA, ALEGRÍA.
Y con esos ingredientes, he
podido transitar tantas otras experiencias de este 2022 que me han llenado el
alma. Acercarme más a mi padre, sentir el cariño de la familia, y de tantos
amigos que me han acariciado el alma, asombrarme y dejarme mimar por la
generosidad y cercanía de los vecinos, disfrutar como una niña con mis sobrinas
en la piscina, en la playa, recuperar los viajes con mi compañero de camino,
permitirme descansar, desconectar… Y abrazar, rebosante de cariño, a los nuevos
seres que han venido a este mundo, nuevos sobrinos del corazón que me han
permitido ser testigo en primera fila de los ciclos de la vida.
Perfectas sincronías para un año de
color, un año bello, intenso, vivo.
Y ahora, dejaré de lado a ese “grinch”
que me últimamente me poseía en Navidad, y me abriré a vivir esta época con
ternura, con honestidad, con sencillez, y algún que otro homenaje gastronómico.
Todo, en honor a ella.
Supongo que esto es la vida:
morir y renacer cada tanto, dar la bienvenida y despedirse. Y siento que este
viaje no acaba con ese aparente final, las despedidas son transitorias. Y
también siento que esta “perita”, que se estaba haciendo esperar demasiado, me
la ha chivado ella de alguna forma. Ya me estaba tirando suavemente de las
orejas para sentarme ante el portátil y meditar bajo este peral. Ella colabora ilustrando el texto. Gracias, mami.
Y tú ¿de qué color has pintado este
año?