Es fácil comprender mi total admiración hacia estos enfermos cada vez que descubro su afán de superación, o cuando veo cómo aprenden a desarrollar recursos alternativos para suplir la progresiva falta de sus recursos naturales, como la capacidad motora, el habla o la deglución.
Y muchos, incluso, son capaces de ir más allá y enfocarse en lo que les queda, y aprovecharlo intensamente, para seguir creciendo y ofreciendo su perspectiva, su aprendizaje, a los demás, por ejemplo a través de sus blogs.
La vida me ha ido acercando poquito a poco a estos enfermos y a su asociación en Madrid (ADELA). Y de este contacto ha surgido mucho bueno.
Cuando imaginaba la posibilidad de acompañar a una persona con ELA, pensaba que se me vendría el mundo encima, que no sería capaz, que me deprimiría y que no tendría nada que aportarle.
Y sin embargo, mi experiencia no puede ser más distinta a mis expectativas: lo que empezó siendo un voluntariado puntual para enseñar nuevas tecnologías a una enferma, ha derivado en una peculiar relación entre ambas.
Ella siempre me da las gracias por ir a verla y piensa que soy muy generosa por estar a su lado un ratito en la semana. Y es que, aunque lo intento, me cuesta expresarle en su justa medida todo lo que aprendo cada tarde que nos vemos.
A su lado, saboreo mucho más todo lo que tengo, hasta lo más insignificante –aparentemente- como es la posibilidad de beberme el vaso de agua que pido ansiosa a su madre en cuanto llego a su casa. Porque ya no doy nada por sentado, y valoro como un regalo mi salud y mi autonomía.
Y he aprendido a dejar volar la imaginación para que nuestro rato juntas sea como un pequeño oasis que ella sea capaz de extender a lo largo de la semana. Y yo también. Es una oportunidad para pensar en cosas bellas, en cosas locas, en historias imposibles, para cabalgar a lomos de la imaginación hacia rumbos desconocidos.
Y no quiero mirarla con pena, de hecho, a veces se me olvida su enfermedad y sólo veo a una nueva amiga, con la que paso la tarde.
A veces, incluso, al recordar nuestros momentos juntas, creo oír su voz contándome cómo fue su niñez, de mudanza en mudanza, o preguntándome cómo me ha ido en mi último viaje.
Y en realidad no conozco su voz, ni la figura que tenía hace 3 años, ni su forma de andar. No sé si gesticulaba mucho o no, ni cómo vestía. Pero conozco su mirada y percibo su esencia. Y cuando salgo de su casa, me siento llena de ella.
Porque las personas somos más que nuestra “cáscara”, mucho más. Y es terrible verse afectado por una enfermedad así, pero cuando las cartas están echadas y no hay vuelta atrás, hay que tratar de jugar la partida lo mejor que se pueda.
Y cada enfermo hace lo que puede con lo que tiene, y necesitan que estemos ahí, dándoles amor con toda la naturalidad del mundo, bromeando, cuidándoles y, sobre todo, no perdiendo de vista que ellos, pese a las apariencias, siguen siendo los que fueron un día no tan lejano.
La dependencia externa de sus familias y cuidadores es total, pero esto no los convierte en bebés. Siguen siendo adultos conscientes que necesitan sentirse valorados como tales, con respeto, naturalidad y alegría.
Traspasemos las fronteras de las apariencias y vayamos a la esencia del ser humano, esa que permanece inmutable.