viernes, 26 de julio de 2019

Yin o Yang


Hoy escribo con vistas, y al aire libre. La levísima brisa mece la hamaca que cuelga a mi lado. Observo el perfil desdibujado de la sierra árida que se esconde tras la bruma del Levante en el parque del Cabo de Gata.

Normalmente, si se puede hablar de normalidad o de hábito, en la cadencia de mis entradas al blog (ahora me vendría bien uno de esos emoticonos del monito tapándose la cara, como en signo de vergüenza, sonrojo o, incluso, en solicitud de perdón), escribo desde mi mesa del ordenador, en casa, con vistas al patio interior y a la ropa tendida de los vecinos.

Ahora mismo, en el porche de mi habitación en la casa rural en la que ya casi somos asiduos (y vuelta a la cuestión del manejo temporal de los ritmos y la regularidad), me siento más escritora.

Es como un juego. Días de soledad y silencio en uno de los parajes naturales más propicios para encontrarlos.

Observo…

La aspereza del terreno, la vegetación que resiste al calor y la falta de humedad, ofreciendo sus formas estrafalarias y singularmente bellas. El mar, al fondo, marcando con su azul profundo un contraste brutal con los ocres del terreno. Las flores de las pitas, emergiendo en su canto del cisne, majestuosas, para morir entregando su fecundidad a la tierra.

Escucho…

Podría haber música de fondo, pero prefiero el roce contra el suelo de las flores secas de la buganvilla que se arremolinan en la esquina junto a la hamaca, y el batir de las ramas de la palmera y del ficus. Las chicharras se ponen en marcha, la melodía diurna del verano. La nocturna, claro está, corre a cargo de los grillos.

Siento…

La piel ligeramente tensa tras el día de playa de ayer. Olas, algas, sal, arena y sol.

Y, además, me observo desde fuera como si pasara por aquí, como si fuese otro turista más de la casa, y veo a esa chica, tecleando en su portátil, e imagino que narra una historia, un drama intimista, o, tal vez, escribe un artículo en defensa del medioambiente, en el corazón de un parque nacional, rodeado de plásticos de invernaderos que parecen mares alternativos al otro lado del mar.   

Es interesante observarse como si de un tercero se tratase, uno que pasa por aquí, sin saber nada de mí, y me mira, y se forma su idea. Esta vez elijo imaginarme como una mujer que ha descubierto que crear está en sus manos, en sus dedos. Esa mujer lleva mucho tiempo dándole vueltas a ciertas dualidades, y parece que recién empieza a encontrar el hilo que las une, que les da continuidad, que convierte la letra “O” en “Y”. Y le apetece hablar de ello.

Hay dualidades internas: Vivir o escribir. Orden o caos. Ego o unión. Salir o no salir de la zona de confort. El miedo como enemigo o como aliado. Dejarse llevar o tomar las riendas. Seguridad o riesgo.

Y las hay externas: Izquierda o derecha. Empresa o trabajador. Creyente (en cualquier religión, ideología, terapia, sistema social) o no creyente. Altruista o egoísta. Autóctono o extranjero. Normal o diferente.

Posiblemente tenemos una sobredosis de “oes”, que nos llevan a posicionarnos, a encasillarnos y pertrecharnos de argumentos sólidos con los que levantar nuestras murallas defensivas, si no de ataque.

Es más sencillo trazar una “o”, pero a veces los círculos, que nos protegen y nos dan seguridad, también nos encierran, nos limitan y nos hacen perdernos la riqueza que hay “más allá”.

Y esas son las cosas que piensa la mujer que escribe en el porche junto a la hamaca.

Ahora, se levanta, deja el pareo sobre la hamaca y camina hacia la piscina. Hoy no tiene ganas de lanzarse de cabeza, baja por la escalera despacio, sintiendo el frescor subiendo desde los pies hasta que el agua la cubre hasta el cuello. Da una voltereta, le alegra poder hacerlo sin marearse. Por lo visto, no era la edad, era la falta de costumbre.

Mención especial a La Datilera, un lugar sencillo y acogedor en el paraíso almeriense.

domingo, 7 de julio de 2019

Retorno bajo el peral


Peral: Hola, ¡bienvenida! ¡cuánto tiempo sin verte! ¿qué ha sido de ti? 
Yo: Hola, qué alegría estar de vuelta, tenía tantas ganas de sentarme bajo tu sombra.
P: ¿Has estado de viaje?
Y: De alguna forma.
P: Cuéntame.
Y: Vale. ¿Tienes tiempo?
P: Ya sabes que yo siempre tengo todo el tiempo del mundo. 

Y: Es verdad. ¿Cómo será eso de tener tiempo -todo el tiempo del mundo- para ser, para presenciar lo que ES? Sin querer estar en otro lugar, sin querer ser de otro modo, sin pretender alterar el curso de las cosas, sino fluyendo con ese ritmo, sea cual sea.

Pero bueno, que me desvío del tema. Sí, en cierta forma he estado de viaje. Y sigo en ello.

Hace meses salí de mi zona de confort. Había oído hablar tanto de ese viaje que estaba deseando emprenderlo, pero me daba miedo. Todo el mundo, absolutamente todos los que se habían animado a transitar la zona del cambio, hablaban de fantasmas, de monstruos tenebrosos que les esperaban a poco que salían de su hábitat cotidiano. También decían que era solo una etapa pasajera, que, si seguías caminando con determinación, las criaturas espectrales se desvanecían poco a poco. Estaba todo escrito. Desde el principio, hablaras con quien hablaras, todos los que se habían animado a adentrarse más allá del confort, describían etapas similares.

Y no se equivocaban.

Yo deseaba un cambio, llevaba años dentro de un esquema preestablecido, donde las reglas eran bastante precisas y mi rol, muy definido. Podía aportar más o menos pero dentro de un contexto descrito de antemano. Era consciente de ello, aunque no tanto como lo he sido después, al salir y mirarlo desde afuera.

Se abrió una puerta y decidí abrirla para salir a explorar. Ya solo, del esfuerzo de empujarla, enfermé. Llegué incluso a pensar que estaba tan debilitada por la rutina que no iba a ser posible la salida. Con la enfermedad, llegaron también los primeros fantasmas. Nunca pensé que pudieran ser tan aterradores, tanto que me replanteaba mi decisión cada minuto. Pero me repuse, me acostumbré a mis demonios y salí.

Al principio, había mucha niebla, apenas se veía nada. Tuve la suerte de no ir sola. Otras tres compañeras vieron la misma puerta y tomaron la misma decisión que yo. Pero yo estaba mucho más asustada. A ellas se las veía animadas, seguras, menos mal.

Tras la niebla, descubrimos un inmenso arenal y, entonces, recordamos el pergamino de instrucciones que nos habían entregado. 

En este lugar, pueden crecer flores y correr el agua, descubre cómo, decían los cuatro pergaminos. Sin embargo, cada uno añadía una frase al final que difería del resto. Leí la mía: La duna de oriente es la tuya, has de desplazarla hacia el sur, para permitir que el agua del manantial fluya hacia estos territorios. 

“¿¿¿Tengo que mover una duna??? Pero ¿cómo?” Y al instante apareció una cucharita en mi mano. ¡Una simple cucharita de café! “Y con esto ¿pretenden que mueva una duna?”

No hubo respuesta. Así que, con mi cucharita y determinación, emprendí la tarea.

Y ahí empezó el carrusel de jornadas: unas alegres y esperanzadoras, de alguna forma era como si pudiera sentir la humedad (¿será que estoy cerca del objetivo?); otras, incluso, aparecían duendecillos y hadas a ayudarme y, de repente, veíamos como el trabajo avanzaba (yo creo que la duna se ha movido bastante, es posible, incluso, que se desmorone esta noche a nuestro favor y nos allane el trabajo). Pero otras, muchas muchas otras jornadas, la duna permanecía inmutable, el calor, insoportable, los demonios ensordecedores (“no vas a poder, es IMPOSIBLE”). Algunas noches, incluso, la duna se movía, sí, pero hacia el lado incorrecto, volviendo a hacer crecer el muro que nos separaba de la fuente.

Así he pasado mis últimos meses, querido peral, en busca de un agua de la que aún no he sentido ni el más mínimo frescor. A ratos, ilusionada, a ratos, vencida. Y siempre, acompañada. Afortunadamente, no solo estaban conmigo mis fantasmas, que han hecho lo posible por minar mi confianza e inmovilizarme; también estaban ahí mis tres compañeras, viviendo como yo sus altibajos, sus dudas y sus desalientos. Y sus pequeños y grandes triunfos. Los de todas.

Y, tras los días de derrota, el cansancio, la obsesión de no ver más que una duna por delante (de día y de noche, en todos mis sueños), fue llegando de nuevo la fuerza y la serenidad.

Y la lucidez. Esa que me muestra el espejo que es la vida. La que me recuerda que todo lo exterior no es más que un reflejo de lo interior. Y que cualquier transformación, o es interna o no es nada.

Así, la duna ya no está tanto frente a mí, como dentro de mí. Y los fantasmas empiezan a dejar de ser criaturas odiosas con el único objetivo de minar mi moral, para ser alertas (regulables en sonido y melodía, si me pongo) que me avisan de cuando me estoy dejando llevar por la rutina estéril. Porque he descubierto que hay rutinas fértiles, que te ayudan a avanzar y a crear; otras, estériles, que te dejan quieto, mecido por un runrún adormecedor; y, luego, hay otras incluso destructivas, que te hacen perder todo lo que valoras, todo lo que te impulsa, todo lo que te ilumina la mirada y el corazón.

Así que ya no miro tanto la duna de afuera, ni me importa su tamaño o su posición, porque estoy convencida de que la que importa es la otra, la mía. Y para esa, tengo algo más que una cucharita para moverla. Solo tengo que parar, observar y fluir. Qué fácil, ¿no? Pues no. Pero ahí estamos.

Ahora me gustaría volver a sentarme más a menudo por aquí, contigo, en silencio, a ver lo que surge de nuestra muda conversación. Como hoy, que yo venía con la idea de hablarte de diversidad. Y mira.

Dedicado a mis mosqueteras, las pioneras. Gracias por estar, con coraje, compromiso, apertura, respeto y mucho foco en esa duna ;-)

domingo, 13 de enero de 2019

Los percebes no tienen corazón…

…y sí, “a cambio”, tienen el pene más grande (proporcionalmente a su tamaño) de todo el reino animal. Se pone una a pensar en paralelismos y llega a lugares inquietantes.

Pero no es mi intención hoy reflexionar sobre la anatomía de los crustáceos, sino sobre curiosidad(es), viajes cibernáuticos, arte y estética. A ver adónde llego…

Y es que, a menudo, vengo a sentarme bajo el peral, asfixiada por las inquietantes noticias sobre la evolución política de nuestras sociedades más cercanas. Y no paro de darle vueltas al origen de esta situación. Y, como siempre, trato de ponerme en la piel de quienes se decantan por una ideología, que a mí puede parecerme extrema (hacia uno y otro lado), para tratar de comprenderlos, partiendo de la base de que lo que todos queremos es ser felices, sencillamente.

Todos queremos ser felices. Todos queremos querer y que nos quieran. Luego, esa necesidad podremos manifestarla con mayor o menor acierto, o la disfrazaremos con poses más o menos sofisticadas, jugaremos al despiste, incluso, nos rodearemos de una capa de odio y venganza, para hacer frente al dolor que nos causan las pérdidas, el no haber sido amados o no saber amar.

¿Cómo podemos hacer, entonces, para irnos quitando capas y disfraces y empezar a reconocer nuestras auténticas necesidades y realidades? Creo que, debajo de todas nuestras poses, hay un mínimo denominador común, una esencia irreductible que nos iguala a todos, que nos acerca, que nos une. Y siento que es ahí donde necesitamos ahondar, en esa búsqueda.

Quizás, al menos para mí, la preocupación y el runrún mental son las cargas de la mochila que menos me permiten avanzar en ese sentido, me hacen ver amenazas y enemigos por todas partes, por eso, me siento bajo el peral y observo. Observo mi tensión y mis inquietudes, y mis pensamientos perturbadores.

Observo. De repente, un grupo de amigos pasa cerca de mí y escucho al vuelo una frase suelta de su diálogo: Los percebes no tienen corazón.

“Los percebes no tienen corazón” ¡guau! ¡Menuda frase, qué título para una comedia! Y cuál será el contexto de una conversación en la que aparece una sentencia así. Debo reconocer que sólo he probado los percebes una vez y, bueno, no hubo un “antes y un después”. Por lo demás, nunca me ha preocupado demasiado la anatomía de esos curiosos “deditos de mar”.

Sin embargo, escuchar esa frase, interrumpiendo mis aciagas reflexiones, es para mi mente como para la cueva de Alí Baba oír “Ábrete, Sésamo”. Se detiene de inmediato el bucle mental agónico y se activa mi curiosidad.

¿Será cierto, será verdad que los percebes no tienen corazón? Bendita la presencia del móvil en estas situaciones. Investigo sobre ello y descubro, también, que el pulpo, en cambio, tiene tres corazones; y que las estrellas de mar tienen ojos al final de sus patas.

Salto de página en página, descubriendo curiosidades del mundo animal y buscando similitudes o simbolismos con los seres humanos. Salgo de mi pequeño universo de limitaciones y vuelo a los arrecifes de coral de Australia, a las profundidades abisales (en realidad, no es así, pero me encanta decir “profundidades abisales” y, de alguna manera tenía que colarlo)… El caso es que respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Repito: respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Y, volando, volando, me acuerdo de la belleza, de las cosas bellas que sirven de bálsamo al espíritu, por muy agitado que esté. Y empiezo a estar muy de acuerdo en eso de que “la belleza está en los ojos del que mira” (o en los oídos del que escucha, en las manos de quien toca…). Y me doy cuenta de cuánto me raciono ese sentir la belleza. ¿Por qué? No lo sé. De momento, constato el hecho. Y busco salidas.

Cuando rompemos bucles mentales, cuando nos permitimos respirar, los efectos son sorprendentes, no se sabe cuál va a ser la próxima parada de nuestra atención y, mucho menos, el destino final. A mí, esta vez, me viene a la mente Bach.

Hablo del músico, sí. Johann Sebastian, para ser más concretos, que los Bach fueron muchos y “muy musicales” todos. Su nombre aparece intermitentemente en mi vida sin que yo le haya prestado mucha atención. (¿No te pasa con algunas cosas? No sé, personas, lugares, temas, o, por ejemplo, el título de un libro, que aparece ocasionalmente en tu contexto, despertando extrañamente tu atención, pero no sigues profundizando en ello, se queda ahí hasta la siguiente aparición. Y un día, no sabes muy bien porqué, decides abrir la puerta.)

Este fin de semana he abierto la puerta a la música de Bach y llevo dos días meciendo mi alma con sus conciertos, Variaciones, cantatas… Pura magia.

Cuánto tiempo desperdiciado dando rienda suelta al pensamiento desbocado y limitante, a la preocupación, al pellizco en el estómago. Cuánto tiempo perdido levantando muros, mirando con recelo, buscando las 7 diferencias.

Respira. Levanta la mirada y descubre a tu percebe.

Los percebes no tienen corazón, pero a mí me han llevado a Bach, que aviva el mío y le devuelve las ganas de confiar en un mundo donde tanta belleza es posible.


*Imagen presatada de la web https://www.restauranteogrelo.com