lunes, 23 de febrero de 2015

Ábrete Sésamo

Las puertas de la cueva del tesoro no se abren porque sepa pronunciar correctamente las palabras mágicas. Las puertas se abren cuando las pronuncio al tiempo que cabeza, corazón y vísceras se conectan con mi intención de abrirlas.

Me di cuenta, así por casualidad. A ver, yo esto ya lo sabía “de siempre”, sí, mentalmente sabía que la intención es importante, pero no me daba cuenta de que hay que trabajar con todo el cuerpo alineado. Hay que entender con la razón. Hay que sentir con el corazón. Y hay que sentir con los sentidos. Todo tiene que trabajar en la misma dirección. Y todo trabaja al mismo tiempo.

En mi proceso, he comprendido que es necesario escuchar al cuerpo, conocer sus ritmos, sus necesidades y sus gustos. Y para eso no me ha venido nada mal aprender un deporte nuevo. Nunca imaginé que comenzar a esquiar iba a permitirme un proceso de aprendizaje desde cero, en el que detectar mis formas de aprender, de asimilar lo aprendido, así como mi necesidad de seguridad, de avanzar poco a poco y repetir ejercicios cientos de veces en entorno seguro, antes de pasar a la siguiente etapa.

Merece la pena descubrir los miedos que van surgiendo y cómo me hablan al oído, y cuáles son mis recursos para recuperar el poder: el tesón, la constancia y, cómo no,  la confianza (que descubro en un rincón oscuro de mi corazón, llena de polvo por la falta de uso).

Y en mi proceso de aprendizaje necesito premios, necesito indulgencia y suavidad, cariño y comprensión. Y de la primera persona que lo necesito es de mí misma.

Y en mi proceso vital, puro aprendizaje, a menudo he intentado ir hacia la meta con los pies corriendo en un sentido y el cuerpo rotado en el sentido opuesto. Imposible. El esfuerzo me deja extenuada pero desde luego no avanzo ni un metro. O avanzo hasta perder el equilibrio, caerme y desanimarme por una temporada.

Mi pregunta hoy es cómo volver a rotar mi cuerpo hasta alinearlo todo en la misma dirección.

Y una de las primeras respuestas que me surge es: dejando de forzar las cosas, dejando de buscar el método, dejando de hacer y hacer y, por supuesto, dejando de pretender controlar el resultado

Y empezando a sentir, a escuchar, a enfocar la atención en lo que se parece a lo que yo quiero. Y digo enfocar, no aferrar, porque la cosa no va de obsesionarse con el proceso sino todo lo contrario, de fluir con él.

A mi mente le ayudan el silencio y la música. Y escribir. A mi cuerpo le ayuda estar activo, tonificado y ligero. A mis sentidos les ayuda estar receptivos a los estímulos que despiertan su curiosidad, su bienestar, su placer. Y en todo esto tengo mucho margen de actuación. Todo esto puedo irlo materializando en pequeñas acciones cotidianas y constantes.

Y así, con una intención alineada, fluida y confiada, con una acción continua, constante, se irán abriendo las puertas de la cueva del tesoro cada vez más rápido.

lunes, 16 de febrero de 2015

Cambio de foco


Man in the Mirror (Michael Jackson)

Quiero decirte que no vale la pena perder las energías pretendiendo que otros cambien. Y cuando te digo esto… estoy usando, una vez más, mis energías para que cambies  tú.

Me da pena ver que te enfocas en lo que te molesta de los otros, en lo que consideras injusto, en las conductas perjudiciales para su salud y su bienestar -que ellos obviamente deberían ver y no ven-. Y a la vez, yo me estoy enfocando en los pensamientos y conductas que, desde mi perspectiva, te hacen daño a ti y que deberías ver y no ves.

Somos como un holograma, cuando me asomo a tu realidad para cambiarla, veo la mía idéntica y repetida dentro de la tuya. Y a la inversa. Cada vez que pretendo “mejorarte” estoy haciendo más profundo el holograma.

Pero entonces, siempre me surge la duda: ¿cómo puedo dejar de decirte lo que para mí es obvio que va a ayudarte a estar mejor? Sería como desentenderme de ti, como “pasar” de ti, como un “hala, búscate la vida”… Y al pensar así me doy cuenta de que eso mismo piensas tú cuando te metes en la vida de otro sin conocer los entresijos de su historia, de su ser.

Mantenerme al margen, como “neutral”, me parece frío e indolente. Y sin embargo veo a personas que admiro y que no juzgan, no valoran, no “educan”, no interfieren; y no me resultan ni frías ni mucho menos indolentes. Ellas dejan SER a los demás. Y los demás se abren a ser más allá de sus “torpezas”. Es mucho más fácil permitirse ser más ante quien no te juzga, ante quien te acepta tal cual eres.

Pero mi tendencia “didáctica” es irresistible. Y a la menor de cambio me pillo “educándote”. Perdóname.

¿Qué puedo hacer? Hay quien dice que es “tan sencillo” como cambiar el foco: de querer “cambiarte a TI”, de ver lo que se puede “mejorar” en ti… a ver cómo puedo cambiar YO y qué quiero mejorar en MÍ.

Y no desde una actitud “correctora”, sino desde una actitud de darme cuenta de qué me limita y qué me ayuda a conectar más con mi esencia, con lo que me hace sonreír desde lo más profundo del corazón, con lo que me da paz.

Es mi gran asignatura pendiente porque conlleva el bucle en sí misma: cuanto más veo que algo me hace bien a mí, más ganas me entran de “enseñárselo” a otros. Y no, no es el camino. Cada uno aprende de verdad cuando experimenta su propio aprendizaje.

Tal vez, como mucho, puedo compartir mis experiencias con quien me pregunta, pero desde luego… soltar “lecciones sin cita previa” es tan inútil como desgastante.

Pero todo esto, una vez más, es algo que no se aprende de memoria, hay que sentirlo, hay que creerlo con cada una de nuestras células. Y yo aún estoy en proceso de asimilación. Todavía no he hecho “clic”. A lo mejor me falta alguna pieza en el puzzle, a lo mejor me falta seguir siendo constante en buscar mi propio cambio, mi propia luz.


Y a propósito, ¿tú qué piensas de todo esto? He preguntado, ergo, estoy dispuesta y animada a escuchar las lecciones que cada cual haya aprendido en su propio camino.

lunes, 9 de febrero de 2015

Desde mi Olimpo

Lo único que se salvó del contenido de mi “caja sagrada” fueron aquellos pocos folios de reflexiones que saqué por casualidad. Cuando cogí uno y me puse a leerlo, me salió sin remedio una sonrisa indulgente. ¿Cuándo escribí aquellas reflexiones? En 1999. ¿Qué decía en ellas? Exactamente lo mismo que podría estar escribiendo hoy, quince años después. 

Entonces, como hoy, me preguntaba por qué se me olvida mi grandeza, por qué se me olvida la magia y mis pequeños trucos para recuperar mi centro: ese centro que me permite responder en lugar de reaccionar, ese centro que me permite ver más allá de la dificultad actual y me hace generar opciones e ideas, nuevas posibilidades.

A lo mejor no fue tanta casualidad que sólo se salvaran estos folios. Y si lo fue, yo puedo hacer que la casualidad tenga un sentido: recordar. Pero esta vez recordar lo verdaderamente importante. Recordar dónde está mi monte Olimpo, desde el que soy capaz de ver mi vida con perspectiva y frescura, y desde donde recupero mi poder, en lugar de sentirme una víctima de mis circunstancias. Y, por supuesto, recordar cómo he de hacer para subir hasta allí.

Tengo cientos de recursos para regresar al Olimpo y la mayoría son verdaderamente sencillos: la música, la respiración, el silencio, pasear por la naturaleza, una buena conversación, un baño en el mar, visualizarme en el entorno y el estado que necesito, pronunciar ciertas palabras (suavidad, ligereza, mariposa, perdón, horizonte, volar, fluir, cascada)…

La vida no es siempre un tsunami que nos arrasa, a veces puede serlo, pero no lo es constantemente. Generalmente, siempre cabe una acción por nuestra parte para producir un cambio, por ligero que sea. Con mi intención, mis actos y mis pensamientos, puedo inclinar aún más la balanza hacia la preocupación, el malhumor, la ira, el desasosiego… O hacia la aceptación del momento, tal cual es, para permitir que pase, que fluya, que no se estanque. 

Aceptar mis emociones, las que juzgo como “buenas” y las “malas”. Aceptarlas pero sin aferrarme a ellas.

¿Para qué agotarme en quejas y reproches? ¿Para qué desesperarme esperando lo que no tengo? ¿Y si empleo las energías de que hoy dispongo en enfocarme en lo que quiero y en el paso que HOY puedo dar para conseguirlo? 

Algo me dice que cuanto menos trate de controlar el resultado y más me ocupe de responsabilizarme de mis acciones cotidianas y de mi estado interno, más sencillo y pleno será mi viaje. 

Una dirección, una próxima etapa y un primer paso. Poco más para empezar. Un deseo y una acción. Pero empezar y continuar. Un día y otro, y otro más. Hasta que las inercias limitantes se marchiten por falta de riego. Y broten nuevas inercias mucho más interesantes.

*Imagen tomada en el Glacier Point. P.N. Yosemite (California, EE.UU), una de las perspectivas más bellas que he podido contemplar.

lunes, 2 de febrero de 2015

En el lugar de los recuerdos

En mi afán de dejar sitio a lo nuevo, a lo que está por venir, cada dos por tres hago una revisión de armarios y cajones para ver lo que ya no necesito. Esto sucede como mínimo dos veces al año, ya se sabe cómo son los cambios de estación… Y es que yo, por estaciones, entiendo sólo “primaverano” y “otoñinvierno”.

Tras la lucha inicial entre el apego y las ganas de liberarme y generar espacio, voy amontonando lo que ya no sirve, y me doy cuenta de que servir, servir… qué poquitas cosas me sirven. Qué poco hace falta en realidad y cuánto acumulo… Pero no sigo  por ahí, pues mi lucha entre la austeridad más espartana y mi pequeño síndrome de Diógenes no son objeto de esta reflexión de hoy.

Y recuperando el hilo, el otro día, en mi última revisión de armarios, llegué al santo grial de mis recuerdos: una caja que llevaba años sin abrir, porque lo que hay allí es tan sagrado para mí que sería absurdo abrirla para revisar. Pero esta vez, la abrí.

Y allí había fotos, mi colección de tarjetas telefónicas de distintos países, conchitas de vete a saber qué playas, billetes del Cercanías Dos Hermanas – Sevilla (de algún trayecto olvidado en el que estaría especialmente pletórica por lo acontecido ese día, también olvidado), marcapáginas con frases preciosas, y algunas cartas de amores caducados. También había varios folios con reflexiones de esas que solía escribir en los años de instituto y universidad, y que, por alguna razón misteriosa, siempre me ocupaban justo un folio por delante y por detrás.

Cogí uno de esos folios, y dejé el resto al lado de lo que pensaba tirar. Cuando pasamos por el punto limpio para reciclar, con todo lo amontonado ese día, Mori me preguntó por la caja y, sin pensar, dije: “¿esa?, ah, sí, es basura general”. Y allá que la tiró.

No me di cuenta hasta mucho después ya en casa. ¿Dónde está mi caja de recuerdos? ¿Dónde está mi santo grial? Y entonces, recordé. Y curiosamente, todo lo que me vino en mente fue: “ah, pues ya no hay remedio, así que, a seguir adelante”.

Estuve a punto, no lo niego, de entrar en un diálogo interno de culpa y remordimiento, de nostalgia, de duelo por las cartas que no llegué a releer y los pequeños recuerdos que ya no veré más. A punto. Pero una voz más firme y potente dijo: “¿Pa’qué?”

Y no ha pasado nada, sigo viviendo tan a gusto o tan incómoda como antes, como cuando la caja estaba ahí y yo no le hacía ni caso. Eso sí, me ha quedado un hueco estupendo para meter las botas de montaña.