lunes, 30 de marzo de 2015

Semana Santa

*Imagen del Beso de Judas (Lunes Santo) extraída del blog Apartclick.com

En mi tierra natal durante esta semana la ciudad se transforma en un escenario de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Todo lo que se cuente es poco alrededor de la Semana Santa sevillana, malagueña o nazarena (gentilicio de Dos Hermanas), que son las que conozco más a fondo.

La celebración de la Semana Santa siempre me ha generado sentimientos muy intensos y encontrados. En numerosas ocasiones, me he preguntado cómo se le podría explicar de qué va todo esto a “un guiri”… De hecho, he tenido la oportunidad de vivirla con algunos y, en efecto, sobran las palabras y ninguna de ellas es suficiente: hay que vivirlo y cada uno lo vive a su manera y descubre o se enfoca en un aspecto.

Te puedes quedar con el aspecto artístico, estético o cultural, con el fenómeno sociológico, con la dimensión religiosa, la económica, la pasión y la devoción, la presencia de las hermandades, la mezcla de rigurosa pero sutil organización y  confianza en la providencia (o como quieras denominar a una fuerza trascendente que  permite que miles de personas se apelotonen en poquísimos metros cuadrados sin apenas una queja, una revuelta, ni una voz más alta que otra -si no has vivido “una bulla”, esto es difícil de entender-). Y está, sencillamente, el ocio y el entretenimiento.

La Semana Santa es un ejemplo extremo de lo que puede dar de sí la naturaleza humana, de nuestra capacidad para apasionarnos, para emocionarnos o para unirnos con un objetivo común. Como dicen de la ópera: la puedes odiar, la puedes amar, pero no te dejará indiferente. Ateos confesos que tienen un lugar en su corazón para la Macarena o la Esperanza de Triana, y la llevan a cuestas con orgullo y alegría; hipsters de pro que no se pierden la salida de El Silencio por nada del mundo. Abuelos que sacan del cajón sus últimas fuerzas para esperar lo que haga falta a que pase San Gonzalo por delante. Lágrimas de emoción sincera que salen de un trabajador de la construcción, admirando la levantá de su Cristo del Valle.

A veces, me parece inexplicable que siga existiendo algo así en pleno siglo XXI, pero entonces me acuerdo de que también existen “derbys” futbolísticos, macro conciertos de Justin Bieber o Taylor Swift, Gran hermano VIP… y ya me extraño mucho menos.

El ser humano es apasionante, desconcertante e incoherente. Y a mí me encanta que sea así.  Mientras se encuentre alegría, motivos para seguir adelante y motivación para ser más uno mismo, para despertarse cada día y dar algo nuevo (y a poder ser bello, en el amplio sentido de la palabra)… whatever works, que dijo Woody Allen. Y si no te gusta, cambia de canal. Y esto ya enlazaría con reflexiones que se nos van del hilo argumental de hoy.

Volviendo a este estrafalario homenaje a la Semana Santa, mi reflexión más antigua –y reiterada a lo largo de los años- es por qué el pueblo se fue decantando por honrar más la Pasión y la muerte que lo que se supone que de verdad importa: la Resurrección. No falta el año que me lo pregunte: son unas 50 hermandades las que procesionan durante la semana (llevando cada una, generalmente, 1 paso de Cristo y uno de palio con la Virgen). Siendo generosa, encuentro 3 cuya imaginería representa escenas de alegría y celebración de los últimos días de Jesús (La Borriquita, La Cena y, cómo no, La Resurrección); el resto, es dolor, angustia, desesperanza y muerte.

Tanto desde el punto de vista cristiano, origen de todo esto, (¿lo grande no es que resucitó, dándonos un mensaje de esperanza y gloria?), como desde un punto de vista sociológico, la cosa se las trae. Somos un pueblo de tragedia, de drama, de recrear una y otra vez dolores profundos, heridas sin cerrar y espinas de injusticia.

Esa es siempre mi primera aproximación al acontecimiento, pero luego me voy dando cuenta de que cuando se habla de semana santa, se habla de fiesta. Y las lágrimas que veo (salvo cuando la lluvia impide que salgan las procesiones) son de emoción desbordada, de alegría incontenible, de éxtasis. Y la gente trasciende la imagen de dolor que tiene delante para ver algo más que no acierto a definir, algo más que les llena el alma de trascendencia. Porque el hombre es más que órganos interrelacionados y rodeados de músculos, tendones, huesos y piel. Definitivamente, es algo más.

Y esa dimensión, llamémosle espiritual por ponerle algún nombre, se alimenta de lo que no tiene explicación ni razonamiento lógico, lo que no responde a criterios racionales… Es eso que llega y nos abrasa con un calor insoportablemente anhelado, y nos traspasa y nos eleva y nos hace creer, aunque sea por un segundo, que, tal vez, todo esto tiene su gracia y su misterio, su magia y su sentido, su más allá.


lunes, 23 de marzo de 2015

Con los pies para arriba

De pequeña, me encantaba sentarme en los sillones al revés de lo habitual: cabeza abajo, con los pies en el respaldo y el cuerpo en el asiento. Sobre todo, me gustaba sentarme así a la hora de la siesta, sola en la salón.

En mi casa, la hora de la siesta era (es) sagrada. Sólo había una regla, una regla de oro: “no tienes que dormir, pero tienes que respetar a los que quieren dormir y, por tanto, no se puede hacer ruido”. Este recuerdo me reafirma en mi convicción de que los niños no son animalillos salvajes y que, si se les habla con cariño, respeto y firmeza, comprenden las normas –pocas, razonables y adaptadas a su edad- y encuentran su manera de cumplirlas de una forma entretenida e, incluso, lúdica. Pero eso es algo que podemos comentar otro día.

Las siestas me enseñaron la teoría de la relatividad, aprendí que una hora puede ser un tiempo infinito, si estás esperando frente al despertador que tu padre se despierte para que siga charlando contigo, respondiendo con infinita paciencia a todos tus “porqués”.

Su despertador era de esos de números en forma de laminitas: cada número estaba compuesto por dos mitades y la mitad superior caía sobre la inferior, dando lugar al siguiente minuto o a la siguiente hora. Mi padre me decía: “¿Ves?”, ahora pone 15 y 30; cuando en lugar de este cinco haya un seis y vuelva a poner 30 aquí -señalando el lugar de los minutos-, me despiertas.” Y yo me sentaba delante del reloj y veía pasar los números, uno tras otro, desarrollando mi propia paciencia y comprendiendo que el tiempo es algo que se estira o se encoge, en función de para lo que lo utilices.

Pero la mayoría de las veces, empleaba las siestas para imaginar. Me sentaba en esa postura con los pies hacia arriba e inventaba historias y personajes. Siempre había un hilo común: una niña muy pobre que lograba, con su trabajo e ingenio, hacer una fortuna, y entonces llegaba un príncipe y se enamoraban. El príncipe no la rescataba, sino que llegaba cuando ella se había convertido ya en una rica plebeya. Un poquito “disney”, un poquito “armas de mujer” (siempre he sido bastante ecléctica…)

El caso es que hoy día continuo adoptando esa postura (en el sofá ya imposible, pero en la cama, perfectamente) para dejar fluir mis pensamientos, para soltar, para volar…

Me tumbo en la cama y coloco los pies sobre el cabecero y vuelvo a mis seis o siete años, a la época de la posibilidad, del libro de la vida apenas estrenado y casi todo en blanco, a la etapa de la confianza, porque yo por aquel entonces aún creía en mis superpoderes.

Tumbada, miro mis pies grandes, en los que empiezan a asomar juanetes y venas marcadas, y solo veo unos piececitos, grandes también para aquella edad, pero suaves, tersos y lozanos. Y se entretejen las historias de ayer y de hoy, y de repente parece como si aquella Rocío cogiera de la mano a la Rocío de hoy y la llevara con seguridad hacia un banco en un parque.

Y se sentaran las dos. Y miraran al frente y levantaran los pies al mismo tiempo para mecerlos atrás y adelante, pero la Rocío actual se da cuenta enseguida que sus piernas ya no cuelgan en el banco y no puede mover los pies como en aquellos tiempos.

“Pero ves en todas partes”, se oye decir a la pequeña. “¿Cómo?”, pregunta la mayor. “Sí, acuérdate de cuando eras como yo y necesitabas que alguien te aupara para ver más allá de un muro, o en un desfile o en la cabalgata de Reyes. Ahora lo puedes ver todo tú sola”.

Y me quedo pensando que tiene razón, crecer también tiene sus ventajas, sobre todo si uno es capaz de sentarse del revés a recuperar sensaciones que creía perdidas: la ligereza, la simplicidad, las ganas de seguir jugando con el tiempo y reencontrando los superpoderes olvidados.

domingo, 15 de marzo de 2015

El patito feo

Apenas comenzó a sentir que su cuello se alargaba más que el de sus compañeros, decidió encorvarse para disimularlo. 

Y al descubrir su plumaje blanco, buscó hojas y ramas para conseguir un color pardo, más parecido al de sus "congéneres".

Y así con cada cambio que percibía en sí mismo. Lo ocultaba o enmascaraba, hacía lo imposible por ocultar lo que le hacía diferente, cualquier rasgo de distinción.

Luchaba sin descanso por parecerse a los otros. Hasta que un día claro y sereno, se miró en el estanque y vio una imagen fantasmagórica. ¿Quién era él?  No era nadie. No era como nadie. Y lloró amargamente su confusión.



lunes, 2 de marzo de 2015

Razones para el amor…

…para la alegría, para la esperanza, para vivir. Muchas razones me fue dando José Luis Martín Descalzo domingo a domingo en su artículo semanal y, posteriormente, en sus libros (¿o fue a la inversa?, bueno, no importa).

Hoy, no sé a santo de qué, me he acordado especialmente de este hombre. El padre Martín Descalzo fue de los primeros que “me habló" de cosas que de verdad me importaban en un lenguaje que de verdad entendía. A los quince o dieciséis años, mi mente y mi cuerpo podían estar muy entretenidos en la inefable tarea de crecer y aprender a desenvolverse en este mundo, pero mi alma sentía una sed que mi educación católica calmaba sólo en parte.

Curiosamente, mis vías de crecimiento, llamemosle espiritual, venían desde muy pequeña de lo que aprendía de la religión… de las letras de las canciones de Serrat, y de la poesía de Machado o de Miguel Hernández.

Mi mundo interior se ha ido forjando con fuentes de inspiración de lo más variopintas, porque así es la vida: un telar diseñado con mil colores y diseños, siempre en expansión.

Y José Luis hablaba desde un punto de vista cristiano, obviamente, pero desde una palabra honesta, abierta, humana, llena de paz y de acogimiento. Y no sé por qué digo “pero”, ya que ser cristiano, por definición, debe comprender siempre una llamada a la honestidad, a la apertura, a la paz y al amor que acoge incondicionalmente.

Para mí, cualquier religión, la de los cristianos, los musulmanes, judíos, budistas, hinduístas,… debería ser una llamada a la unión, a la búsqueda de ese amor en el que todos cabemos y desde el que todos podemos llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos.

La religión, desde mi punto de vista, es un camino de búsqueda de trascendencia. Y esa búsqueda, entiendo yo, puede hacerse desde las “autovías” de las grandes religiones, o desde una senda personal y única, creada a base de pasos constantes e inciertos. Y, muy a menudo, desde una mezcla de ambas. Todo recorrido, cuando se hace desde la autenticidad y el respeto, tiene su gracia y su validez. Y es que a fin de cuentas dicen todos los caminos llevan a Roma, que leído al revés es Amor.

En mi viaje interior, la religión en la que crecí me vino muy bien como camino en los inicios, aunque reconozco que la imaginería asociada y algunos de sus preceptos me causaron más de un quebradero de cabeza, más de una pesadilla y más de un nudo en el corazón. Me vino muy bien, entre otras cosas, porque en muy pocos lugares fuera del ámbito religioso, oía yo hablar de valores humanos, de conocerse a uno mismo, de actitudes como el servicio o la lealtad o el amor por el trabajo bien hecho.

Y el padre Martín Descalzo, más tarde, me ayudó a seguir mi camino con más ligereza, con menos “dolor de los pecados” y más “alegría por los dones recibidos”, con menos falsa modestia y más ganas de compartir la riqueza interior de mi alma y de conocer la de los otros.

Con los ojos del alma siempre abiertos de par en par, muchos otros personajes han conseguido inspirarme desde entonces, desde muy diversas esferas.

Richard Bach, con su Juan Salvador Gaviota. Y El Principito de Saint-Exupéry. O Michael Ende con la deliciosa Momo. El brillante y polémico “despertador de almas” Anthony de Mello, o Darío Lostado, Amado Nervo… También, escritores como Carmen Martín Gaite o Benedetti que, con su forma de mirar al mundo, me han invitado a mirar yo también desde lugares nuevos.

Sin ningún rubor, reconozco que también me abrieron –y me abren- ventanas nuevas para refrescar el alma autores de lo que algunos llaman “New Age” como Paulo Coelho,  Osho, Jorge Bucay, Louise L. Hay, Deepak Chopra, Wayne Dyer, Eckhart Tolle,…

Y filósofos o pensadores, que desde diferentes disciplinas, plantean sus propios enfoques, como José Antonio Marina, Pablo d’Ors, Alex Rovira o Mario Alonso Puig.

Y, cómo no, hay un lugar especial y muy querido en mi corazón para la palabra y el mensaje de Khalil Gibran, Rumi o Rubindranath Tagore.

Para tratar de responder a las eternas preguntas de ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿hacia dónde voy?, ¿hay vida después de la muerte?, y todas las cuestiones que se pueden derivar de ellas… cualquier fuente de inspiración es buena para mí. Me consta que me faltan muchos clásicos, casi todos, soy un poco vaga para acudir a ellos, algún día empezaré, quizás…

Leo, escucho, saboreo, asimilo, retengo unos mensajes y desecho u olvido otros. Todo para conseguir vibrar cada vez por más tiempo en esa frecuencia que me permite fluir, ver la vida en base a posibilidades -y no a obstáculos-, encontrar lo que me une al otro y no tanto lo que me separa, y disfrutar de un cierto grado de serenidad fértil en este extraño viaje entre el nacimiento y la muerte.

Lo siento pero no puedo vivir de “simple materia” cuando cada vez más se demuestra físicamente que lo que menos hay en este mundo es eso: materia. Y lo que más: un espacio inmenso entre átomo y átomo donde radica el misterio más fascinante del ser humano.

Y para seguir ahondando en ese misterio, bienvenidas sean todas las linternas de buena voluntad. Y doy gracias a todas las que hasta ahora han ido iluminando y haciéndome más transitable mi propio sendero.