viernes, 31 de diciembre de 2021

Cerrando un año más...

Una de las cosas de las que estoy especialmente orgullosa es de mi equilibrio en el metro. En serio, soy bastante buena manteniéndome en pie sin agarrarme a ninguna parte (esto último me vino muy bien en los primeros tiempos pandémicos, en los que tocar cualquier superficie parecía casi como tocar un cable de alta tensión).

Y ¿cuál es la clave de mi éxito en semejante empresa? No aferrarme a mi postura, mantener una pose firme, pero nada rígida, adaptándome continuamente a las oscilaciones del tren con levísimos movimientos, y separando los pies una distancia prudente y, aun así, digna.

Igual no te parecen las reflexiones propias de un 31 de diciembre. Puede que tengas razón, pero es lo primero que me ha venido en mente cuando he comenzado mi balance del año: necesito viajar más por la vida como viajo por el metro.

Creo que, desde marzo de 2020, este es el gran aprendizaje que estoy integrando en mí, poco a poco, con la torpeza del novato, pero con la constancia del sabio. Viajo cada vez con más con confianza, incorporando los vaivenes y bailando con ellos, en lugar de pretender mantener a toda costa una postura que me abocará al traspié o, incluso a la caída. Hay frenazos de la vida que, inevitablemente, me tiran al suelo. Sí, si viajara sentada, tal vez lo sufriría menos pero, en ocasiones, todos los asientos están ocupados y, además, a mí me gusta surfear la vida, no quedarme en la orilla mirando (y discúlpame el salto de metáfora).

Este ha sido, posiblemente, uno de los años más duros de mi vida. Y me he caído varias veces, en la línea 10, entre “Prioridades” y “Gestión del tiempo”, y a lo largo de la línea 1, en “Mamá”, “Casi finales” y “Dependencia”. Pero me he levantado con ayuda de los otros pasajeros. Y es que mi vagón va siempre repleto de gente generosa, valiente, con una mirada al mundo que nunca pierde la ingenuidad y frescura de la infancia. Gente auténtica, que evita el camino trillado y busca dar sentido y plenitud a sus días.

La verdad es que podría pedir, para este 2022, que el tren fuera siempre a velocidad previsible, acelerando y frenando con suavidad, sin sobresaltos, frenazos ni oscilaciones extremas, pero eso no depende de mí. Mi postura, sí: flexibilidad, fluidez, confianza y pies separados. Tengo que aprender que habrá momentos en que el cansancio no me permitirá ejercicios de equilibrio, y sentarme será la mejor opción. Es muy importante para mí darme ese permiso y no pretender estar siempre “a la altura”, hacer equilibrios cansada es garantía de terminar por los suelos.

Habrá otros momentos en que disfrutaré plenamente del viaje, de bailar con las circunstancias y de llegar a estaciones que llevan un tiempo cerradas. “Abrazos despreocupados” y “Salidas internacionales” son dos de las que más añoro. Ojalá abran pronto sus puertas. Mientras, a incorporar los vaivenes de la vida como parte del baile.

Y a vibrar alto, alto, alto. Sigue habiendo muchos motivos para reír, para disfrutar, para sentir calidez en el alma. Muchos, muchos, muchos. ¡A por ellos!

Feliz 2022



domingo, 3 de octubre de 2021

De síndromes varios

Nos gusta catalogarnos, por gustos, estilos, creencias, incluso, por malestares. Me asombra la facilidad para crear síndromes que tenemos hoy día. Stendhal describió sus sensaciones físicas tras visitar la iglesia de la Santa Cruz en Florencia y faltó tiempo para elevar a la categoría de síndrome esas sensaciones ante la belleza sublime del arte que, de tan embriagadoras, llegan a ser desagradables. 

Pero este es un síntoma lleno de encanto. Hay que reconocer que padecer el “síndrome de Stendhal” crea como una aureola de fascinación y misterio alrededor del afectado, y le otorga como una gracia sobrenatural. Sin embargo, se me ocurre que hay otros síndromes que encasillan y limitan, más que otra cosa. 

Por una parte, da tranquilidad saber que lo que a uno le pasa no es algo único, sino que se comparte con otros, que se la ha dado incluso un nombre, y que hay formas de enfocarlo, recursos, herramientas y, en algunos casos, incluso tratamiento médico, para vivir de la mejor manera a pesar de la sintomatología. Lo que me preocupa es cuando uno se identifica con el síndrome, cuando la etiqueta se nos queda pegada y vivimos y se nos trata según esa categoría a la que creemos pertenecer.

Las personas somos mucho más que nuestras limitaciones. Si bien conocerlas es la mejor forma de superarlas, existe el riesgo de creernos uno con ellas y, en coherencia, responder automáticamente según se espera de nosotros. 

Alguien dijo una vez que, para superar las incoherencias, el ser humano debe empezar por amarlas. Somos seres profundamente incoherentes y a mí me gusta dar ejemplo. Por eso, tras esta parrafada alertando del peligro de creerse un síndrome andante, comparto algunos de los míos preferidos. 

Uno que me acompaña desde hace años es el “síndrome Romería de Valme*”. 

 

 La Romería de Valme se celebra el tercer domingo de octubre en Dos Hermanas. Es un evento de gran valor estético, religioso -para quien así lo vive- y festivo -para la mayoría-, en el que se lleva a la Virgen en un desfile de carretas preciosamente adornadas de flores de papel y tiradas por bueyes, hasta la ermita de Cuarto en Bellavista, acompañada de gente andando y a caballo. Allí, la Virgen pasa el día, hasta que, al caer la tarde, regresa en su carreta, junto al desfile anterior.

El caso es que, tras el camino de ida, en los alrededores de la ermita, la gente hace barbacoas y pasa el día entre bailes, canto y una chispita de vino.

Cada año, cuando vivía allí, la llegada de la fiesta me generaba una pereza enorme. “Este año me quedo en casa, qué necesidad de ponerse a organizar nada. Anda, anda, con lo tranquila que voy a estar…” Y, cada año, religiosamente, me veía envuelta en los preparativos como la que más, comprando carne, pan, preparando sangría y organizando la logística para poder llevarlo todo antes en coche y volver a tiempo para hacer el camino andando.

Y me lo pasaba genial y la pereza se diluía entre risas, cantes y montaditos de lomo. 

Como era un hecho recurrente, decidí crear mi propio síndrome. Y me viene muy bien acudir a él cuando, ante cualquier acontecimiento que implica preparativos y organización, me salta la vocecilla del “anda, venga, pa’qué te vas a meter, no celebres tu cumpleaños, será por celebraciones”.

Me acuerdo de mi síndrome de la Romería y desafío a la pereza, pues sé que, tras el esfuerzo, la recompensa es infinita. Y más ahora que de celebraciones hemos andado cortitos. Ese síndrome me empodera, porque lo miro de frente y le planto cara. Bueno, reconozco que, a veces, gana él.

Luego está el síndrome Carmen Aranguren**: Carmen era una compañera de carrera de mi hermano que, en el viaje de Paso del Ecuador declaró en los andenes del metro de París: “ay, Dios mío, que estoy en París!!! Y no estoy siendo consciente de lo que esto significa y, claro, como no soy consciente, no me puedo alegrar tanto como si lo fuera y, cuando lo sea, ya no estaré aquí y no podré alegrarme”.

Seguro que hay fórmulas más cortas para describirlo, como la frase de una de las protagonistas de la serie que me tiene fascinada últimamente (“Todo va a ir bien”, en Movistar+, guiño publicitario). Es algo así como: “Its the first time that I feel excited WHILE something exciting is happening” o, más o menos, “es la primera vez que me emociono mientras vivo algo emocionante”

Cuánto nos cuesta a algunos estar en el momento presente, hasta pa’lo bueno. Somos tremendos.

Me gusta poder acudir a ese síndrome porque no me siento tan sola en mi incapacidad de emocionarme lo suficiente mientras vivo lo emocionante (a veces, necesito unos meses y algunas fotos para llegar al nivel adecuado)

Y estas cosas pensaba yo el otro día, mientras paseaba, y pensé que tenían buena pinta para meditarlas bajo el peral, aunque, reconozco que en mi cabeza eran mucho más interesantes que ahora que las veo plasmadas. Quién sabe, tal vez dentro de unos meses vuelva a leerlo y me encante lo que escribí, ¿verdad, Carmen?

*Si no conoces la Romería, te la recomiendo vivamente. No este año (2021), ya que la "normalidad" no ha llegado a esos límites, pero en cuanto se pueda. Al menos, tienes que visitar el Ave María, donde se exponen las carretas en los días previos al evento. Mª José, amiga, muchas gracias por actualizarme estos detalles, que yo ya soy guiri en mi pueblo...


**Carmen, si llegara a tus oídos esta perita: gracias por inspirarnos este maravilloso síndrome a mi hermano y a mí. 

 

domingo, 8 de agosto de 2021

Autodefinido

 Domingo, 8 de agosto (8-8)


No es ningún secreto lo que me gusta buscarle siginificado a los números que veo reflejados en fechas, en el reloj, en las matrículas.

8 del 8, doble del 4 del 4, mi fecha de cumpleaños. 
8 del 8, día del atentado en la calle de atrás de mi primera casa en Madrid. Cuando, por alguna razón, decidí salir de casa, pese a la pereza veraniega, quince minutos antes de que explotara la bomba. No me hubiera pasado realmente nada grave aunque me hubiera quedado, puesto que fue justo mi habitación la que no sufrió daños, pero el susto que me hubiera llevado, habría sido mayúsculo...
8 del 8, día en el que me animo a escribir sobre el autodefinido completado.

A mi madre le encanta hacer autodefinidos, mi padre es más de sudokus, pero a ella siempre le han gustado más las letras, las palabras: en las novelas, en la canciones, en los versos que su hermano le hacía aprender de memoria... y en los autodefinidos.

Era lunes por la noche cuando nos dijeron que finalmente la dejaban ingresada para ver su evolución tras la caída. Yo me quedaría con ella. En tiempos Covid, el acompañante (justificado solo en casos graves) tenía que pasar cinco días en la habitación, antes de poder ser relevado por otro familiar, así que me abastecí de ropa, revistas (las que le gustan a ella, para cuando se reponga), mis libros, la tablet, el móvil... Nada como un poco de hiperconexión en tiempos de confinamiento "hospitalario".

Cuando subí a la habitación, la encontré tendida en la cama, durmiendo, supuse, tras un día agotador en urgencias, sola.
La doctora llegó, la revisó, la llamó por su nombre, miró sus pupilas a la luz y, ante la práctica ausencia de respuestas, me anunció la peor de las noticias: no podemos hacer nada por ella.

Y ahí estaba yo, sola, para digerir un pronóstico inesperado y anunciarlo a mi padre y a mi hermano, que esperaban afuera, en el "mundo real", cada cual en su ubicación, información muy diferente.

Excepcionalmente y, dadas las circunstacias, permitieron a mi padre unirse a mí en la habitación, previa PCR, para acompañar a mi madre en su última noche.

Mi hermano salió de Madrid en cuanto se enteró, para venir a nuestro encuentro, o a lo que el maldito protocolo permitiera.

Esa noche pasó, con esa dosis de irrealidad que tienen las noches de hospital, salió el sol y ella seguía con nosotros, más allá del muñeco de trapo que parecía la tarde antes. Balbuceaba y contestaba con monosílabos a nuestras preguntas.

Los médicos que pasaron por la mañana, nos explicaron que esa mejoría no significaba nada, que el organismo estaba en un estado prácticamente irreversible. Y pasó el día. Nos pidieron que fuera uno solo quien la acompañara. 

Y volvió la noche, esta vez solas ella y yo. Una noche agitada, la de alguien que despierta de una pesadilla y la de quien le espera despierto, tratando de darle tranquilidad. Una noche de delirios y de momentos de una calma tal que... parecía la calma definitiva.

Cogí una de las revistas que a ella le gustaba leer cada semana, -religiosamente, cada domingo por la mañana el ritual era desayuno con lectura- y me puse a completar los pasatiempos, haciendo honor a su nombre... Un sudoku, el fácil, un "encuentra las siete diferencias", un crucigrama... Y faltaba el autodefinido, la joya de la corona, el único pasatiempo al que mi madre dedicaba su atención.

¿Y si lo dejo para que lo haga ella?, se enfadará si se despierta y se lo encuentra hecho. Pero, por favor, a quién quiero engañar, no sé si despertará, pero si lo hace, no será con capacidad para ponerse a hacer esto...

No sé si fue eso exactamente lo que pensé, pero serían cosas parecidas, el caso, es que decidí no hacerlo. Es más, no sé si lo decidí o, simplemente, no fui capaz de ocupar su lugar, de destronarla de su reino y de sus hábitos.

Y pasó una semana, en la que su cuerpo se fue llenando cada vez más de ella de nuevo. Con el relevo de mi hermano en la habitación, llegaron nuevas revistas, y más pasatiempos. Y, cuando volví, y me encontré con su mirada -cada vez más enfocada- y su voz -cada vez más firme y con palabras más precisas-, busqué el autodefinido de aquella noche. Y estaba completo, con su letra, menos temblorosa que antes de la hospitalización. Terminado.

No era imposible, no era una ilusión confiar, no fue en vano dejarle tiempo y espacio para cumplir con su costumbre.

Porque al final la vida esta hecha de pequeñas cosas, de detalles que pueden llegar a pasar desapercibidos y, sin embargo, son el fino hilo que da forma al lienzo.

Porque imposible es una palabra que no puede invocarse de cara al futuro, sino solo cuando se habla de lo que fue, o de lo que no pudo ser. Hacia delante todo es posibilidad.

Porque la vida es sorprendente y tiene sus propios planes.

El autodefinido está completado, y han venido otros, después. Solo ella decide hasta cuándo. Mientras tanto, confío en que las palabras serenidad, la aceptación y la alegría estén presentes, ya sea en vertical o en horizontal, en el autodefinido de su existencia.

Así sea.


domingo, 28 de febrero de 2021

Silencio

En medio de tanto griterío, mi voz se apaga. Entre tanta estrategia taimada, mi mente se nubla. Perdida entre polaridades, intento no posicionarme, igual que el arroyo busca solo fluir. 

Solo me queda el silencio. Y confío en él como la semilla confía en la oscuridad que le rodea -bajo la tierra- como útero fértil. 

Silencio que, en ocasiones, no me permito, pues mi ego sigue ávido de razones y evidencias. Silencio, interrumpido por mis voces internas, que se aferran a su protagonismo enraizado. 

Las hojas de nuestros antiguos paradigmas caen en el otoño de un sistema caduco. Y aún no sé de dónde surgirán los nuevos brotes. Pero sé que lo harán, frescos, vitales.

La semilla de la creación se encuentra en el espacio entre acciones, en la pausa en medio del bullicio atronador, en la fecundidad del silencio. Ese es el único medio de dejar emerger lo nuevo. Lo demás es pura repetición de lo de siempre. La rueda del hámster. Jugar a ser dioses cuando lo único que somos es cada vez más autómatas. 

Volver a la esencia, siento que ese es el único camino. Observar la naturaleza, sus ritmos, sus dinámicas y aprender a integrarnos en ella con respeto y reverencia.Mirar hacia dentro, al fluir de nuestros ríos internos, observando la actividad de nuestros volcanes, para minimizar daños cuando toque erupción.


Mirar al otro, buscando reconocerse a uno mismo, las mismas preguntas, las mismas flaquezas. Y conectar con la fuerza invisible que hace germinar a la semilla (de la jara, del brezo, del roble o del almendro) y desarrollarse al feto (del humano, del león o del ciervo). Y dejarse transformar. 

Tal vez es solo eso, que nos resistimos a dejar de ser gusanos, nos aterra encerrarnos en el capullo y quedarnos quietos. Y gritamos, pataleamos, damos vueltas sin parar, sin dejar de hacer, sea lo que sea, por miedo a quedar atrapados en una cárcel, que no es más que la incubadora que nos permitirá ser mariposas.