Pero no es mi intención hoy reflexionar
sobre la anatomía de los crustáceos, sino sobre curiosidad(es), viajes cibernáuticos, arte y estética. A ver adónde llego…
Y es que, a menudo, vengo a sentarme bajo el peral, asfixiada por las inquietantes noticias sobre la evolución
política de nuestras sociedades más cercanas. Y no paro de darle vueltas al
origen de esta situación. Y, como siempre, trato de ponerme en la piel de
quienes se decantan por una ideología, que a mí puede parecerme extrema (hacia
uno y otro lado), para tratar de comprenderlos, partiendo de la base de que lo que todos queremos es ser felices, sencillamente.
Todos queremos ser felices. Todos
queremos querer y que nos quieran. Luego, esa necesidad podremos manifestarla
con mayor o menor acierto, o la disfrazaremos con poses más o menos
sofisticadas, jugaremos al despiste, incluso, nos rodearemos de una capa de
odio y venganza, para hacer frente al dolor que nos causan las pérdidas, el no
haber sido amados o no saber amar.
¿Cómo podemos hacer, entonces,
para irnos quitando capas y disfraces y empezar a reconocer nuestras auténticas
necesidades y realidades? Creo que, debajo de todas nuestras poses, hay un
mínimo denominador común, una esencia irreductible que nos iguala a todos, que
nos acerca, que nos une. Y siento que es ahí donde necesitamos ahondar, en esa
búsqueda.
Quizás, al menos para mí, la
preocupación y el runrún mental son las cargas de la mochila que menos me
permiten avanzar en ese sentido, me hacen ver amenazas y enemigos por todas
partes, por eso, me siento bajo el peral y observo. Observo mi tensión y mis
inquietudes, y mis pensamientos perturbadores.
Observo. De repente, un grupo de
amigos pasa cerca de mí y escucho al vuelo una frase suelta de su diálogo: Los
percebes no tienen corazón.
“Los percebes no tienen corazón”
¡guau! ¡Menuda frase, qué título para una comedia! Y cuál será el contexto de
una conversación en la que aparece una sentencia así. Debo reconocer que sólo
he probado los percebes una vez y, bueno, no hubo un “antes y un después”. Por
lo demás, nunca me ha preocupado demasiado la anatomía de esos curiosos “deditos
de mar”.
Sin embargo, escuchar esa frase,
interrumpiendo mis aciagas reflexiones, es para mi mente como para la cueva de
Alí Baba oír “Ábrete, Sésamo”. Se detiene de inmediato el bucle mental agónico
y se activa mi curiosidad.
¿Será cierto, será verdad que los
percebes no tienen corazón? Bendita la presencia del móvil en estas situaciones.
Investigo sobre ello y descubro, también, que el pulpo, en cambio, tiene tres
corazones; y que las estrellas de mar tienen ojos al final de sus patas.
Salto de página en página,
descubriendo curiosidades del mundo animal y buscando similitudes o simbolismos
con los seres humanos. Salgo de mi pequeño universo de limitaciones y vuelo a
los arrecifes de coral de Australia, a las profundidades abisales (en realidad,
no es así, pero me encanta decir “profundidades abisales” y, de alguna manera
tenía que colarlo)… El caso es que respiro, me elevo sobre mis pensamientos
recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.
Repito: respiro, me elevo sobre
mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.
Y, volando, volando, me acuerdo
de la belleza, de las cosas bellas que sirven de bálsamo al espíritu, por muy
agitado que esté. Y empiezo a estar muy de acuerdo en eso de que “la belleza está
en los ojos del que mira” (o en los oídos del que escucha, en las manos de
quien toca…). Y me doy cuenta de cuánto me raciono ese sentir la belleza. ¿Por
qué? No lo sé. De momento, constato el hecho. Y busco salidas.
Cuando rompemos bucles mentales,
cuando nos permitimos respirar, los efectos son sorprendentes, no se sabe cuál
va a ser la próxima parada de nuestra atención y, mucho menos, el destino
final. A mí, esta vez, me viene a la mente Bach.
Hablo del músico, sí. Johann
Sebastian, para ser más concretos, que los Bach fueron muchos y “muy musicales”
todos. Su nombre aparece intermitentemente en mi vida sin que yo le haya
prestado mucha atención. (¿No te pasa con algunas cosas? No sé, personas,
lugares, temas, o, por ejemplo, el título de un libro, que aparece
ocasionalmente en tu contexto, despertando extrañamente tu atención, pero no
sigues profundizando en ello, se queda ahí hasta la siguiente aparición. Y un
día, no sabes muy bien porqué, decides abrir la puerta.)
Este fin de semana he abierto la
puerta a la música de Bach y llevo dos días meciendo mi alma con sus
conciertos, Variaciones, cantatas… Pura magia.
Cuánto tiempo desperdiciado dando
rienda suelta al pensamiento desbocado y limitante, a la preocupación, al
pellizco en el estómago. Cuánto tiempo perdido levantando muros, mirando con recelo, buscando las 7 diferencias.
Respira. Levanta la mirada y descubre a tu percebe.
Los percebes no tienen corazón,
pero a mí me han llevado a Bach, que aviva el mío y le devuelve las ganas de
confiar en un mundo donde tanta belleza es posible.
*Imagen presatada de la web https://www.restauranteogrelo.com