domingo, 13 de enero de 2019

Los percebes no tienen corazón…

…y sí, “a cambio”, tienen el pene más grande (proporcionalmente a su tamaño) de todo el reino animal. Se pone una a pensar en paralelismos y llega a lugares inquietantes.

Pero no es mi intención hoy reflexionar sobre la anatomía de los crustáceos, sino sobre curiosidad(es), viajes cibernáuticos, arte y estética. A ver adónde llego…

Y es que, a menudo, vengo a sentarme bajo el peral, asfixiada por las inquietantes noticias sobre la evolución política de nuestras sociedades más cercanas. Y no paro de darle vueltas al origen de esta situación. Y, como siempre, trato de ponerme en la piel de quienes se decantan por una ideología, que a mí puede parecerme extrema (hacia uno y otro lado), para tratar de comprenderlos, partiendo de la base de que lo que todos queremos es ser felices, sencillamente.

Todos queremos ser felices. Todos queremos querer y que nos quieran. Luego, esa necesidad podremos manifestarla con mayor o menor acierto, o la disfrazaremos con poses más o menos sofisticadas, jugaremos al despiste, incluso, nos rodearemos de una capa de odio y venganza, para hacer frente al dolor que nos causan las pérdidas, el no haber sido amados o no saber amar.

¿Cómo podemos hacer, entonces, para irnos quitando capas y disfraces y empezar a reconocer nuestras auténticas necesidades y realidades? Creo que, debajo de todas nuestras poses, hay un mínimo denominador común, una esencia irreductible que nos iguala a todos, que nos acerca, que nos une. Y siento que es ahí donde necesitamos ahondar, en esa búsqueda.

Quizás, al menos para mí, la preocupación y el runrún mental son las cargas de la mochila que menos me permiten avanzar en ese sentido, me hacen ver amenazas y enemigos por todas partes, por eso, me siento bajo el peral y observo. Observo mi tensión y mis inquietudes, y mis pensamientos perturbadores.

Observo. De repente, un grupo de amigos pasa cerca de mí y escucho al vuelo una frase suelta de su diálogo: Los percebes no tienen corazón.

“Los percebes no tienen corazón” ¡guau! ¡Menuda frase, qué título para una comedia! Y cuál será el contexto de una conversación en la que aparece una sentencia así. Debo reconocer que sólo he probado los percebes una vez y, bueno, no hubo un “antes y un después”. Por lo demás, nunca me ha preocupado demasiado la anatomía de esos curiosos “deditos de mar”.

Sin embargo, escuchar esa frase, interrumpiendo mis aciagas reflexiones, es para mi mente como para la cueva de Alí Baba oír “Ábrete, Sésamo”. Se detiene de inmediato el bucle mental agónico y se activa mi curiosidad.

¿Será cierto, será verdad que los percebes no tienen corazón? Bendita la presencia del móvil en estas situaciones. Investigo sobre ello y descubro, también, que el pulpo, en cambio, tiene tres corazones; y que las estrellas de mar tienen ojos al final de sus patas.

Salto de página en página, descubriendo curiosidades del mundo animal y buscando similitudes o simbolismos con los seres humanos. Salgo de mi pequeño universo de limitaciones y vuelo a los arrecifes de coral de Australia, a las profundidades abisales (en realidad, no es así, pero me encanta decir “profundidades abisales” y, de alguna manera tenía que colarlo)… El caso es que respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Repito: respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Y, volando, volando, me acuerdo de la belleza, de las cosas bellas que sirven de bálsamo al espíritu, por muy agitado que esté. Y empiezo a estar muy de acuerdo en eso de que “la belleza está en los ojos del que mira” (o en los oídos del que escucha, en las manos de quien toca…). Y me doy cuenta de cuánto me raciono ese sentir la belleza. ¿Por qué? No lo sé. De momento, constato el hecho. Y busco salidas.

Cuando rompemos bucles mentales, cuando nos permitimos respirar, los efectos son sorprendentes, no se sabe cuál va a ser la próxima parada de nuestra atención y, mucho menos, el destino final. A mí, esta vez, me viene a la mente Bach.

Hablo del músico, sí. Johann Sebastian, para ser más concretos, que los Bach fueron muchos y “muy musicales” todos. Su nombre aparece intermitentemente en mi vida sin que yo le haya prestado mucha atención. (¿No te pasa con algunas cosas? No sé, personas, lugares, temas, o, por ejemplo, el título de un libro, que aparece ocasionalmente en tu contexto, despertando extrañamente tu atención, pero no sigues profundizando en ello, se queda ahí hasta la siguiente aparición. Y un día, no sabes muy bien porqué, decides abrir la puerta.)

Este fin de semana he abierto la puerta a la música de Bach y llevo dos días meciendo mi alma con sus conciertos, Variaciones, cantatas… Pura magia.

Cuánto tiempo desperdiciado dando rienda suelta al pensamiento desbocado y limitante, a la preocupación, al pellizco en el estómago. Cuánto tiempo perdido levantando muros, mirando con recelo, buscando las 7 diferencias.

Respira. Levanta la mirada y descubre a tu percebe.

Los percebes no tienen corazón, pero a mí me han llevado a Bach, que aviva el mío y le devuelve las ganas de confiar en un mundo donde tanta belleza es posible.


*Imagen presatada de la web https://www.restauranteogrelo.com