Dicen que experimentar la vida en
esta dimensión implica un juego de equilibrio en la dualidad.
Opuestos entre los que fluir,
mecerse, o tal vez, tropezarse.
Juego…
Experimentar esta dimensión…
Esto parecería indicar que somos
viajeros interdimensionales. O sea, que hay algo “fuera” o “más allá” de esto
que percibimos.
¿Será así? Yo vivo con la certeza
interna de que así es, pero es una certeza que no puedo demostrar ni evidenciar
con hechos “objetivos”. Es sólo una sensación tan real como el amor o como el
frío. No los veo, no los toco, pero están, sé que están, porque los siento.
El caso es que el equilibrio
entre opuestos da para mucho. Para crear todo este mundo de vivencias,
sufrimientos y bienestares. Para pasar de todo, vivir deprisa y surfear la ola.
Para sumergirse en los universos más sublimes. Para crear, para disfrutar de lo
creado. Para amar, para odiar. Para amarse, para odiarse.
Y entre medias, toda una escala
de tonalidades que definen el mayor o menor protagonismo de uno en su propia
existencia.
Esta tarde, mientras paseaba por
el parque, pensaba en la foto que acababa de compartir un amigo en un grupo de
Whatsapp: “La vida no tiene un propósito, no tienes que buscarle sentido; anda
y entra a por una cerveza”, decía el cártel a la puerta de un bar.
Y si fuera así? Y si no hay un
sentido que buscar ni un propósito que construir. Tú ¿qué piensas? Tú, eso,
¿cómo lo vives?
A mí me nace periódicamente la
necesidad de escribir y “despertar conciencias”, ya ves tú. Para empezar, la
mía. Escribir para indagar, para tratar de darle forma a mis eternas
reflexiones interiores, para poner orden en mi mente.
Aunque sé que, en el fondo, el
orden no va a venir por muchas palabras que use, por muchas palabras que
escuche, por muchos libros que lea. Otra de mis certezas indemostrables es que
el orden, la armonía, la paz… esas se esconden detrás del silencio. Ese
aparente monstruo tan temido que parece que me va a engullir si me asomo
dentro.
Así que, por no caer en sus
fauces, no me callo. Y en mi bullicio no encuentro nada digno de compartir.
Pero la necesidad de compartir algo permanece. Y entonces, me viene la voz del
antiguo rey diciendo “¿Y por qué no te callas?” Y me entra la risa y se me
desmorona el argumento. Esto no es serio.
Y es que esa es otra de mis
certezas: Esto, desde luego, no es serio. Así que mientras encuentro las ganas
de hacer silencio, vivo mi ruido, mis contrastes y mis incoherencias con toda
la naturalidad de que soy capaz. Con mucho cuento y mucha guasa, porque no es
para menos. Y unas risas siempre se aprovechan bien.
Y como colofón a este sinsentido,
comparto uno de esos chistes malísimos que me gustan a mí:
—Hombre, Juan, cómo has cambiado.
—Yo no soy Juan.
—Más a mi favor.
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