jueves, 24 de marzo de 2016

Mi voz

Ojalá pudiera mantener permanentemente esta sensación instalada en mí hoy. Una serenidad alegre, confiada, tranquila… Me resulta tan poco familiar que me siento torpe al tratar de definirla, más bien podría dibujarla por el descarte de otras que sí me son tremendamente familiares.

No hay prisa, no hay ningún objetivo adelante que apresar, ninguna zanahoria absurda que atrapar y que se aleja de mí a medida que intento acercarme a ella. No hay aprensión, esa mirada recelosa al otro desconfiando de sus intereses. Los juicios están en su nivel mínimo, como voces apenas inaudibles en mi interior. La desgana está fuera de cobertura. Las excusas, apagadas.

He buscado mi voz durante mucho tiempo. Sí, mi voz, mi registro, mi manera de mostrarme al mundo. A veces, disfrazándome de otros a quienes admiraba; otras, dando pasos inciertos hacia caminos nuevos, como el canto. Y hoy sigo sin saber cuál es mi voz y no me importa.

Me apetece escribir, que es lo mío desde siempre, mi herramienta es la palabra escrita, mi pasión, mi tendencia irresistible. Y me da igual el qué y el cómo. Hoy sólo quiero dejar que las palabras vayan fluyendo, creando historias inverosímiles o relatos fotográficos. El caso es dejarse llevar y dejar de controlar. Dejar de pretender la perfección o la gracia. Probar, divertirme, intentarlo una y otra vez, con el único objetivo de volcar al menos una mínima parte de la inspiración que llevo dentro, y que se despliega libre y ágil mientras viajo en bus a través de los paisajes patagónicos, o en el metro de regreso de la oficina.

Hay tanta vida dentro de mí esperando tomar forma mediante la palabra.


Y dieciocho días viajando sola por un país inmenso y hermoso han bastado para disolver los miedos y aplacar las excusas. Y encontrar un peral gigante, cargado de fruta, en medio de una isla del lago Nahuel Huapi, no puede ser menos que una señal, la alarma del despertador, diciéndome: “Venga, es hora de despertar, ¿a qué esperas?”

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