Me miras y ves a una señora. Una
señora…
Qué grande me viene esta palabra.
Y, sin embargo, es lo que ven tus ojos jóvenes y un tanto impertinentes. Es
natural, supongo que era la misma mirada que tenía yo hace quince años, cuando
llegué a la oficina.
Para mí, todo era novedad y
frescura, ganas de crecer, de aprender de todo y de todos, entusiasmo por
conquistar la gran ciudad (eso, una vez que me repuse del complejo de hormiga
insignificante en la urbe).
Hoy las cosas han cambiado mucho
y, en el fondo, casi nada. Me sigo sintiendo tan joven como siempre. De hecho,
a veces, me sorprende ver mi reflejo en el espejo: esas facciones menos firmes,
otra cana más, la mirada sabia y cansada de las tortugas.
Es cierto que siento mucha más
calma, como si todo fuera más despacio dentro de mí, no necesito correr tanto
(aunque tampoco me adapto bien a los ritmos lentos) ni dar tantas explicaciones
(ni siquiera a mí misma).
Tengo mucho, mucho pasado a mis
espaldas. Puedo pasarme horas recordando buenos momentos y otros que no me hacía
falta recordar, pero que reivindican su derecho a la memoria histórica. Acumulo
experiencias, aunque no sé si experiencia.
Y al mismo tiempo, me siento con
la vida tan “por estrenar”, como siempre. Todo, por vivir; todo, por
descubrirse.
Pero los años pasan… Y ahí estás
tú, para recordármelo con firmeza, haciéndome ver que soy de otra generación, que
ya no soy ni por asomo aquella becaria y que ahora soy yo la que forma parte de
esa masa gris y acomodada que conformaban para mí muchos de mis compañeros “mayores”,
que ahora ya ni están en la empresa.
Y no sé si horrorizarme, si
odiarte por insolente o si despertarme de una vez por todas. Dejar atrás ese
letargo o ese vagar sin rumbo y poner dirección a un norte que me devuelva la
pasión. Y decido que no puedo evitar lo primero -odiarte un poco y sentir un
cierto vértigo-, pero también puedo optar por lo segundo: despertar.
Y me apoyo en tu ilusión y tus
energías, para recordar las mías. Y las acompaño de esa serenidad que me han
proporcionado los años. Y con esa “juventud madura” en la mochila y cada vez
menos sentido del deber y más del querer, a ver adónde me dirijo.
Y, como dijo el peregrino: Buen
Camino. La meta, sinceramente, es lo de menos.
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