Estas
semanas de mudanza y enfermedades familiares, mezcladas con un cierto veraneo,
he tenido muchos momentos para captar en mi cámara interior. Aunque no pase por
mi peral, siempre estoy conectada a su sombra, y camino por la vida recogiendo
instantes que, en algún momento, me gustaría compartir con quien quiera
sentarse a mi lado.
Por
ejemplo, está el ventilador de casa de mis padres, y sus 46 añitos. Sigue fiel
a su misión de refrescar las cálidas tardes sevillanas con su genuino estilo
vintage. Mirando su imparable girar, mis recuerdos vuelan a otras tardes, otras
épocas, en las que yo era la niña llena de energía, y mis padres, esos héroes
altísimos, llenos de superpoderes. Hoy todos hemos subido un grado en el
escalafón familiar, sin saber muy bien si con el ascenso se sale ganando, ni
adónde fueron a parar aquellos aparentes superpoderes.
Está
el mar y su eterno venir e irse, siempre presente en mis veranos
afortunadamente. Sigue siendo mi fuente de energía, el lugar que me inspira, me
renueva, me purifica, me conmueve, me atrae y me aterra (es cuestión de cómo
ordene las vocales, o tal vez mis pensamientos...)
Y ayer,
mientras desayunaba, el eco de un nombre: Rachana.
Rachana es una joven nepalí que quería seguir estudiando, pese a las intenciones de su padre de casarla a los 15. Consiguió escapar a su destino y ahora trabaja para una asociación de empoderamiento de la mujer.
Rachana es una joven nepalí que quería seguir estudiando, pese a las intenciones de su padre de casarla a los 15. Consiguió escapar a su destino y ahora trabaja para una asociación de empoderamiento de la mujer.
Rachana,
Malala, y tantas otras mujeres valientes que se sobreponen a sus destinos
preconcebidos y toman las riendas de su vida. Y tantas, las que lo han hecho a
lo largo de la historia.
Me
pongo en su piel y me entran escalofríos. Los miedos que han superado, atravesado, o simplemente cargado en sus
mochilas, para avanzar, para no resignarse, para decir ¡NO! y cambiar su rumbo.
Admiro su fuerza, su determinación, ese fuego interior que les motiva a ir más
allá de unos límites aparentemente infranqueables.
Y sé
que ellas sí que no tienen superpoderes, solamente un deseo claro y una
voluntad de hierro, por eso aún valoro más su gesta. Y por eso, cada vez que
una de estar historias estremecedoras llega a mis oídos, surge otra voz dentro
de mí. Tal vez una voz que nace del mismo manantial que su coraje.
Un
voz que me invita a recordar que nosotras, las del “mundo civilizado”, las que
tenemos garantizados derechos que para ellas no son más que sueños, no podemos
vivir anestesiadas por la comodidad y la inercia del “buen vivir”.
Una
voz que me invita a SER algo más que heredera consentida de una lucha olvidada.
Me grita: “¡Eh, que tú ya eres libre!, recuérdalo, disfrútalo!
Y es
que nos han enseñado a conseguir pero no tanto a mantener. “Fueron felices y
comieron perdices”. “And they lived happily ever after”… Sí, pero ¿cómo? Porque
la libertad, como un novio añejo, puede convertirse en una incómoda compañera
de camino. Decidir, elegir, optar… a veces resulta angustioso, o simplemente
tedioso, y nos dejamos caer en brazos de un peligroso amante: la pereza. Que
decida el tiempo por mí, que decidan otros, total…
Por
eso, me gusta escuchar, en medio de un verano menos leve que de costumbre, una
voz refrescante que me zarandea y me recuerda la fortuna heredada y la
responsabilidad adquirida.
*Por si quieres indagar…
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