sábado, 18 de noviembre de 2017

Cartas en el cajón

En realidad, estaban en un enorme cesto de mimbre. En alguna mudanza pasaron a mejor vida. Cientos de cartas, acumuladas tras largos años, acabaron en el contenedor de reciclaje de papel.

A veces, me arrepiento un poco porque me entran ganas de jugar, como entonces, a meter las manos entre ellas, tirarlas hacia arriba y quedarme con una, la elegida por el azar, para releerla. Pero a mi nostalgia le gana siempre mi necesidad de orden y de espacio, así que me conformo con el recuerdo.

Creo que siempre se me ha dado mejor expresarme por escrito que hablando. De adolescente, les escribía cartas a mis amigas para abrirles mi corazón, como sólo en esa etapa llega a hacerse. Al principio, ellas se extrañaban cuando les entregaba un folio con mi letra.

“¿Y esto? Pero si acabamos de hablar”. “Ya, pero yo estas cosas que escribo no sé decirlas de viva voz”.

Y “esas cosas” eran mis preguntas sin respuesta acerca del mundo, de la vida, mis desencuentros internos y todo aquello que me hacía sentirme un poco extraterrestre en medio del mundanal ruido.

Ellas (y muchas veces, ellos) terminaban contagiándose y, así, se creaba una relación paralela a la verbal. Estaba lo que vivíamos “en vivo” (¿lo más prosaico?) y, por otra parte, lo que transmitíamos y compartíamos en el papel, tal vez lo más sublime.

Las cartas, recibidas en mano o por correo -lo que añadía el placer de abrir el buzón, encontrar el sobre, rasgarlo-,  significaban reconocer la caligrafía del remitente, tratar de descubrir qué ponía debajo los tachones, sentir el relieve en muchos casos que quedaba en el papel, entregarse al placer de la lectura en algún rincón solitario de casa.

Con el tiempo aparecieron los correos a través de Internet. Necesité un tiempo para poder ser “yo misma” sin mi caligrafía (y ahora casi me ocurre a la inversa: no soy nadie sin el teclado).

Reconozco que se perdía el encanto de lo manuscrito, pero se mantenía la magia del contenido: cuántas emociones se habrían quedado enquistadas, sin el medio escrito para desvelarlas; cuántas otras se desbordaron por eso mismo.

Creo que ahora damos demasiada importancia a la inmediatez, relegando a un segundo plano la reflexión, el sosiego de sentarse a vomitar todo lo que llevamos dentro y, cómo no, sentarse a saborear el largo mensaje de respuesta, tras una justa espera.

Hoy todo es brevedad e inmediatez. Caracteres contados, como en la época de los telegramas. Respuesta inmediata. Y también le encuentro su encanto. Hay conversaciones de Whatsapp que merecerían estar en libros, por todo lo que llega a expresarse en tan poco texto, y con la inestimable ayuda de los emoticonos. Verdaderas conversaciones llenas de emociones: frescura, tensión, agilidad, malentendidos, risas, desencuentros, magia, misterio… Y a veces, también largas esperas. Nada hay peor que quedarse mirando cómo nuestro mensaje se queda sin su doble check azul y nuestro interlocutor deja de estar “en línea”. ¿Qué ha pasado? ¿Qué he dicho? ¿Qué ha atrapado su atención al otro lado de la red?

Reconozco que me he acostumbrado muy bien a estos nuevos modos de conversar. Y sigo sintiéndome mucho más cómoda escribiendo, aunque sea con dos dedos, en teclas mínimas dibujadas sobre la propia pantalla y reduciendo mis intervenciones a una frase corta o dos. Me gusta.

Pero a ratos, echo de menos la soledad del correo, escribir sin la presión de ser leída al instante, alargarme en mi discurso sin miedo a que mi lector se aburra de esperar tras el aviso de “Rocío está escribiendo…”

Y es que podría dibujar más de una historia de amistad sólo recopilando correos mutuos.

Como aquel verano punto de inflexión, en que Silvia estuvo apunto de quedarse a vivir con su novio de entonces en N.Y., y yo a punto de morir de tristeza, cuando mi príncipe azul decidió dejar de creer en los cuentos de hadas. Ella despertó a tiempo y yo también. Ambas descubrimos que podíamos seguir escribiendo cuentos, con otros príncipes, con plebeyos, o solas, y que podíamos decir “colorín colorado” todas las veces que hiciera falta.

Cuánto he crecido gracias a esta correspondencia con los amigos, cuánto mundo interior mío ha visto la luz gracias al papel (aunque fuera virtual).

Reconozco que, por el camino, he aprendido a equilibrar mi capacidad de expresión y ya consigo sacar de mí, y hasta disfrutar, las conversaciones profundas en “modo oral”, aunque sea de una forma más burda y mucho menos elaborada que cuando escribo. Los sofás en piso compartido han contribuido a ello en gran manera.

Aún así, de vez en cuando, sigue llegándome algún correo de estos de perderse en ellos y suenan campanitas dentro de mí. Disfruto leyendo y releyendo, y… luego, me cuesta mucho responder porque estoy muy desentrenada.

Pero es tan rico, tan fértil ese intercambio de ideas, de sensaciones, de visiones… Me da la vida. Por eso, agradezco tanto “la molestia” de quien aún insiste en saltarse la norma del minimalismo conversacional.


Que sí, que el cara a cara es estupendo, pero yo hoy brindo por las cartas, con sello o con arroba, en el cajón, en la bandeja de entrada o en el recuerdo. 


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