jueves, 28 de septiembre de 2017

Encrucijada


Llevo varias semanas meditando lo que podría escribir, sobre lo que me gustaría expresar al respecto del famoso procés. ¿Queda algo por decir? ¿Es necesario seguir ahondando en “más de lo mismo”?

Creo que argumentos hay ya demasiados encima de la mesa: muchos, muy razonables, sensatos y equilibrados (desde mi punto de vista, claro); otros, muy locos, infundados y viscerales; otros, muy tajantes, dogmáticos e intransigentes (por ambas partes, si es que, por simplificar, podemos hablar sólo de dos partes). Todo esto, repito, desde mi punto de vista, como no podía ser de otra forma.

He leído, he escuchado opiniones de un lado, del otro, declaraciones, entrevistas, artículos en prensa… Tengo mi particular opinión pero no sé si aporto algo compartiéndola. Al fin y al cabo, se parece demasiado a la de mucha gente “normal” de acá y de allá. Y el caso es que hoy ya sólo me queda desgana y mucha tristeza, mucha, mucha tristeza.

Me gustaría meterme en la cama, taparme y despertarme cuando las aguas se hayan calmado, cuando la cordura y la serenidad hayan hecho acto de presencia. Lo que pasa es que no sé si igual iba a estar dormida más tiempo que Blancanieves (*).

Sí que me gustaría preguntarle, con mucho respeto y curiosidad, al catalán medio que quiere independizarse, o al que considera que los catalanes –de manera unilateral- tienen derecho a decidir si quieren seguir formando parte de España: ¿Qué es para ti ser español?

Nunca me he atrevido a lanzar esa pregunta: ¿Qué significa para ti ser español, para que pongas tanto empeño en no serlo? ¿Qué crees, entonces, que soy yo, que me hago llamar española sin problemas? ¿Qué implica eso en tu imaginario?

No me llamo española como si fuera una marca que me imprime carácter y distinción. Me llamo española porque nací y habito en España. Por ello, soy capaz de percibir las cosas buenas que tiene “ser de aquí” (y las menos buenas) y quizás, mirar al mundo con una determinada mirada y no otra.

El peso de la historia y la fuerza de costumbres y tradiciones me aportan una determinada idiosincrasia, muy, muy, muy matizada por mi propia personalidad, mi historia familiar, mis viajes y estancias fuera de aquí. 

La primera vez que visité Cataluña, me encantó eso de que tuvieran su idioma y competía con mi hermano a ver quién aprendía más palabras, leyendo carteles, escuchando conversaciones… Era la época del “Barcelona, més que mai”. Volvimos a Sevilla la mar de ufanos, enseñándoles a nuestros amigos este “amplio vocabulario” contándoles cómo pronunciaban nuestros conocidos catalanes y cómo nos reíamos jugando con ellos al baloncesto.


Hoy, la verdad, me da pereza ir a pasar unos días a Cataluña porque “no está el horno para bollos”. Y eso me da mucha pena, pero es lo que siento.

Como tantísimos españoles, tengo familia y amigos catalanes, algunos de ellos con muchas ganas de dejar de llamarse españoles. Y no puedo entenderlo, sólo entristecerme aún más. Porque todo me indica que llevan mucho tiempo contándoles historias para no dormir, como ha pasado siempre que las pesadillas se han hecho realidad. Y la historia está llena de esos momentos.

Y sé que desde “el Gobierno Central” no se ha estado a la altura de la situación. Se ha tenido en cuenta el marco legislativo pero no el humano. Se ha querido parar a golpe de reglamento lo que requiere mucha más altura de miras.

Y, entre unos y otros, aquí estamos.

Y yo no quiero estar así. Ni puedo irme a hibernar hasta que todo pase. Así que ya me diréis…

Si pudiéramos trascender “denominaciones de origen”, símbolos y acentos… Y hacernos entender, usando nuestros idiomas como puentes, no como banderas distintivas... Y trabajar juntos para crear una sociedad más justas, con mayor bienestar para todos, formada por individuos responsables…

Me viene a la mente el título de una película: “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?" Pero el caso es que por mucho que “googleo” no doy con ella, está completamente desaparecida. Quizás sea una señal. Espero que no.
(…)

Antes de terminar esta reflexión, a la que llevo dos días tratando de dar forma, la más dura de cuántas he escrito bajo este peral, me llega una respuesta de mi hermano, apuntándome el secreto del título de la película perdida.

Resulta que “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?" era el título que iba a llevar la que finalmente fue “La Flor de mi Secreto”, de Almodóvar.

En una magistral escena, Leo (Marisa Paredes) se dirige a Paco (Imanol Arias):


"Paco, yo soy muy burra y a veces no me entero. O sea, que te ruego que respondas de una puta vez: ¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?"

A lo que Paco responde tajante: “Ninguna”

Ahora sí que espero que esto no sea una señal.

El caso, es que, sea cual sea el desenlace de esta película nuestra, lo que necesitamos es que sea pacífico, que podamos encontrar nuestro lugar, juntos o no, en un marco de respeto y de sana convivencia. Un reencuentro o un divorcio bien avenido.

Yo preferiría lo primero, el tiempo lo dirá.

Termino con otra frase fantástica de la película:

“¡La realidad! ¡Bastante realidad tenemos cada una en nuestra casa! La realidad es para los periódicos y la televisión... Y mira el resultado. Por culpa de ver y leer tanta realidad el país está a punto de explotar. ¡La realidad debería estar prohibida!”

Gracias, Almodóvar.

Con todo, confío: esperança, més que mai!

(*) Me apuntan que la que durmió largo tiempo a la espera de un beso fue La Bella Durmiente, como su propio nombre indica.

miércoles, 20 de septiembre de 2017

Lugares Comunes...

...o la fortuna de la "vuelta al cole".

Descubrí la expresión “lugares comunes” gracias a la película del mismo nombre que interpretan magistralmente Federico Luppi y Mercedes Sampietro. Desde entonces, ejerce sobre mí un poder especial, una suerte de atracción-repulsión porque deseo huir de los lugares comunes, como chica leída y escribida que me creo, pero a la vez, siento que son espacios en los que uno puede sentirse verdaderamente a gusto y dejar, por fin, al alma en zapatillas.

En el párrafo anterior, por ejemplo, detecto ya al menos 4 lugares comunes “literarios”, o expresiones manidas de tan repetidas (y la suma aumenta). Pero, cómo huir de ellas, cómo no dejarme mecer en su comodidad. Sería cómo tirar, por fin, esas sandalias que compré hace años y que, verano tras verano, acumulan kilómetros de paseos, pese a que hace tiempo pensé en renovarlas y ya compré otras más bonitas, más modernas…

El caso es que los lugares comunes vitales producen apatía cuando uno se asoma demasiado a su interior. Y, sin embargo, no hay nada como quedarse ahí dentro, donde todo es conocido y seguro, después de un buen zarandeo de la vida.

Y hoy, tras un verano complicado en lo familiar, y aún más en lo social, político y medioambiental… pienso en la “vuelta al cole” con la ilusión de quien regresa a casa. Hay que saber irse, saber alejarse y volar. Pero también hay que saber volver.

Y este año regreso con alegría (mañana a las 6:30 no os diré lo mismo), con una sensación liviana que me encantaría mantener por mucho tiempo (sé que no será así). Quiero encontrarme con los compañeros (en dos días, estaré perfeccionando mis técnicas de mimetismo con la mesa del ordenador para pasar desapercibida), quiero evitar perderme en la tarea y levantar la mirada para ver el bosque más allá de los árboles, y la solución más allá del conflicto.

Hoy me siento afortunada, inmensamente afortunada. Me pregunto qué me diferencia de alguien que hoy lo ha perdido todo en México, o estas semanas atrás en las islas del Caribe, con los huracanes. Nada, dos seres humanos en dos puntos del planeta. ¿Merezco tanta fortuna, pues? Supongo que no, como tampoco merece tanta desgracia el que hoy sufre en esos lugares.

No es cuestión de “justicia”, ni de “merecimiento”. Es la vida. Brutal y hermosa. Tajante y espléndida.

Así que he decidido, sólo por hoy, dejarme mecer por el brazo generoso que la vida me ofrece. Y reconocer el dolor de quien hoy sufre. Y tenerlo como referente para huir de actitudes victimistas y, desde luego, dejar de ahogarme en vasos de agua. Y echar una mano en lo que se pueda.

Supongo que, para empezar, sentirse acogido en el dolor ya es algo, por eso desde mi pequeña “speaker’s corner” allá va mi grito de: “estamos con vosotros, con todos los que estáis sintiendo la fuerza devastadora del planeta: mucho ánimo, fuerza y todo nuestro apoyo”.


martes, 22 de agosto de 2017

Defender la alegría (2)


Eran los tiempos de la Revolución China y ella apenas tenía cinco años. Hasta entonces, había tenido una vida feliz, en una bonita casa, con su familia acomodada. Disfrutaba jugando cada tarde con los niños del pueblo.

De repente, un día, los que eran sus amigos ya no querían jugar más con ella, ni siquiera tenerla cerca. Le gritaban palabras feas y le decían que se fuera. “Vete, vete, apestada”.

Ella se sentía muy muy triste, en su pequeña cabecita no cabía explicación a lo que estaba ocurriendo.

Su abuela la abrazaba y le decía: “Tranquila, pequeña mía, no te preocupes. ¿Sabes lo que les pasa a tus amigos? Que han contraído una enfermedad. Y es que se les pone como una telita en los ojos, que no les deja ver bien. No pueden reconocerte, no saben que eres tú, su amiga de siempre. Pero un día se les va a caer esa telita y todo volverá a ser cómo siempre”.

Ella lloraba y lloraba, pero de alguna forma, se sentía consolada por la explicación de su abuela.

Algunas tardes, se atrevía a salir de casa a ver si, por fin, había llegado el día de la caída de ese velo de los ojos. Pero no, seguían insultándola y algunos le tiraban piedras para ahuyentarla.

Hasta que dejo de salir, con la tristeza instalada para siempre en su corazón.

Se dedicó a leer mucho y a estudiar, se sumergió en un mundo que no pudiera defraudarla nuevamente. Se convirtió en médico y estudió acupuntura. Fue una excelente profesional y llegó a salir de su país para conocer otros mundos.

Vivió en Argentina y en España. Y un día, en su consulta madrileña alabó mi alegría y me pidió que la expandiera todo lo que pudiera. “El mundo necesita alegría”, me dijo en su peculiar castellano.

Y hoy pienso en ella, que se volvió a Argentina, y la imagino tan pequeña, anidando esa sensación de incomprensión, de soledad, de espera infinita. Y quiero dedicarle este pequeño homenaje, allá donde se encuentre.

El mundo es muy complejo y está lleno de blancos para unos, que son negros para otros, y de desavenencias, rencillas y valores diferentes. Y sé que uno debe defender sus valores y, sobre todo su vida, su libertad y su seguridad. Y la de sus seres queridos.

Pero la firmeza y la defensa no deberían ir de la mano del odio generalizado a un pueblo de donde han salido unos pocos locos. Los fanáticos, los ebrios de poder y sus soldados “amaestrados” no tienen pueblo, por mucho que se amparen en una religión y una lengua.

Y los inocentes están por todas partes. No permitamos que se instaure para siempre la tristeza o el odio en el corazón de los inocentes.

Hagamos sitio a la alegría. Una alegría profunda, digna de ser respetada y que se hace respetar. Una alegría que se contagia y que tiende la mano. Una alegría que conversa, que comprende, que da vida, que hace que merezca la pena amanecer un día más.

*Fotografía de un atardecer en las playas del Parque Nacional de Corcovado (Costa Rica)

miércoles, 16 de agosto de 2017

Tardes de agosto

Estas semanas de mudanza y enfermedades familiares, mezcladas con un cierto veraneo, he tenido muchos momentos para captar en mi cámara interior. Aunque no pase por mi peral, siempre estoy conectada a su sombra, y camino por la vida recogiendo instantes que, en algún momento, me gustaría compartir con quien quiera sentarse a mi lado.

Por ejemplo, está el ventilador de casa de mis padres, y sus 46 añitos. Sigue fiel a su misión de refrescar las cálidas tardes sevillanas con su genuino estilo vintage. Mirando su imparable girar, mis recuerdos vuelan a otras tardes, otras épocas, en las que yo era la niña llena de energía, y mis padres, esos héroes altísimos, llenos de superpoderes. Hoy todos hemos subido un grado en el escalafón familiar, sin saber muy bien si con el ascenso se sale ganando, ni adónde fueron a parar aquellos aparentes superpoderes.

Está el mar y su eterno venir e irse, siempre presente en mis veranos afortunadamente. Sigue siendo mi fuente de energía, el lugar que me inspira, me renueva, me purifica, me conmueve, me atrae y me aterra (es cuestión de cómo ordene las vocales, o tal vez mis pensamientos...)

Y ayer, mientras desayunaba, el eco de un nombre: Rachana.

Rachana es una joven nepalí que quería seguir estudiando, pese a las intenciones de su padre de casarla a los 15. Consiguió escapar a su destino y ahora trabaja para una asociación de empoderamiento de la mujer.

Rachana, Malala, y tantas otras mujeres valientes que se sobreponen a sus destinos preconcebidos y toman las riendas de su vida. Y tantas, las que lo han hecho a lo largo de la historia.

Me pongo en su piel y me entran escalofríos. Los miedos que han superado, atravesado, o simplemente cargado en sus mochilas, para avanzar, para no resignarse, para decir ¡NO! y cambiar su rumbo. Admiro su fuerza, su determinación, ese fuego interior que les motiva a ir más allá de unos límites aparentemente infranqueables.

Y sé que ellas sí que no tienen superpoderes, solamente un deseo claro y una voluntad de hierro, por eso aún valoro más su gesta. Y por eso, cada vez que una de estar historias estremecedoras llega a mis oídos, surge otra voz dentro de mí. Tal vez una voz que nace del mismo manantial que su coraje.

Un voz que me invita a recordar que nosotras, las del “mundo civilizado”, las que tenemos garantizados derechos que para ellas no son más que sueños, no podemos vivir anestesiadas por la comodidad y la inercia del “buen vivir”.

Una voz que me invita a SER algo más que heredera consentida de una lucha olvidada. Me grita: “¡Eh, que tú ya eres libre!, recuérdalo, disfrútalo!

Y es que nos han enseñado a conseguir pero no tanto a mantener. “Fueron felices y comieron perdices”. “And they lived happily ever after”… Sí, pero ¿cómo? Porque la libertad, como un novio añejo, puede convertirse en una incómoda compañera de camino. Decidir, elegir, optar… a veces resulta angustioso, o simplemente tedioso, y nos dejamos caer en brazos de un peligroso amante: la pereza. Que decida el tiempo por mí, que decidan otros, total…

Por eso, me gusta escuchar, en medio de un verano menos leve que de costumbre, una voz refrescante que me zarandea y me recuerda la fortuna heredada y la responsabilidad adquirida.




*Por si quieres indagar…




domingo, 25 de junio de 2017

Tarde de tormenta

Tarde de tormenta en el verano madrileño. Ideal para tomarse un rato de respiro, en todos los sentidos.

Iba a ponerme a escribir cuando unas intensas ráfagas de viento han arrojado unas láminas metálicas de la cubierta de la fábrica que hay frente a casa a la calle. Han venido los bomberos a retirarlas y a quitar otras del tejado que podrían volar también.

A continuación, una llamada telefónica: una gran amiga con la que hace dos años que me comunico apenas por breves whatsapp llenos de cariño y emoticonos.

La larga conversación de puesta al día me ha llevado a visualizarme dos años atrás. Ella me recordaba con mis proyectos de entonces, mis prioridades, mis planes de hace dos veranos. Ha sido curioso confrontarlos con mi vida hoy.

Vuelvo a la mesa del ordenador a recopilar los cachitos de mi inspiración. Se mezclan los hilos argumentales. Me siento tan poco a escribir que, cuando lo hago, se me amontonan los temas y no sé por cuál decantarme.

Por ejemplo, tenía en mente contarte que el otro día leí en "Mi paseo por el mundo", un excelente blog de viajes, una reflexión que me dejó mucho poso. La autora hablaba de su adicción por los viajes y del tiempo que pasaba preparándolos, planificándolos, pero, sobre todo, recordándolos. 

Comentaba que, en cualquier momento del día, se descubría recordando una escena de un viaje, un desayuno en algún lugar del mundo, un determinado paisaje, un rostro, un diálogo…

Yo leía mientras desayunaba, minutos antes de entrar en la oficina, rodeada de ese ambiente a veces tan espeso de quejas y descontento. Y me maravillaba imaginando el diálogo interno de esta chica. Cómo puede sentirse alguien que va continuamente saboreando los mejores momentos de su vida, de una vida en la que ella se encarga de que haya muchos de esos momentos. Admirable.

Si se pudiera poner color a la mente de quien llega a la oficina un lunes, o un martes, agobiado tras el atasco, pensando en lo que le espera en las siguientes 8 horas, anticipando “marrones” y desencuentros, indignado por la actuación del jefe, del compañero, del sindicato, de Recursos Humanos, del gobierno de turno, de la oposición, del dependiente poco amable, del conductor imprudente….

Paro porque seguro que cualquiera sería capaz de continuar la lista y seguro que muchos nos hemos pillado en estos bucles de “duelos y quebrantos” a lo largo del día.

¿Cómo sería el cuadro que representara a una mente así? ¿Qué colores predominarían? ¿Y si fuera una melodía? ¿Cómo sonaría? ¿Y si fuera un olor?

Sin embargo, leyendo el blog de Cristina, imagino su mente como un lago sereno, o como una playa al amanecer. Siento frescura, luz. Casi alcanzo a escuchar la brisa en las hojas, los pájaros cantando, las olitas rompiendo…

Digo yo que, con una mente en ese estado, nutrida por pensamientos tan gozosos, la vida ya no se afronta, se fluye a través de ella. Los atascos serán los mismos, igual habrá compañeros grises, dejados o cargantes, y nos llegarán malas noticias, pero ¿nos tomaremos las cosas con la misma actitud? Es más, ¿llegarán a alcanzar el grado de contratiempo tantas cosas como nos sulfuran con una mente ofuscada?

Entiendo que todo esto es muy obvio, pero la claridad con la que lo vi leyendo a esta viajera empedernida, fue brutal.

Un cerebro mal alimentado es como un cuerpo harto de comida basura: se altera por todo, se indigna o se lamenta constantemente, está demasiado “fofo” para ver lo bello, para enfocarse en el lado luminoso de la existencia. Y no es para ignorar las desgracias sino para poder saber qué hacer con ellas, cómo contribuir a que sean menos.

El alimento de nuestro cerebro son nuestros pensamientos. Así que, entono mi cántico de “mea culpa” para reconocer que picoteo entre horas toda clase de indignaciones, aflicciones y contrariedades que encuentro en el mercado. Lo admito, cuando me quiero dar cuenta, voy caminando por la calle, subiéndome al ascensor o haciendo cola en el supermercado, mientras me atiborro de ansiedades y anticipaciones, de preocupaciones y alarmas, o de bocaditos de cólera.

Así que, señores, hasta aquí hemos llegado. Me pongo a dieta. Pero a una dieta muy particular. Dieta rica en buenos recuerdos (bajaré al almacén de la memoria a sacar de los baúles todos los que encuentre), alta en atención a la belleza que me rodea, a las actitudes positivas y a los comentarios enriquecedores.

Para empezar, voy a jugar un rato a las listas, pero no a las listas de la compra ni de tareas pendientes, sino a las listas de recuerdos…

Mejores despertares que me vienen a la cabeza…

Vistas desde una ventana…

Conversaciones fascinantes, noches de baile, inspiradores encuentros fortuitos…

¿Qué más se te ocurre que podríamos incluir en esta dieta?

¿Me acompañas? Seguro que juntos es más fácil romper las inercias.

*Foto: Canadá 2014, Spirit Island en el parque nacional de Jasper (algo así debe de ser la mente de Cristina 😄)

sábado, 3 de junio de 2017

Dualidad... y eso

Dicen que experimentar la vida en esta dimensión implica un juego de equilibrio en la dualidad.

Opuestos entre los que fluir, mecerse, o tal vez, tropezarse.

Juego…

Experimentar esta dimensión…

Esto parecería indicar que somos viajeros interdimensionales. O sea, que hay algo “fuera” o “más allá” de esto que percibimos.

¿Será así? Yo vivo con la certeza interna de que así es, pero es una certeza que no puedo demostrar ni evidenciar con hechos “objetivos”. Es sólo una sensación tan real como el amor o como el frío. No los veo, no los toco, pero están, sé que están, porque los siento.

El caso es que el equilibrio entre opuestos da para mucho. Para crear todo este mundo de vivencias, sufrimientos y bienestares. Para pasar de todo, vivir deprisa y surfear la ola. Para sumergirse en los universos más sublimes. Para crear, para disfrutar de lo creado. Para amar, para odiar. Para amarse, para odiarse.

Y entre medias, toda una escala de tonalidades que definen el mayor o menor protagonismo de uno en su propia existencia.

Esta tarde, mientras paseaba por el parque, pensaba en la foto que acababa de compartir un amigo en un grupo de Whatsapp: “La vida no tiene un propósito, no tienes que buscarle sentido; anda y entra a por una cerveza”, decía el cártel a la puerta de un bar.

Y si fuera así? Y si no hay un sentido que buscar ni un propósito que construir. Tú ¿qué piensas? Tú, eso, ¿cómo lo vives?

A mí me nace periódicamente la necesidad de escribir y “despertar conciencias”, ya ves tú. Para empezar, la mía. Escribir para indagar, para tratar de darle forma a mis eternas reflexiones interiores, para poner orden en mi mente.

Aunque sé que, en el fondo, el orden no va a venir por muchas palabras que use, por muchas palabras que escuche, por muchos libros que lea. Otra de mis certezas indemostrables es que el orden, la armonía, la paz… esas se esconden detrás del silencio. Ese aparente monstruo tan temido que parece que me va a engullir si me asomo dentro.

Así que, por no caer en sus fauces, no me callo. Y en mi bullicio no encuentro nada digno de compartir. Pero la necesidad de compartir algo permanece. Y entonces, me viene la voz del antiguo rey diciendo “¿Y por qué no te callas?” Y me entra la risa y se me desmorona el argumento. Esto no es serio.

Y es que esa es otra de mis certezas: Esto, desde luego, no es serio. Así que mientras encuentro las ganas de hacer silencio, vivo mi ruido, mis contrastes y mis incoherencias con toda la naturalidad de que soy capaz. Con mucho cuento y mucha guasa, porque no es para menos. Y unas risas siempre se aprovechan bien.

Y como colofón a este sinsentido, comparto uno de esos chistes malísimos que me gustan a mí:

—Hombre, Juan, cómo has cambiado.
—Yo no soy Juan.
—Más a mi favor.