jueves, 24 de marzo de 2016

Mi voz

Ojalá pudiera mantener permanentemente esta sensación instalada en mí hoy. Una serenidad alegre, confiada, tranquila… Me resulta tan poco familiar que me siento torpe al tratar de definirla, más bien podría dibujarla por el descarte de otras que sí me son tremendamente familiares.

No hay prisa, no hay ningún objetivo adelante que apresar, ninguna zanahoria absurda que atrapar y que se aleja de mí a medida que intento acercarme a ella. No hay aprensión, esa mirada recelosa al otro desconfiando de sus intereses. Los juicios están en su nivel mínimo, como voces apenas inaudibles en mi interior. La desgana está fuera de cobertura. Las excusas, apagadas.

He buscado mi voz durante mucho tiempo. Sí, mi voz, mi registro, mi manera de mostrarme al mundo. A veces, disfrazándome de otros a quienes admiraba; otras, dando pasos inciertos hacia caminos nuevos, como el canto. Y hoy sigo sin saber cuál es mi voz y no me importa.

Me apetece escribir, que es lo mío desde siempre, mi herramienta es la palabra escrita, mi pasión, mi tendencia irresistible. Y me da igual el qué y el cómo. Hoy sólo quiero dejar que las palabras vayan fluyendo, creando historias inverosímiles o relatos fotográficos. El caso es dejarse llevar y dejar de controlar. Dejar de pretender la perfección o la gracia. Probar, divertirme, intentarlo una y otra vez, con el único objetivo de volcar al menos una mínima parte de la inspiración que llevo dentro, y que se despliega libre y ágil mientras viajo en bus a través de los paisajes patagónicos, o en el metro de regreso de la oficina.

Hay tanta vida dentro de mí esperando tomar forma mediante la palabra.


Y dieciocho días viajando sola por un país inmenso y hermoso han bastado para disolver los miedos y aplacar las excusas. Y encontrar un peral gigante, cargado de fruta, en medio de una isla del lago Nahuel Huapi, no puede ser menos que una señal, la alarma del despertador, diciéndome: “Venga, es hora de despertar, ¿a qué esperas?”

viernes, 11 de marzo de 2016

Perita en el Perito


Ante mi viaje a La Patagonia, un buen amigo (hola, Kike) me propuso que escribiera “una perita en el Perito” y desde entonces, fantaseo con el momento de verme ante el teclado, dándole forma a una perita tan especial. Et voilà, aquí estoy, no ante el Perito Moreno, pero aún embriagada de la grandeza y la generosa exuberancia de tamaño monumento natural.
No sabía nada del proceso cíclico de construcción y destrucción de este glaciar. Resulta que, en su crecimiento, llega a bloquear el paso natural del agua de los distintos brazos del lago al que alimenta. Así, crea una presa natural, que hace que el nivel del agua en el brazo cercado vaya aumentando, así como la presión que ejercen las aguas sobre dicha presa.

Pasa el tiempo y, como siempre, el agua encuentra por dónde irse filtrando… Al principio, poco a poco, y luego más veloz… va construyendo un túnel por el que atraviesa al otro lado. Ese túnel termina convirtiéndose en un puente, pues, con la temperatura y la presión, van cayendo trozos del glaciar, dejando cada vez más espacio al agua que ya corre con fuerza.

Hasta que finalmente, el puente se desploma y el glaciar queda separado de la península que tiene enfrente… hasta que poco a poco vaya uniéndose otra vez a ella, con el paso del tiempo, creando de nuevo la presa.
Así una  y otra vez, en ciclos de dos, tres o cuatro años.
Quién me iba a decir, cuando imaginaba mi "perita desde el Perito", que tendría el privilegio de presenciar el inicio de la rotura del glaciar, es decir, cuando el túnel se hace visible exteriormente, en forma de puente. Impresionante. Sobrecogedor. La naturaleza desmoronando su propia obra, sin tregua ni nostalgia, para empezar de nuevo, sin pausa, cual Penélope a la espera de su Ulises.

No encuentro palabras para describir el agradecimiento que me invade por tamaño regalo: presenciar el inicio de un proceso que tarda unos pocos días en destruir una obra de años.

Belleza salvaje, instante sobrecogedor, inesperado, asombroso.

Jamás pensé que cuando escribiera mi “perita en el Perito” habría sido testigo privilegiada de tal puesta en escena.

Jamás imaginé recibir una lección de vida de forma tan abrumadora.

Si cambio gravedad por inercia; presión por pasión; agua por vida… cuántas metáforas se dibujan solas ante la contemplación del espectáculo.

Lo que la inercia y el miedo pueden construir durante años, bloqueando el libre fluir de la vida… la vida misma es capaz de destruirlo en días, a base de pasión, de osadía, de preguntarse de repente “¿y por qué no?”, y zambullirse en el mar de lo desconocido.

El agua y la vida siempre encuentran por dónde fluir.

Sin más.

*Mi predisposición tecnológica no me permite incluir imágenes, todavía. Y la cobertura wifi patagónica tampoco me lo facilita mucho. Cosas de estar a un paso del fin del mundo. ;-) 


domingo, 14 de febrero de 2016

N'importe quoi

N’importe quoi es la expresión que me viene en mente cuando voy buscando un tema sobre el que escribir mientras viajo en el metro o voy paseando por ahí. Me encanta esta expresión francesa, que viene a significar “cualquier cosa”, “lo que sea”, “da igual el qué”...

N’importe quoi, lo primero que se me ocurra: como mi asombro al contemplar al conductor del coche de delante tirando por la ventanilla impunemente hasta 3 gurruños de pañuelos de papel durante un semáforo en rojo. Uno, otro, otro… ¿Pero aún estamos así? Cuánta educación nos falta aún, madre mía.

N’importe quoi, como la alegría que siento al conocer la noticia de que Einstein tenía razón y lo que teorizó sobre ondas gravitacionales se ha conseguido demostrar, aunque no alcance a comprender de qué se trata, ni aun escuchándoselo a una física que lo cuenta para niños. 

“Si este paño representara el espacio-tiempo…“, empieza explicando la señora con un trozo de tela en las manos… Y yo ya estoy perdida: “ah, pero ¿¿el espacio-tiempo se puede representar??? ¿El tiempo no es algo que pasa y punto? Y el espacio-tiempo, así conjuntamente ¿qué es?” Lo dicho, me supera.

N’importe quoi, como mi “descubrimiento” de esta mañana: he sido consciente de que soy mayor, mayor como era mi madre cuando no entendía la música que nos gustaba por entonces a mi hermano y a mí. Y es que, en clase de canto podemos elegir los temas que queremos ensayar y, descubro que desconozco la práctica mayoría de temas que eligen mis compañeros –bastante más jóvenes que yo-. Birdy, Pablo López, Bruno Mars, ¿¿¿ein????

N’importe quoi… Lo que sea por no seguir ahondando en des-gobiernos, desatinos, corruptelas y crímenes contra la humanidad.

Pero cómo dar la espalda a lo que sucede…

Y cómo seguir generando desconfianza, separación, odio, desesperanza…

Pero cómo caer en la banalidad, con la que está cayendo.

Y cómo seguir echando leña al fuego de la crispación, la reactividad, los prejuicios, la ira, la tristeza y la desmotivación.

Debate interno, frustración, culpabilidad. ¿Qué puedo hacer yo?

Entonces, en el único árbol del patio de la fábrica que hay frente a mi casa, un pájaro canta. Ajeno a todo, canta, simplemente cumpliendo su misión, tan "banal", tan "superflua", como bella, relajante y despertadora de mi conciencia.

¿Y si tal vez sólo tengo que confiar en mi "canto", creando un espacio mínimo de posibilidad, de expansión, de respeto y convivencia a mi alrededor? Como una piedra en un lago sereno… una onda mínima en sus inicios, que va expandiéndose lenta pero poderosamente.

La física que explicaba lo de las ondas gravitacionales, asimilaba el movimiento de dos agujeros negros, a una pareja bailando un vals y generando una onda alrededor, que va multiplicándose y al final los dos agujeros se unían en uno solo y las ondas continuaban… Tal vez, todo empiece con un vals interior, un, dos, tres; un, dos, tres; tal vez la idea sea llegar a la UNIDAD, a través de uno mismo.

Por eso, no quiero abrumarte contándote, desde mi mirada, lo mal que va el mundo, por eso prefiero contarte n’importe quoi, con una sonrisa, un guiño y una taza de té.

Imagen obtenida de www.taringa.net

jueves, 14 de enero de 2016

Al borde del precipicio

…¿Sabes esa sensación de, cuando llevas mucho tiempo sin llamar a un amigo, y ya no encuentras el momento de hacerlo? Hace tanto que no habláis, que piensas que vas a necesitar un buen rato para poneros al día.

Después de meses, no le vas a venir ahora con un “bueno, qué tal, ¿todo bien, pues nada, que me he acordado muchas veces de ti, aunque llamar, llamar, no… Hale, que sigas bien”. Y tampoco te apetece alargarte, entonces, lo dejas un día más. No lo llamas. Y el silencio se prolonga.

Y entras en el bucle.

A mí me parece que eso nos pasa en muchas ocasiones de la vida. A mí me pasa. Agrando tanto en mi mente lo que significa dar un paso, que no lo doy…, y, claro, eso conlleva que mi mente siga imaginando conclusiones, consecuencias  de lo que puede significar el salto, cuando realmente no hay salto. Hay un paso. Un solo paso.

Hoy escuchaba una locución de un programa de radio de  Pensamiento Positivo. (¿Pensamiento Positivo? Aaaaagh, otra vez noooo. Qué cosa más cansina… Bueno, depende. ¿Lo hablamos otro día?). El caso es que, en el programa, Sergio Fernández, al que he tenido el placer de escuchar en directo, presentaba a Lofthi El-Gandhouri, tunecino residente en Canadá, consultor y autor del libro “¿Te atreves?”. Con el título, te lo digo tó.

Y comenzaban la emisión recordando una escena de Indiana Jones en la que tiene que saltar un precipicio y su padre le dice que tiene que hacer un acto de fe: “Sólo cuando des el paso hacia el precipicio, se tenderá el puente”.

Guau.

¿Qué más puedo añadir?

Repetimos: “Sólo cuando des el paso hacia el precipicio, se tenderá el puente”.


Se me vienen a la memoria  las miles de veces en que he estado ante el precipicio y he dado un paso atrás, muerta de miedo. Y me he mantenido (y me mantengo) ahí, asustada, bloqueada e impotente.

Y se me vienen a la mente cientos de otras veces en que di el paso. Y el puente se tendió. Porque era una ilusión óptica, no había ningún precipicio, pero la ilusión sólo podía desvanecerse a base de acción, de pasos. Un pasito y luego otro, sin mirar atrás, sin mirar adelante. 

Disfrutando del momento en toda su dimensión, vértigos y miedos incluidos.
Y todo esto venía, simplemente, a que así he vivido yo este tiempo sin asomarme al peral: mirando al precipicio con temor, pereza y respeto. ¿Qué puedo escribir? ¿De qué te quiero hablar? ¿Qué más da si lo hago o no? Total, ¿pa’qué?. Y de repente, un día “tonto” como hoy, sin más, voy y doy el paso, uno solo, y aquí estoy, compartiendo imágenes y sensaciones contigo, bajo mi peral eterno y fértil. Sin preguntas ni expectativas, tan solo disfrutando del momento. Del paso. No era un salto, era solo un paso. No había un precipicio, era una ilusión.

Creo que, en cierta forma sí hay un vacío delante de nosotros, porque el “puente” es generado por nuestros propios pies al caminar. Y ya lo dijo mucho más bonito Machado hace tiempo: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.

De nuevo, ¿qué puedo añadir yo?

El camino se hace al andar, y el vacío se hace al pensar -desde el miedo- en el camino no andado. Y no pasa nada. Lo bueno es saberlo.


Pues nada, tampoco tenía yo mucho más que decirte hoy… Y mira lo que me ha costado “llamarte”, después de tanto tiempo. ;-)

(*) La imagen es de la isla de Inishmore (Islas de Aran) de nuestro viaje por Irlanda en 2012

jueves, 26 de noviembre de 2015

La posibilidad de lo imposible


Los semáforos se van tornando verdes a medida que me acerco a ellos. Están en rojo, voy bajando la velocidad y, un poco antes de parar, verdes… “Era broma, no pares, sigue adelante”, parecen decirme. Y eso es lo que quiero: seguir adelante.


Salgo de tu casa con una sensación ambigua: estoy feliz por haberte visto, por alguna razón, te siento como de la familia, con lo poco que en realidad nos conocemos; pero, también, molesta por lo que percibo como prepotencia disfrazada de generosidad.

Te cuento mi vida porque me apetece compartirla, sin más; con ganas quizás de verme contándote y descubrir en mi relato algo que tal vez no había sido capaz de ver antes. La clave a un misterio que ni siquiera sé si existe. Y tú no paras de decirme lo que hago mal y cómo debería hacerlo. Y dices que confíe en mis capacidades pero tú pareces desconfiar plenamente de ellas.

Y me siento reducida a etiquetas que tú aseguras no haberme puesto; y, sin embargo, de alguna forma, las veo ahí saltando en mi mente: “caótica”, “débil”, “insegura”, “perdida”. ¿Quién las ha despertado si no? Tal vez, yo misma.

…Tal vez yo misma. 

Alicia frente al espejo… Cuántas veces he tenido la sensación de estar al otro lado en esta misma escena, al pensar que estoy valorando a una persona por sus manifestaciones puntuales. “Eres una víctima”, “sólo te centras en lo negativo”, “vives en el mundo de las ideas”… Me descubro dando consejos y valorando en mi interior a la otra persona en función tan sólo de lo que me está contando. Y me pregunto cómo será todo lo que no estoy viendo, cómo será ser esa persona por dentro, cuánto hay que ni siquiera imagino.

Somos mucho más que lo que contamos. Nos hemos acostumbrado a describirnos con ciertas palabras, en cierto tono, con cierta intención, y termina pareciendo que nuestro discurso repetitivo y monótono nos define… pero nuestra esencia es inmensa e indefinible. 

Dice Sergi Torres: “hay ideas tan bellas esperando ser pensadas por nosotros”. Me parece en sí misma una idea grandiosa, realmente posibilista y abridora de puertas. Me resulta estremecedor tan sólo el pensar en esas ideas como ráfagas de aire puro, impregnadas de belleza y frescor, esperando tan sólo un momento de silencio y receptividad, para penetrar en nuestras mentes y tomar forma.

Silencio. Tal vez por ahí va la cosa… tal vez no necesite contarte tantas cosas, “contarme” tanto, sino callar y fluir. 

Hacer silencio y dejar de opinar tanto sobre mí misma y sobre el mundo. Y dejar espacio para que algo nuevo y fresco entre. Y, quién sabe, tal vez desde un silencio compartido, desde el mero hecho de pensar en la posibilidad de esas ideas tan bellas existiendo, ellas se decidan a “poseernos” y materializarse en un mundo más ¿...?. 


lunes, 9 de noviembre de 2015

Un mundo para personas

Seguramente, hasta hace unos meses todos los días se parecían mucho para Melinda en su restaurante en Molyvos. Mirando imágenes de “The Captain’s Table” en Internet, no puedo evitar recordar la película de Mamma Mia. Todo parece tan amable, tan bello, tan mediterráneo… El escenario perfecto para una historia romántica, sencilla, sin grandes pretensiones, más allá que disfrutar del lento paso de las horas de verano.

Pero esta historia no sale de una factoría de ficción, aunque parezca diseñada por una mente sórdida y brillante, con ganas de impresionar a crítica y público.

Esta historia comenzó hace mucho tiempo, de hecho, es tan antigua como el hombre, o al menos tanto como su miedo y su soberbia.

Quiero tu oro, quiero tu obediencia, quiero que adores a mi Dios -al que ni yo mismo sé honrar-, quiero que te parezcas a mí, pero sin brillar más que yo. Temo tus represalias, temo tu mirada, no me gusta el color de tu piel, no entiendo tu lengua –seguro que estás tramando algo contra mí-.

Quiero grandeza, imperios, sedas cubriendo mi piel, palacios en los que morar y pirámides donde dormir para siempre. Y lo quiero a costa de lo que sea.

Y yo te odio por esclavizarme para construir tu imperio, por explotarme para conseguir tus joyas, por maltratarme, ignorando mi humanidad sagrada y olvidando la tuya.

Y estos odios y estos miedos son hoy menos evidentes que en el principio de los tiempos, pero están. Son hijos, nietos y bisnietos de aquellos que iniciaron las primeras guerras.

No eres como yo: te temo, te odio, te someto.

Y en medio de este panorama desolador, siempre el AMOR, díscolo y rebelde, yendo contracorriente. El amor, con su locura y su ingenuidad, recuperando almas de ese odio cegador. Porque el que es ciego es el odio, el amor es capaz de ver donde el odio solo cierra los ojos, apretando los párpados por el miedo. El amor VE, el amor COMPRENDE, el amor CONSTRUYE.

Y hoy, en Molyvos, el amor se desborda cada día cuando Melinda McRostie y todos los que colaboran con ella, tratan de ofrecer una primera mano amiga a los refugiados que llegan (afortunados) a la isla de Lesbos, huyendo del terror y de la muerte.

No sé cuál fue el primer día en que su rutina dejó de ser la de preparar ricas viandas para turistas enamorados del sol y la luz del Mediterráneo, para convertirse en la de sacar agua, comida y mantas de donde no las había y atender a decenas, centenas, millares de personas que llegan desesperados en pequeñas barcas desde la costa turca, a unos pocos kilómetros de la isla.

No sé cómo debió de sentirse, ni cuáles fueron sus pensamientos cuando ya no pudo más y decidió que había que hacer algo. Las ONGs tardaban en llegar y, aun presentes, su ayuda era escasa para tanta necesidad. La gente se arremolinaba en cualquier parte, desgarrada, desesperada tras haber abandonado todo lo que era su mundo.

Llegaban a la isla miles de personas, tan de carne y hueso como ella, personas que hasta antes de ayer tal vez eran tan remolones por la mañana como tú y como yo, tan prudentes como aquel, o tan serios y trabajadores como aquella compañera de oficina. Y hoy se despiertan sin derechos, sin dignidad, con un mar por delante que cruzar y la nada al otro lado esperándoles.

Y ella decidió que esa nada fuera lo más humana posible, y tratar de ofrecer un “menú de bienvenida” que al menos constara de un bocadillo, un plátano y una botella de agua. Y se puso en contacto con el dueño de la discoteca OXY y montaron una carpa en el aparcamiento para dar cobijo a los que cupieran.

Y algunas personas empezaron a ofrecerse para echar una mano. Yo les llevo mantas, yo reparto la comida, yo organizo las filas… ¿Y mañana?

Porque Molyvos no es más que la primera meta… luego está Mytilini, a 60 kilómetros, desde donde partir a Europa, la vieja Europa… La meca de la libertad y el respeto, donde todo es civismo e igualdad de oportunidades.

Y las familias, con sus pocas pertenencias, se ponen a caminar esos sesenta kilómetros que les acercan a una quimera y les alejan de la pesadilla. Bueno, ahora, ya no; ahora ya casi todos pueden viajar en los autobuses que fletan las ONGs presentes. Y otros consiguen plaza en coches de particulares que se prestan a llevarles.

Vienen de un horror sin sentido y les espera una pasividad sin calificativos.

Pero entre tanto… encuentran calor y ánimos, cobijo y comida de la mano de gente que tampoco imaginó nunca ser protagonistas de una historia con este argumento.

Melinda y sus compañeros han formado la Starfish Foundation. De la nada. Starfish por aquella historia de la niña que, tras la bajamar, trataba de devolver al fondo a las estrellas de mar varadas, para darles la oportunidad de seguir viviendo. Y cuando un adulto, enternecido por su gesto, le preguntó para qué se tomaba la molestia pues no tenía sentido un esfuerzo así, cuando eran millares las estrellas en la orilla… ella respondió sin dejar su faena: para esta estrella sí tiene sentido.

He sabido de esta historia gracias a Josepe García, profesor en mi curso de Coaching, del que aprendí que “las presuposiciones de la mente para argumentar una excusa sólo pueden ser desmontadas por la ACCIÓN”. Y él, dando ejemplo, tras ver una noche más las noticias sobre los refugiados, decidió irse a comprobar con su propia mirada lo que estaba pasando. Y conoció a Melinda y los de Starfish y colaboró con ellos unos días, haciéndose la promesa de continuar su apoyo a la vuelta.

Y así, organizó un evento con ponentes muy reconocidos* para dar difusión a lo que pasa en un pequeño pueblo del Mediterráneo, y para seguir sembrando semillas de POSIBILIDAD, de ESPERANZA y, en definitiva, de AMOR… Amor, esa energía opuesta al miedo y que ayuda a VIVIR, en lugar de sobrevivir.

Cada ponente sembró, a su vez, semillas de CONCORDIA, de ABUNDANCIA, de COMPASIÓN, de ACOGIDA, de ENCUENTRO de lo distinto –pero ya no distante-

Y hoy yo sigo su ejemplo con mi pequeña contribución. Y os presento, a quienes no la conocieseis, la labor de Starfish Foundation. Y os animo con toda mi ilusión a mirar hacia dentro de vuestro corazón y a sacar eso que está ahí esperando ser compartido: una sonrisa a tiempo, una mirada de reconocimiento, una mano amiga, una palabra reconfortante, un donativo, un “hago las maletas y me voy a ayudarles”, un “alzo mi voz y me permito acoger al diferente y darle la oportunidad de demostrarme que es tan digno de reconocimiento como yo mismo”.

No reprimas tu amor, ni ese pequeño gesto que está deseando salir de ti. No será tan pequeño cuando se una al de todas las otras gotas del océano que somos cada uno de nosotros, dándole así la razón a Teresa de Calcuta:

 “A veces, sentimos que lo que hacemos es tan sólo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota".

Otro mundo es POSIBLE. Con nuestro amor al descubierto, con el gota a gota incesante de nuestra Humanidad por encima de nuestro miedo.

¡¡¡ADELANTE, aquí y ahora!!!

La Fundación Starfish en Molyvos:

Alguien de Harvard habla de esto mismo:

El restaurante The Captain's Table:


*Mis meditaciones de hoy están plenamente inspiradas en el evento "Un lugar para personas" ideado e impulsado por Josepe García y su Instituto Impact de la mano de Instituto HUNE.

Ponentes:
Javier Iriondo (y sus historias de gente que se encuentra al darse), Antonio Garrigues (impecable voz de la conciencia que llama a Europa a sacudirse las telarañas de su comodidad), Ramiro Calle (compasión y servicio, empezando por uno mismo), Sergio Fernández (sintonizando "Abundancia FM"), Ovidio Peñalver (y su varita mágica despertadora de conciencias y corazones), Mario Alonso Puig (inmenso, entrañable, científico con alma y emoción), Felipe Reyes (grande y generoso) y Joaquina Fernández (certera y sintética como pocos).


Presentando el acto y también ponentes: Anne Igartiburu (bellísima persona más allá del personaje) y Josepe García (gracias por tu don para hacernos conectar con nuestro Ferrari interno y ponerlo al servicio de un mundo mejor ;-) )

Imágenes prestadas de la web del restaurante The Captain's Table en Molyvos. Thanks Melinda and Theo!! y de la página de FB de Josepe García (gracias de nuevo)

jueves, 29 de octubre de 2015

Bien, gracias

-          Hola, Fulanito, cuánto tiempo, ¿cómo estás?
-          Bien, ¿o te lo cuento?

Este diálogo simplón en plan chiste siempre me ha parecido sumamente descriptivo de la realidad, al menos en mi caso. Hay épocas en que no me aguanto ni yo misma, en que me replanteo mi mundo de cabo a rabo y ya no tengo nada en pie. Momentos en que estoy rota por dentro, por unas u otras circunstancias… Y si me preguntan, allá que voy, con sonrisa incluida, entonando, casi cantando, un ya habitual: “Muy bien, gracias”

Mentira.

Pero mentira de la buena, mentira de la que se dice por no agobiar al otro con tus desasosiegos, o por las prisas (“¿cómo le resumo yo ahora a éste mi situación en 2 minutos?”), o por comodidad (“total, ¿pa’qué?”), por “economía” (“¿qué gano yo contándole cómo estoy de verdad?”), o por miedo.

Sí, yo en mi “Bien, gracias”, a veces veo miedo. Miedo a que se descubra que no sólo soy esa persona sonriente y despreocupada que muestro a menudo. Miedo a exponer mi vulnerabilidad. Qué tontería, ¿no? Pues, sí.

Miedo y vergüenza. Yo tengo que estar a la altura de no sé qué circunstancias y no me perdono ni un mal gesto, ni un día gris. Al menos, no en público.

Sin embargo, algo parece estar cambiando dentro de mí. Últimamente he decidido experimentar… y pasar a la segunda parte del chiste. Y voy y lo cuento. A ver, tampoco me pongo a pregonar mis interioridades a la primera de cambio, que una es muy suya, pero pruebo a responder diferente y más sinceramente.

-¿Qué tal?
- Pues mira, con esto del otoño… al borde de la crisis existencial.
- ¿Pero tú, con lo que eres?
- Pues sí, yo, con lo que soy.

Y me gustaría añadir: Con toda mi riqueza y mi miseria, con toda mi fuerza y mi debilidad, con mi conocimiento y mi ignorancia… Toda yo: a veces, pienso que voy hacia el abismo. Porque yo, cuando me dejo llevar por el dramatismo, dramatizo como si no hubiera un mañana. Y me veo a pique de acabar como Virginia Wolf, pero sin su talento, y se me viene a la cabeza la deprimente y magistral banda sonora de Las Horas, y me veo flotando, río abajo, abandonando toda esperanza y toda lucha…

Pero no lo digo, o solo a algunos. Porque en el fondo, sé que yo soy esa máscara de tragedia griega… pero sólo es eso: una máscara. Como la máscara de chica sonriente y cordial, pizpireta y cuchufleta. Mi esencia está más allá de las mascaras y sobrevive a la depresión y a la euforia, a los rumbos perdidos y a los excesos de planificación. ES. Y punto.


Lo bonito de este experimento, lo que me encanta de este permitirme mostrar un lado más de mi multifacética personalidad, es que el otro se permite hacer lo mismo. Y de repente, descubro frente a mí otra cara de otro multifacético personaje. Porque a todos nos pasa un poco igual. Y mola jugar a ser los que somos y no los que creemos que gustan más ahí afuera.