De
pequeña, me encantaba sentarme en los sillones al revés de lo habitual: cabeza
abajo, con los pies en el respaldo y el cuerpo en el asiento. Sobre todo, me
gustaba sentarme así a la hora de la siesta, sola en la salón.
En
mi casa, la hora de la siesta era (es) sagrada. Sólo había una regla, una regla
de oro: “no tienes que dormir, pero tienes que respetar a los que quieren
dormir y, por tanto, no se puede hacer ruido”. Este recuerdo me reafirma en mi
convicción de que los niños no son animalillos salvajes y que, si se les habla
con cariño, respeto y firmeza, comprenden las normas –pocas, razonables y adaptadas a su edad- y encuentran su manera de cumplirlas de una forma
entretenida e, incluso, lúdica. Pero eso es algo que podemos comentar otro día.
Las
siestas me enseñaron la teoría de la relatividad, aprendí que una hora puede
ser un tiempo infinito, si estás esperando frente al despertador que tu padre
se despierte para que siga charlando contigo, respondiendo con infinita
paciencia a todos tus “porqués”.
Su
despertador era de esos de números en forma de laminitas: cada número estaba
compuesto por dos mitades y la mitad superior caía sobre la inferior, dando
lugar al siguiente minuto o a la siguiente hora. Mi padre me decía: “¿Ves?”,
ahora pone 15 y 30; cuando en lugar de este cinco haya un seis y vuelva a poner
30 aquí -señalando el lugar de los minutos-, me despiertas.” Y yo me sentaba
delante del reloj y veía pasar los números, uno tras otro, desarrollando mi propia
paciencia y comprendiendo que el tiempo es algo que se estira o se encoge, en
función de para lo que lo utilices.
Pero
la mayoría de las veces, empleaba las siestas para imaginar. Me sentaba en esa
postura con los pies hacia arriba e inventaba historias y personajes. Siempre
había un hilo común: una niña muy pobre que lograba, con su trabajo e ingenio,
hacer una fortuna, y entonces llegaba un príncipe y se enamoraban. El príncipe
no la rescataba, sino que llegaba cuando ella se había convertido ya en una
rica plebeya. Un poquito “disney”, un poquito “armas de mujer” (siempre he sido bastante ecléctica…)
El
caso es que hoy día continuo adoptando esa postura (en el sofá ya imposible,
pero en la cama, perfectamente) para dejar fluir mis pensamientos, para soltar,
para volar…
Me
tumbo en la cama y coloco los pies sobre el cabecero y vuelvo a mis seis o
siete años, a la época de la posibilidad, del libro de la vida apenas estrenado
y casi todo en blanco, a la etapa de la confianza, porque yo por aquel entonces
aún creía en mis superpoderes.
Tumbada,
miro mis pies grandes, en los que empiezan a asomar juanetes y venas marcadas,
y solo veo unos piececitos, grandes también para aquella edad, pero suaves,
tersos y lozanos. Y se entretejen las historias de ayer y de hoy, y de repente
parece como si aquella Rocío cogiera de la mano a la Rocío de hoy y la llevara
con seguridad hacia un banco en un parque.
Y
se sentaran las dos. Y miraran al frente y levantaran los pies al mismo tiempo
para mecerlos atrás y adelante, pero la Rocío actual se da cuenta enseguida que sus
piernas ya no cuelgan en el banco y no puede mover los pies como en aquellos tiempos.
“Pero
ves en todas partes”, se oye decir a la pequeña. “¿Cómo?”, pregunta la mayor.
“Sí, acuérdate de cuando eras como yo y necesitabas que alguien te aupara para
ver más allá de un muro, o en un desfile o en la cabalgata de Reyes. Ahora lo
puedes ver todo tú sola”.