lunes, 2 de marzo de 2015

Razones para el amor…

…para la alegría, para la esperanza, para vivir. Muchas razones me fue dando José Luis Martín Descalzo domingo a domingo en su artículo semanal y, posteriormente, en sus libros (¿o fue a la inversa?, bueno, no importa).

Hoy, no sé a santo de qué, me he acordado especialmente de este hombre. El padre Martín Descalzo fue de los primeros que “me habló" de cosas que de verdad me importaban en un lenguaje que de verdad entendía. A los quince o dieciséis años, mi mente y mi cuerpo podían estar muy entretenidos en la inefable tarea de crecer y aprender a desenvolverse en este mundo, pero mi alma sentía una sed que mi educación católica calmaba sólo en parte.

Curiosamente, mis vías de crecimiento, llamemosle espiritual, venían desde muy pequeña de lo que aprendía de la religión… de las letras de las canciones de Serrat, y de la poesía de Machado o de Miguel Hernández.

Mi mundo interior se ha ido forjando con fuentes de inspiración de lo más variopintas, porque así es la vida: un telar diseñado con mil colores y diseños, siempre en expansión.

Y José Luis hablaba desde un punto de vista cristiano, obviamente, pero desde una palabra honesta, abierta, humana, llena de paz y de acogimiento. Y no sé por qué digo “pero”, ya que ser cristiano, por definición, debe comprender siempre una llamada a la honestidad, a la apertura, a la paz y al amor que acoge incondicionalmente.

Para mí, cualquier religión, la de los cristianos, los musulmanes, judíos, budistas, hinduístas,… debería ser una llamada a la unión, a la búsqueda de ese amor en el que todos cabemos y desde el que todos podemos llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos.

La religión, desde mi punto de vista, es un camino de búsqueda de trascendencia. Y esa búsqueda, entiendo yo, puede hacerse desde las “autovías” de las grandes religiones, o desde una senda personal y única, creada a base de pasos constantes e inciertos. Y, muy a menudo, desde una mezcla de ambas. Todo recorrido, cuando se hace desde la autenticidad y el respeto, tiene su gracia y su validez. Y es que a fin de cuentas dicen todos los caminos llevan a Roma, que leído al revés es Amor.

En mi viaje interior, la religión en la que crecí me vino muy bien como camino en los inicios, aunque reconozco que la imaginería asociada y algunos de sus preceptos me causaron más de un quebradero de cabeza, más de una pesadilla y más de un nudo en el corazón. Me vino muy bien, entre otras cosas, porque en muy pocos lugares fuera del ámbito religioso, oía yo hablar de valores humanos, de conocerse a uno mismo, de actitudes como el servicio o la lealtad o el amor por el trabajo bien hecho.

Y el padre Martín Descalzo, más tarde, me ayudó a seguir mi camino con más ligereza, con menos “dolor de los pecados” y más “alegría por los dones recibidos”, con menos falsa modestia y más ganas de compartir la riqueza interior de mi alma y de conocer la de los otros.

Con los ojos del alma siempre abiertos de par en par, muchos otros personajes han conseguido inspirarme desde entonces, desde muy diversas esferas.

Richard Bach, con su Juan Salvador Gaviota. Y El Principito de Saint-Exupéry. O Michael Ende con la deliciosa Momo. El brillante y polémico “despertador de almas” Anthony de Mello, o Darío Lostado, Amado Nervo… También, escritores como Carmen Martín Gaite o Benedetti que, con su forma de mirar al mundo, me han invitado a mirar yo también desde lugares nuevos.

Sin ningún rubor, reconozco que también me abrieron –y me abren- ventanas nuevas para refrescar el alma autores de lo que algunos llaman “New Age” como Paulo Coelho,  Osho, Jorge Bucay, Louise L. Hay, Deepak Chopra, Wayne Dyer, Eckhart Tolle,…

Y filósofos o pensadores, que desde diferentes disciplinas, plantean sus propios enfoques, como José Antonio Marina, Pablo d’Ors, Alex Rovira o Mario Alonso Puig.

Y, cómo no, hay un lugar especial y muy querido en mi corazón para la palabra y el mensaje de Khalil Gibran, Rumi o Rubindranath Tagore.

Para tratar de responder a las eternas preguntas de ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿hacia dónde voy?, ¿hay vida después de la muerte?, y todas las cuestiones que se pueden derivar de ellas… cualquier fuente de inspiración es buena para mí. Me consta que me faltan muchos clásicos, casi todos, soy un poco vaga para acudir a ellos, algún día empezaré, quizás…

Leo, escucho, saboreo, asimilo, retengo unos mensajes y desecho u olvido otros. Todo para conseguir vibrar cada vez por más tiempo en esa frecuencia que me permite fluir, ver la vida en base a posibilidades -y no a obstáculos-, encontrar lo que me une al otro y no tanto lo que me separa, y disfrutar de un cierto grado de serenidad fértil en este extraño viaje entre el nacimiento y la muerte.

Lo siento pero no puedo vivir de “simple materia” cuando cada vez más se demuestra físicamente que lo que menos hay en este mundo es eso: materia. Y lo que más: un espacio inmenso entre átomo y átomo donde radica el misterio más fascinante del ser humano.

Y para seguir ahondando en ese misterio, bienvenidas sean todas las linternas de buena voluntad. Y doy gracias a todas las que hasta ahora han ido iluminando y haciéndome más transitable mi propio sendero.


lunes, 23 de febrero de 2015

Ábrete Sésamo

Las puertas de la cueva del tesoro no se abren porque sepa pronunciar correctamente las palabras mágicas. Las puertas se abren cuando las pronuncio al tiempo que cabeza, corazón y vísceras se conectan con mi intención de abrirlas.

Me di cuenta, así por casualidad. A ver, yo esto ya lo sabía “de siempre”, sí, mentalmente sabía que la intención es importante, pero no me daba cuenta de que hay que trabajar con todo el cuerpo alineado. Hay que entender con la razón. Hay que sentir con el corazón. Y hay que sentir con los sentidos. Todo tiene que trabajar en la misma dirección. Y todo trabaja al mismo tiempo.

En mi proceso, he comprendido que es necesario escuchar al cuerpo, conocer sus ritmos, sus necesidades y sus gustos. Y para eso no me ha venido nada mal aprender un deporte nuevo. Nunca imaginé que comenzar a esquiar iba a permitirme un proceso de aprendizaje desde cero, en el que detectar mis formas de aprender, de asimilar lo aprendido, así como mi necesidad de seguridad, de avanzar poco a poco y repetir ejercicios cientos de veces en entorno seguro, antes de pasar a la siguiente etapa.

Merece la pena descubrir los miedos que van surgiendo y cómo me hablan al oído, y cuáles son mis recursos para recuperar el poder: el tesón, la constancia y, cómo no,  la confianza (que descubro en un rincón oscuro de mi corazón, llena de polvo por la falta de uso).

Y en mi proceso de aprendizaje necesito premios, necesito indulgencia y suavidad, cariño y comprensión. Y de la primera persona que lo necesito es de mí misma.

Y en mi proceso vital, puro aprendizaje, a menudo he intentado ir hacia la meta con los pies corriendo en un sentido y el cuerpo rotado en el sentido opuesto. Imposible. El esfuerzo me deja extenuada pero desde luego no avanzo ni un metro. O avanzo hasta perder el equilibrio, caerme y desanimarme por una temporada.

Mi pregunta hoy es cómo volver a rotar mi cuerpo hasta alinearlo todo en la misma dirección.

Y una de las primeras respuestas que me surge es: dejando de forzar las cosas, dejando de buscar el método, dejando de hacer y hacer y, por supuesto, dejando de pretender controlar el resultado

Y empezando a sentir, a escuchar, a enfocar la atención en lo que se parece a lo que yo quiero. Y digo enfocar, no aferrar, porque la cosa no va de obsesionarse con el proceso sino todo lo contrario, de fluir con él.

A mi mente le ayudan el silencio y la música. Y escribir. A mi cuerpo le ayuda estar activo, tonificado y ligero. A mis sentidos les ayuda estar receptivos a los estímulos que despiertan su curiosidad, su bienestar, su placer. Y en todo esto tengo mucho margen de actuación. Todo esto puedo irlo materializando en pequeñas acciones cotidianas y constantes.

Y así, con una intención alineada, fluida y confiada, con una acción continua, constante, se irán abriendo las puertas de la cueva del tesoro cada vez más rápido.

lunes, 16 de febrero de 2015

Cambio de foco


Man in the Mirror (Michael Jackson)

Quiero decirte que no vale la pena perder las energías pretendiendo que otros cambien. Y cuando te digo esto… estoy usando, una vez más, mis energías para que cambies  tú.

Me da pena ver que te enfocas en lo que te molesta de los otros, en lo que consideras injusto, en las conductas perjudiciales para su salud y su bienestar -que ellos obviamente deberían ver y no ven-. Y a la vez, yo me estoy enfocando en los pensamientos y conductas que, desde mi perspectiva, te hacen daño a ti y que deberías ver y no ves.

Somos como un holograma, cuando me asomo a tu realidad para cambiarla, veo la mía idéntica y repetida dentro de la tuya. Y a la inversa. Cada vez que pretendo “mejorarte” estoy haciendo más profundo el holograma.

Pero entonces, siempre me surge la duda: ¿cómo puedo dejar de decirte lo que para mí es obvio que va a ayudarte a estar mejor? Sería como desentenderme de ti, como “pasar” de ti, como un “hala, búscate la vida”… Y al pensar así me doy cuenta de que eso mismo piensas tú cuando te metes en la vida de otro sin conocer los entresijos de su historia, de su ser.

Mantenerme al margen, como “neutral”, me parece frío e indolente. Y sin embargo veo a personas que admiro y que no juzgan, no valoran, no “educan”, no interfieren; y no me resultan ni frías ni mucho menos indolentes. Ellas dejan SER a los demás. Y los demás se abren a ser más allá de sus “torpezas”. Es mucho más fácil permitirse ser más ante quien no te juzga, ante quien te acepta tal cual eres.

Pero mi tendencia “didáctica” es irresistible. Y a la menor de cambio me pillo “educándote”. Perdóname.

¿Qué puedo hacer? Hay quien dice que es “tan sencillo” como cambiar el foco: de querer “cambiarte a TI”, de ver lo que se puede “mejorar” en ti… a ver cómo puedo cambiar YO y qué quiero mejorar en MÍ.

Y no desde una actitud “correctora”, sino desde una actitud de darme cuenta de qué me limita y qué me ayuda a conectar más con mi esencia, con lo que me hace sonreír desde lo más profundo del corazón, con lo que me da paz.

Es mi gran asignatura pendiente porque conlleva el bucle en sí misma: cuanto más veo que algo me hace bien a mí, más ganas me entran de “enseñárselo” a otros. Y no, no es el camino. Cada uno aprende de verdad cuando experimenta su propio aprendizaje.

Tal vez, como mucho, puedo compartir mis experiencias con quien me pregunta, pero desde luego… soltar “lecciones sin cita previa” es tan inútil como desgastante.

Pero todo esto, una vez más, es algo que no se aprende de memoria, hay que sentirlo, hay que creerlo con cada una de nuestras células. Y yo aún estoy en proceso de asimilación. Todavía no he hecho “clic”. A lo mejor me falta alguna pieza en el puzzle, a lo mejor me falta seguir siendo constante en buscar mi propio cambio, mi propia luz.


Y a propósito, ¿tú qué piensas de todo esto? He preguntado, ergo, estoy dispuesta y animada a escuchar las lecciones que cada cual haya aprendido en su propio camino.

lunes, 9 de febrero de 2015

Desde mi Olimpo

Lo único que se salvó del contenido de mi “caja sagrada” fueron aquellos pocos folios de reflexiones que saqué por casualidad. Cuando cogí uno y me puse a leerlo, me salió sin remedio una sonrisa indulgente. ¿Cuándo escribí aquellas reflexiones? En 1999. ¿Qué decía en ellas? Exactamente lo mismo que podría estar escribiendo hoy, quince años después. 

Entonces, como hoy, me preguntaba por qué se me olvida mi grandeza, por qué se me olvida la magia y mis pequeños trucos para recuperar mi centro: ese centro que me permite responder en lugar de reaccionar, ese centro que me permite ver más allá de la dificultad actual y me hace generar opciones e ideas, nuevas posibilidades.

A lo mejor no fue tanta casualidad que sólo se salvaran estos folios. Y si lo fue, yo puedo hacer que la casualidad tenga un sentido: recordar. Pero esta vez recordar lo verdaderamente importante. Recordar dónde está mi monte Olimpo, desde el que soy capaz de ver mi vida con perspectiva y frescura, y desde donde recupero mi poder, en lugar de sentirme una víctima de mis circunstancias. Y, por supuesto, recordar cómo he de hacer para subir hasta allí.

Tengo cientos de recursos para regresar al Olimpo y la mayoría son verdaderamente sencillos: la música, la respiración, el silencio, pasear por la naturaleza, una buena conversación, un baño en el mar, visualizarme en el entorno y el estado que necesito, pronunciar ciertas palabras (suavidad, ligereza, mariposa, perdón, horizonte, volar, fluir, cascada)…

La vida no es siempre un tsunami que nos arrasa, a veces puede serlo, pero no lo es constantemente. Generalmente, siempre cabe una acción por nuestra parte para producir un cambio, por ligero que sea. Con mi intención, mis actos y mis pensamientos, puedo inclinar aún más la balanza hacia la preocupación, el malhumor, la ira, el desasosiego… O hacia la aceptación del momento, tal cual es, para permitir que pase, que fluya, que no se estanque. 

Aceptar mis emociones, las que juzgo como “buenas” y las “malas”. Aceptarlas pero sin aferrarme a ellas.

¿Para qué agotarme en quejas y reproches? ¿Para qué desesperarme esperando lo que no tengo? ¿Y si empleo las energías de que hoy dispongo en enfocarme en lo que quiero y en el paso que HOY puedo dar para conseguirlo? 

Algo me dice que cuanto menos trate de controlar el resultado y más me ocupe de responsabilizarme de mis acciones cotidianas y de mi estado interno, más sencillo y pleno será mi viaje. 

Una dirección, una próxima etapa y un primer paso. Poco más para empezar. Un deseo y una acción. Pero empezar y continuar. Un día y otro, y otro más. Hasta que las inercias limitantes se marchiten por falta de riego. Y broten nuevas inercias mucho más interesantes.

*Imagen tomada en el Glacier Point. P.N. Yosemite (California, EE.UU), una de las perspectivas más bellas que he podido contemplar.

lunes, 2 de febrero de 2015

En el lugar de los recuerdos

En mi afán de dejar sitio a lo nuevo, a lo que está por venir, cada dos por tres hago una revisión de armarios y cajones para ver lo que ya no necesito. Esto sucede como mínimo dos veces al año, ya se sabe cómo son los cambios de estación… Y es que yo, por estaciones, entiendo sólo “primaverano” y “otoñinvierno”.

Tras la lucha inicial entre el apego y las ganas de liberarme y generar espacio, voy amontonando lo que ya no sirve, y me doy cuenta de que servir, servir… qué poquitas cosas me sirven. Qué poco hace falta en realidad y cuánto acumulo… Pero no sigo  por ahí, pues mi lucha entre la austeridad más espartana y mi pequeño síndrome de Diógenes no son objeto de esta reflexión de hoy.

Y recuperando el hilo, el otro día, en mi última revisión de armarios, llegué al santo grial de mis recuerdos: una caja que llevaba años sin abrir, porque lo que hay allí es tan sagrado para mí que sería absurdo abrirla para revisar. Pero esta vez, la abrí.

Y allí había fotos, mi colección de tarjetas telefónicas de distintos países, conchitas de vete a saber qué playas, billetes del Cercanías Dos Hermanas – Sevilla (de algún trayecto olvidado en el que estaría especialmente pletórica por lo acontecido ese día, también olvidado), marcapáginas con frases preciosas, y algunas cartas de amores caducados. También había varios folios con reflexiones de esas que solía escribir en los años de instituto y universidad, y que, por alguna razón misteriosa, siempre me ocupaban justo un folio por delante y por detrás.

Cogí uno de esos folios, y dejé el resto al lado de lo que pensaba tirar. Cuando pasamos por el punto limpio para reciclar, con todo lo amontonado ese día, Mori me preguntó por la caja y, sin pensar, dije: “¿esa?, ah, sí, es basura general”. Y allá que la tiró.

No me di cuenta hasta mucho después ya en casa. ¿Dónde está mi caja de recuerdos? ¿Dónde está mi santo grial? Y entonces, recordé. Y curiosamente, todo lo que me vino en mente fue: “ah, pues ya no hay remedio, así que, a seguir adelante”.

Estuve a punto, no lo niego, de entrar en un diálogo interno de culpa y remordimiento, de nostalgia, de duelo por las cartas que no llegué a releer y los pequeños recuerdos que ya no veré más. A punto. Pero una voz más firme y potente dijo: “¿Pa’qué?”

Y no ha pasado nada, sigo viviendo tan a gusto o tan incómoda como antes, como cuando la caja estaba ahí y yo no le hacía ni caso. Eso sí, me ha quedado un hueco estupendo para meter las botas de montaña.

lunes, 26 de enero de 2015

Lo que queda en la memoria

Mirando atrás, imagino que mi historia es como un collage formado por infinidad de imágenes que recogen instantes vividos. Pero siento que mi memoria tiene el extraño efecto de ir perdiendo poco a poco esas imágenes, dejando sólo unas pocas.

Imagino que el póster de mi vida tuviera cientos, miles de fotogramas para recordar. Y van desapareciendo uno aquí, otro allá, otro por aquella esquina. Y en su lugar quedan espacios en negro. Plin, plan, plin, plan, se van desvaneciendo y quedan tan sólo diez, tal vez veinte, dispersos sobre el fondo negro. Y en ellos se recoge obligación, agendas, aburrimiento, expectativas frustradas, y también algo de alegría, pero no mucha.

¿Eso puede ser? ¿Eso puede representar mi vida? Entonces, una melodía, una frase, un reencuentro, un olor, me hace recordar otros episodios, otros momentos, otros sentimientos. Y me doy cuenta de que ha habido mucha más alegría de la que se instaló en mi memoria. Y se van encendiendo los fotogramas perdidos.

Vivir mirando atrás puede resultar peligroso –para empezar, no te das ni cuenta de lo que tienes delante-, vivir aferrado a lo que fue es absurdo; vivir con una imagen distorsionada y negativamente sesgada de lo que pasó, de lo que se sintió,  es cuando menos injusto y duro para uno mismo.

Por eso disfruto de los momentos en que se despiertan en mí recuerdos gratificantes y felices. Cuando esa palabra o esa melodía me trae a la mente una nueva escena del pasado. La mayoría son sencillamente escenas livianas, detalles cotidianos: la sensación de calor, cansancio y plenitud tras los recreos en que jugábamos “al matar”1, al pañuelo, a la “piola”2, al elástico, a saltar a la comba…, el olor de los libros nuevos del colegio en septiembre, las olitas mínimas rompiendo en la orilla y volviendo atrás, a buscar sus orígenes profundos, el brillo de unos ojos al atardecer…

De esta forma, los fotogramas se van recuperando. Mi mochila de vivencias se hace más ligera y mucho más llevadera. Porque mi historia deja de ser una historia complicada, de superación de conflictos, de ausencias y vacíos. Y empieza a ser una historia más completa, una historia con momentos de sofá y lágrimas, pero llena también de inspiración, de risas, de juego, de complicidad, de bucear en los océanos de la amistad, de llenar la pista de baile de ritmo, emoción y sudor.

Y así, el impulso de las sensaciones revividas me hace avanzar en el presente con más suavidad, con más ganas.

1 Balón prisionero, balontiro. 2 Pídola

lunes, 19 de enero de 2015

¿Dónde está el País de las Hadas?



¿Dónde están mis fuentes de inspiración?

¿Dónde está el País de las Hadas?

¿Dónde quedó aquella Rocío, pequeñita, soñadora, capaz de llenarse de alegría, de ilusión y de colores, capaz de imaginar nuevas posibilidades, con sólo escuchar una melodía?

Esta fue sin duda la música que más me inspiró en mi infancia y en mi primerísima juventud. Suave, dulce, mágica, apoteósica, sencilla. La escuchaba una y otra vez, una y otra vez, pulsando el botón de “rewind” en un viejo radiocassette.

Despertaba en mí una explosión de colores, y visiones de hadas y bosques empapados de rocío. Despertaba mis ganas de bailar, de saltar como un duende, de viajar para conocer lo inexplorado. Despertaba la idea de magia: era mi puente a un universo de arco iris, hologramas y caleidoscopios; un mundo de movimientos sutiles, bellos y elegantes, llenos de armonía y color.

Y desde esos mundos era más fácil creer. Y crear. Y desear. Y confiar.

Hoy empiezo ya a hartarme de ser una persona razonable y con los pies en la tierra, empiezo a aburrirme del dos y dos son cuatro y del “aguanta, que con la que está cayendo…”. Quiero encoger súbitamente y seguir el halo de un hada para descubrir el escondrijo por el que se regresa a la niñez, ese estado en el que se sabe CREER de verdad en uno mismo y en el mundo que nos rodea, y se sabe VER más allá de las formas básicas y se encuentra la belleza y la sorpresa en cada esquina.

Hoy es un buen día para cruzar la frontera, para recuperar la ilusión a lo Campanilla, para inventar palabras mágicas, para descubrir la complicidad en unos ojos extraños, para inventarles vidas disparatadas y divertidas a los compañeros de viaje del metro –por muy grises que quieran aparentar-

Hoy es un buen día para cambiar de onda y recuperar aquella que me hacía vibrar y ser yo.