martes, 11 de julio de 2023

Más allá de la luz

Mi madre adoraba la luz y el mar, por eso la pintura de Sorolla era de sus preferidas. Yo he heredado su pasión y muchos de los cuadros del pintor me conectan de inmediato a sensaciones placenteras, a recuerdos amables de mi infancia… Imagino que para ella era igual, incluso más, puesto que su infancia y su juventud trascurrieron en Ceuta, una ciudad en la que el mar es omnipresente.

A ratos, quisiera volver a esos veranos de la niñez, sentir la liviandad de tener toda la vida por delante y no preocuparme más que de escapar del aburrimiento de las largas siestas de los adultos, durante las que no era obligatorio dormir, pero sí guardar silencio.

Hoy vivo momentos de extrema nostalgia, y la añoranza de aquellos tiempos me desgarra por dentro y me baña en lágrimas que parecen no tener fin. También hay otros momentos en que mi adulta herida se adormece y la niña curiosa sale de nuevo a explorar el mundo

Hace unas semanas, la curiosidad me llevó a la exposición de Sorolla en el Palacio Real. Además de repasar la vida del pintor a través de 24 de sus obras, algunas de ellas nunca antes expuestas, me llamó la atención la experiencia de realidad virtual con la que finalizaba el recorrido.



Tras visitar una primera sala que mezcla proyecciones de sus cuadros -a una escala enorme- en las 4 paredes, con textos de su correspondencia, fomentando así una inmersión casi literal en su obra y su vida, se visitan 4 salas no muy grandes con sus cuadros y, al final, la realidad virtual.

Al principio, dudé si entrar o no porque esto de las gafas me generaba cierta ansiedad. Las personas que atendían a los visitantes recomendaban que si alguien sufría vértigo o mareos no participase en la actividad. Mi adulta temerosa preguntó qué había que hacer en caso de agobiarse con las gafas o marearse y, con las explicaciones claras, entró de la mano de la niña ilusionada.

El inicio fue realmente desconcertante: no veía el suelo, ni mis pies, en realidad nada de mi cuerpo, más que unas manos pequeñas y como de estatua de bronce, donde deberían estar las mías y que reproducían mis movimientos. De las personas cerca de mí, solo una pequeña cabeza como de alienígena, flotando en un espacio sin límites.

Poco a poco, una flecha se iluminaba en un suelo inexistente, indicando la dirección hacia la que caminar. Y arriba, abajo, en todas partes, aparecían elementos de la obra del pintor.

Más allá de la relación con la pintura, la experiencia en sí misma me resultó extraordinaria: era una metáfora en vivo de “otra vida”, “otra dimensión”, “otra realidad”. Verme sin los referentes habituales de mi cuerpo, sin orientación en el espacio y aun así experimentando lo que iba ocurriendo a mi alrededor me resultó desconcertante y emocionante a partes iguales. O, quizás, mucho más desconcertante al principio, implicándome cada vez más a medida que la extrañeza de las sensaciones iba dejando paso a una cierta confianza.

“Si hay una vida después de esta, el tránsito debe parecerse mucho a esta experiencia”. Ese era el pensamiento que me revoloteaba como las imágenes que surgían cuando mi extraña mano de bronce intentaba tocar algo de ese mundo tan nítido como inexistente. Ese miedo a dejar de habitar el cuerpo que consideramos parte fundamental de ese “yo” que nos define. Esa extrañeza al perder los referentes habituales: el suelo bien diferenciado del cielo o de las paredes. Ese oír voces familiares y girarse para no ver más que cabezas flotantes… 

En esos momentos, debe de hacer falta mucha curiosidad y confianza para adentrarse en la nueva realidad sin resistencias. Una mirada de niño…

Y, quizás, cada nueva etapa de la vida tenga un poco de esto: dejar atrás tantas cosas que eran tan familiares para nosotros y nos daban seguridad, aunque fuera a un precio elevado, y abrirse a lo nuevo con sereno y confiado asombro.

Eso quiero creer, desde estos momentos de transición que atravieso. A pesar de que mi adulta se aferra y se siente ciega ante el futuro, la niña confía, quiere seguir jugando con frescura y alegría; quiere seguir mirando cuadros de Sorolla y llenándose el alma de belleza, de sensaciones livianas, de risas, de inmenso amor creador, de ese que sabe que las lágrimas sólo están ahí para aliviar el peso de las inevitables despedidas.

Y en su inocente sabiduría, murmura: Esto también pasará.


domingo, 5 de febrero de 2023

El anciano a la puerta del templo

El anciano permanecía a la puerta del templo. Vestía una túnica blanca y llevaba un turbante ámbar ocultando su cabellera que imaginaba grisácea, a juzgar por el color de su bigote. Me llamó la atención que no llevara barba. Su postura del loto era perfecta, su espalda erguida, y aun así, su rostro arrugado denotaba comodidad, relajación. Había salido de su meditación hacía unos minutos y lo observaba todo como si fuera la primera vez que se encontrara en ese lugar.

Por una vez, me decidí a hacer algo que había deseado cada vez que encontraba a uno de estos yoguis en los otros templos que visité: preguntarle si podía sentarme a su lado. Usé el inglés como idioma intermediario, pero no sabía si me entendería. Señaló con la mano un espacio a su lado, como dándome la bienvenida a su espacio. Me miró y sostuve su mirada. Me invadieron una dulzura y una ternura tan penetrantes que ablandaron de golpe cada rigidez muscular, cada microgesto de mi cuerpo, la más mínima tensión de cada una de mis células. Me quedé en paz.

Le dije: “Gracias”.

Respondió, juntando sus palmas y llevándolas hacia su rostro, como en gesto de saludo y reverencia: “A ti, por atreverte”.

“¿Puedo pedirte un mensaje? -pregunté o casi supliqué con cara de niña traviesa-. Dicen que los yoguis tenéis una conexión muy especial con lo que os rodea, que os permite captar información que a otros nos pasa desapercibida. Si fuera así, ¿hay algo que me dirías ahora mismo?”

Cerro los ojos y permaneció ensimismado unos minutos. Pensé, incluso, que se había olvidado de mí. Entonces, volvió a abrirlos y dijo:

“Sí, hay algo. Es algo que ya has escuchado antes y aun así parece que te conviene volver a escucharlo: Ama y haz lo que quieras”.

Di un respingo, pues ese era el “mantra” que llevaba repitiéndome desde que comencé a organizar el viaje a la India. “Ama y haz lo que quieras” era también la frase que más me impactó de todo el temario de Filosofía de C.O.U. Cuando la leí, pareció destacar en la hoja, como si sus caracteres aumentaran de tamaño y se pusieran en negrita, mientras el resto del texto se desdibujara. Me parecía una afirmación revolucionaria y me hacía plantearme tantas cuestiones...

“Entonces, ¿puedo hacer realmente cualquier cosa?” Mi mente quería de verdad entender.

“Primero, ama”, pronunció las dos sílabas en inglés con suma lentitud y firmeza, y volvió a cerrar los ojos como regresando a su universo y olvidando todo lo que quedaba fuera de él, si es que fuera o dentro tuvieran algún sentido.

Le hice una reverencia de agradecimiento que no vio, o tal vez sí, no sé hasta qué punto una persona así usa los sentidos para percibir, y me quedé sentada a su lado, meditando lo que acababa de ocurrir y observando los alrededores del templo, atestado de gente, bullicio, colores.

Quizás el orden de los factores sí altera el producto. Quizás no es “haz cosas buenas y serás bueno”, sino, “sé bueno y no podrás más que hacer cosas buenas”.

Y ¿qué sería “ser bueno”? A lo mejor, bueno o malo no son los términos adecuados, pues están sujetos a miles de interpretaciones. Ni San Agustín ni este hombre hablaron de bueno o malo, sino de Amor. Igual, simplemente se trata de Amar.

Y ¿cómo puede uno Amar, así, con mayúsculas?, me preguntaba yo misma

Tal vez -me respondía mi sabia voz interior, esa que habla cuando yo me callo- se trata solo de dedicarse a ser uno mismo, de ser fiel a la esencia primigenia, de estar conectado con lo más profundo.

Y eso ¿cómo se hace?

Estando en silencio, en quietud, PARANDO el ritmo para observar y escuchar, y así empezar a distinguir el ruido interno del externo y, al fondo de todo, detrás de todos los ruidos, la Voz del alma. Y escucharla, sentirla, impregnarse de ella, dejarse habitar por ella. Y, a partir de ahí, descubrir qué surge hacer.

Y esto, una y otra vez, una y otra vez, en un proceso constante porque la Voz, ante los ruidos, se oye más débil, y los ruidos siempre están.

¿Siempre?

“No lo sé”, dijo de repente el anciano como si hubiera podido escuchar mis reflexiones. “No lo sé porque aún no he llegado más allá en el viaje. ¿Te animas a hacerlo tú?”

Sonreí y pensé en todo el camino que me quedaba por delante.


*Imagen cedida por Eduardo Blanco, tomada en su viaje a la India. 

(Gracias, Eddie)

domingo, 11 de diciembre de 2022

¿De qué color ha sido 2022?

El otro día, en un momento cualquiera, tal vez caminando hacia el metro, me vino a la mente el año 2022, así, como si se tratase del cartel de bienvenida a un pueblo, o el título de un libro que habla de los instantes vividos en los últimos doce meses. Me sorprendió el color que desprendía mi imagen visual. Pienso en “2022” y pienso en amarillo, en naranja, en verde, en luz, en caracteres redondeados, acogedores, cálidos, familiares.

Y, sin embargo, 2022 no ha sido un año fácil. Ha sido el año en que vi apagarse a mi madre hasta su adiós final, una mañana luminosa de mayo.

Empecé su duelo meses antes de su partida. Y hoy, más de seis meses después aún sigo procesando lo que no sé si se llega a procesar del todo en algún momento.

Hay seres queridos que se van de repente, dejando una cicatriz como de relámpago, de latigazo mortal. Otros, nos van diciendo adiós de a poquitos, permitiéndonos integrar la despedida de forma gradual. ¿Qué es mejor? Despedirse es doloroso, y cada dolor es diferente, e inevitable.

Sin embargo, cuando en mis noches oscuras anticipaba el final de mi madre, pensaba que me desgarraría por dentro, que me resultaría insoportable vivir su entierro, las muestras de afecto de amigos y familiares, que querría meterme en una cueva y aullar sola mi dolor. Creía que no sería capaz de reincorporarme a la cotidianidad, que la tristeza nublaría mi cordura y mi lucidez. Y nada más lejos de la realidad.

Ella se fue y descubrí la capacidad de sentir al mismo tiempo emociones que creía incompatibles: dolor y serenidad, vacío y plenitud, herida y fuerza.

Mi ancestral miedo a la muerte no desapareció, pero sí muchas de sus manifestaciones más concretas: cuando murieron otros seres queridos, evitaba acercarme a sus pertenencias, a sus espacios. Ahora, estar cerca de una camiseta suya, ponerme uno de sus collares de bisutería, era como refugiarme de nuevo en su calidez de madre, respirar de alguna forma su energía dulce, su belleza. Me he pasado horas mirando fotos suyas, cuando hubo un tiempo en que no era capaz de pasar por delante del retrato de mi abuela recién fallecida sin estremecerme.

No puedo hablar de certezas, solo de sensaciones, y mi sensación es que mi madre, su esencia, la energía más pura que daba vida al personaje, sigue viva. Liberada del sufrimiento de ese personaje limitado y enfermo, me inspira desde un plano que mis sentidos no alcanzan a captar, pero mi intuición, sí. Me inspira alegría y ganas, me sopla al oído mimos y piropos, ánimo, y consejos.

Hay algo roto en mi corazón, eso es ineludible, su ausencia física me duele y me desconcierta. Pero junto al dolor… FUERZA, CONFIANZA, ALEGRÍA.



Y con esos ingredientes, he podido transitar tantas otras experiencias de este 2022 que me han llenado el alma. Acercarme más a mi padre, sentir el cariño de la familia, y de tantos amigos que me han acariciado el alma, asombrarme y dejarme mimar por la generosidad y cercanía de los vecinos, disfrutar como una niña con mis sobrinas en la piscina, en la playa, recuperar los viajes con mi compañero de camino, permitirme descansar, desconectar… Y abrazar, rebosante de cariño, a los nuevos seres que han venido a este mundo, nuevos sobrinos del corazón que me han permitido ser testigo en primera fila de los ciclos de la vida.

Perfectas sincronías para un año de color, un año bello, intenso, vivo.

Y ahora, dejaré de lado a ese “grinch” que me últimamente me poseía en Navidad, y me abriré a vivir esta época con ternura, con honestidad, con sencillez, y algún que otro homenaje gastronómico. Todo, en honor a ella.

Supongo que esto es la vida: morir y renacer cada tanto, dar la bienvenida y despedirse. Y siento que este viaje no acaba con ese aparente final, las despedidas son transitorias. Y también siento que esta “perita”, que se estaba haciendo esperar demasiado, me la ha chivado ella de alguna forma. Ya me estaba tirando suavemente de las orejas para sentarme ante el portátil y meditar bajo este peral. Ella colabora ilustrando el texto. Gracias, mami.

Y tú ¿de qué color has pintado este año?

domingo, 24 de abril de 2022

Reflejos

Hace tanto que no paso por aquí… Y hace tanto que lo deseaba. ¿Por qué demoramos, a veces, cumplir nuestros deseos? ¿Por qué nos infligimos la pena de posponerlos, como si necesitáramos merecerlos? O tal vez, es la felicidad implícita en la espera la que queremos saborear un poquito más.

Más. Más allá. ¿Qué hay más allá? Esta mañana especulaba sobre el Más Allá con mayúsculas, de forma telegráfica, como se hace ahora todo en las redes sociales. (Qué capacidad de síntesis estamos desarrollando). Pero no es de ese del que me apetecía hablarte ahora, al caer la tarde, esta tarde preciosa, limpia y fría de primavera que nos han regalado estos días de lluvia.

Ahora que cae el sol sin que yo pueda verlo desde mi ventana, me acuerdo de aquel otro atardecer de hace unos meses. Estábamos en navidades y la sombra del Covid nos hacía plantearnos y replantearnos la forma de celebrar las fiestas. Finalmente, en mi caso, unos test positivos de última hora nos llevaron a pasar el fin de año separado de toda la familia. Y toda la familia separada. Cada mochuelo en su olivo.

Antes, unas horas antes de ese momento, yo paseaba al atardecer por mi ruta habitual a orillas del Odiel. Pero esta vez algo me llevó a cambiar el recorrido. ¿Y si en lugar de seguir siempre río abajo, hasta el puente y luego cruzar al otro lado, camino esta vez río arriba hasta el otro puente, ese que solo he visto de lejos?

Y modifiqué mi ruta un poco temerosa pues la zona me parecía menos segura, menos conocida.

Había dejado de ver el río por los eucaliptos que poblaban la orilla, pero al llegar a la altura del puente de arriba, giré a la izquierda para ir a atravesarlo y, tras los árboles se mostró de nuevo, majestuoso, el río. Me quedé pasmada. Olvidé los miedos y los recelos. La belleza de la escena era sublime: la luz perfecta, el reflejo mágico.




Permanecí un buen rato muda, fascinada, observando el regalo de la naturaleza, ofrecido sin más, gratuitamente.

Y recordé aquellas otras veces en que me animé a dar ese paso más allá, vencí mis miedos y me lancé a aventuras nuevas y caminos inexplorados. Cuánto vértigo inicial, cuántas ganas de decir “no, mejor me quedo”. Y cuánta recompensa por saltar, por expresar, por avanzar, por adentrarme, en resumen, por atreverme.

Lo que no puedo contar son las veces en que no di el paso, callé, o atendí a la voz que gritaba “déjalo estar”. No sé cuántos atardeceres dejé de ver por ello, ni cuánta libertad dejé de experimentar, ni cuánta gratitud dejé de sentir por los regalos que la vida no pudo entregarme, porque sencillamente no fui a por ellos.

Por eso, en este atardecer -que hoy solo intuyo- doy este paso adelante, por fin, y te ofrezco esa imagen del río, junto a los pensamientos que me despertó. Porque llevo demasiado tiempo diciendo “otro día” y pensando “no vas a ser capaz de expresarte”. Ya está bien de excusas. Expresado queda. A volar.

domingo, 6 de febrero de 2022

La rueda del hámster

No sabía que era una fiesta de disfraces, así que me presenté tal cual y sentí las miradas clavadas en mí. No pude soportar la atención. No reconocía a nadie pero todos podían reconocerme a mí. Qué desnuda vulnerabilidad.

No volvería a sucederme algo así. Busqué ropajes en los armarios de mis padres, en los de familiares que no llegué ni a conocer, en los de mis amigos, por supuesto; incluso en los de gente que apenas conocía: profesores, jefes, actores, escritores, magos de la palabra, en general.

Y me hice con un catálogo de atuendos que enmascaraban mi esencia, para adaptarla al estilo que la ocasión requería. Y olvidé quién era. No, no es cierto, lo que era latía firme bajo mi indumentaria, inconfundible cuando me paraba a escuchar. Pero se desdibujaba en el ruido, en el exceso de actividad, en las prisas, en el querer seguir ritmos que no eran míos.

Soy mi esencia y la materialización de la misma en este escenario en el que elegí encarnar. Yo soy la observadora y el personaje. La integración de materia y energía, la observación y lo observado.

No una cosa o la otra; no, mientras permanezca en este escenario del mundo. Y cuando lo abandone, volveré a ser solo la esencia, más toda la información experimentada a través de los múltiples personajes. Una esencia enriquecida.

Pero aquí y ahora, soy lo concreto y lo abstracto. Y la pausa, el silencio y el espacio me permiten dejar de implicarme con un solo personaje, con una sola voz, y mirar todo con una perspectiva integradora.

La actividad frenética me confunde, me aturde. Y quiero frenarla con más actividad aún, por muy incoherente que lo encuentre, es mi inercia: vencer el hacer, haciendo más, haciendo de otro modo, en otro plano. Me pierdo en el no-hacer. Me cuesta confiar en el poder creador del no-hacer, por muchas veces que haya experimentado el vacío creador de la vorágine de acciones. 

¿Te parece incoherente? Y así es, esa es mi experiencia: cuanto menos hago, más profundo y más auténtico es lo que consigo crear. Pero ahí está mi personaje -uno de ellos, uno de tantos- aferrado al control de la agenda, del hacer, del buscar, del mover la rueda del hámster hasta la extenuación, en busca de una falsa promesa de tesoros perdidos.

Todos los días atardece. Salga yo a verlo o no; haya terminado todos mis deberes 


autoimpuestos o me haya quedado tumbada en el sofá. 

Todas las primaveras florece el almendro.

Toda la vida, mi esencia es.

Y esto solo lo entiendo cuando paro, cuando callo, cuando me rindo, cuando -tras la tormenta de lágrimas de rabia y frustración- me quedo quieta y observo lo que soy, lo que hay. Un atardecer gratis, de nuevo hoy.


viernes, 31 de diciembre de 2021

Cerrando un año más...

Una de las cosas de las que estoy especialmente orgullosa es de mi equilibrio en el metro. En serio, soy bastante buena manteniéndome en pie sin agarrarme a ninguna parte (esto último me vino muy bien en los primeros tiempos pandémicos, en los que tocar cualquier superficie parecía casi como tocar un cable de alta tensión).

Y ¿cuál es la clave de mi éxito en semejante empresa? No aferrarme a mi postura, mantener una pose firme, pero nada rígida, adaptándome continuamente a las oscilaciones del tren con levísimos movimientos, y separando los pies una distancia prudente y, aun así, digna.

Igual no te parecen las reflexiones propias de un 31 de diciembre. Puede que tengas razón, pero es lo primero que me ha venido en mente cuando he comenzado mi balance del año: necesito viajar más por la vida como viajo por el metro.

Creo que, desde marzo de 2020, este es el gran aprendizaje que estoy integrando en mí, poco a poco, con la torpeza del novato, pero con la constancia del sabio. Viajo cada vez con más con confianza, incorporando los vaivenes y bailando con ellos, en lugar de pretender mantener a toda costa una postura que me abocará al traspié o, incluso a la caída. Hay frenazos de la vida que, inevitablemente, me tiran al suelo. Sí, si viajara sentada, tal vez lo sufriría menos pero, en ocasiones, todos los asientos están ocupados y, además, a mí me gusta surfear la vida, no quedarme en la orilla mirando (y discúlpame el salto de metáfora).

Este ha sido, posiblemente, uno de los años más duros de mi vida. Y me he caído varias veces, en la línea 10, entre “Prioridades” y “Gestión del tiempo”, y a lo largo de la línea 1, en “Mamá”, “Casi finales” y “Dependencia”. Pero me he levantado con ayuda de los otros pasajeros. Y es que mi vagón va siempre repleto de gente generosa, valiente, con una mirada al mundo que nunca pierde la ingenuidad y frescura de la infancia. Gente auténtica, que evita el camino trillado y busca dar sentido y plenitud a sus días.

La verdad es que podría pedir, para este 2022, que el tren fuera siempre a velocidad previsible, acelerando y frenando con suavidad, sin sobresaltos, frenazos ni oscilaciones extremas, pero eso no depende de mí. Mi postura, sí: flexibilidad, fluidez, confianza y pies separados. Tengo que aprender que habrá momentos en que el cansancio no me permitirá ejercicios de equilibrio, y sentarme será la mejor opción. Es muy importante para mí darme ese permiso y no pretender estar siempre “a la altura”, hacer equilibrios cansada es garantía de terminar por los suelos.

Habrá otros momentos en que disfrutaré plenamente del viaje, de bailar con las circunstancias y de llegar a estaciones que llevan un tiempo cerradas. “Abrazos despreocupados” y “Salidas internacionales” son dos de las que más añoro. Ojalá abran pronto sus puertas. Mientras, a incorporar los vaivenes de la vida como parte del baile.

Y a vibrar alto, alto, alto. Sigue habiendo muchos motivos para reír, para disfrutar, para sentir calidez en el alma. Muchos, muchos, muchos. ¡A por ellos!

Feliz 2022



domingo, 3 de octubre de 2021

De síndromes varios

Nos gusta catalogarnos, por gustos, estilos, creencias, incluso, por malestares. Me asombra la facilidad para crear síndromes que tenemos hoy día. Stendhal describió sus sensaciones físicas tras visitar la iglesia de la Santa Cruz en Florencia y faltó tiempo para elevar a la categoría de síndrome esas sensaciones ante la belleza sublime del arte que, de tan embriagadoras, llegan a ser desagradables. 

Pero este es un síntoma lleno de encanto. Hay que reconocer que padecer el “síndrome de Stendhal” crea como una aureola de fascinación y misterio alrededor del afectado, y le otorga como una gracia sobrenatural. Sin embargo, se me ocurre que hay otros síndromes que encasillan y limitan, más que otra cosa. 

Por una parte, da tranquilidad saber que lo que a uno le pasa no es algo único, sino que se comparte con otros, que se la ha dado incluso un nombre, y que hay formas de enfocarlo, recursos, herramientas y, en algunos casos, incluso tratamiento médico, para vivir de la mejor manera a pesar de la sintomatología. Lo que me preocupa es cuando uno se identifica con el síndrome, cuando la etiqueta se nos queda pegada y vivimos y se nos trata según esa categoría a la que creemos pertenecer.

Las personas somos mucho más que nuestras limitaciones. Si bien conocerlas es la mejor forma de superarlas, existe el riesgo de creernos uno con ellas y, en coherencia, responder automáticamente según se espera de nosotros. 

Alguien dijo una vez que, para superar las incoherencias, el ser humano debe empezar por amarlas. Somos seres profundamente incoherentes y a mí me gusta dar ejemplo. Por eso, tras esta parrafada alertando del peligro de creerse un síndrome andante, comparto algunos de los míos preferidos. 

Uno que me acompaña desde hace años es el “síndrome Romería de Valme*”. 

 

 La Romería de Valme se celebra el tercer domingo de octubre en Dos Hermanas. Es un evento de gran valor estético, religioso -para quien así lo vive- y festivo -para la mayoría-, en el que se lleva a la Virgen en un desfile de carretas preciosamente adornadas de flores de papel y tiradas por bueyes, hasta la ermita de Cuarto en Bellavista, acompañada de gente andando y a caballo. Allí, la Virgen pasa el día, hasta que, al caer la tarde, regresa en su carreta, junto al desfile anterior.

El caso es que, tras el camino de ida, en los alrededores de la ermita, la gente hace barbacoas y pasa el día entre bailes, canto y una chispita de vino.

Cada año, cuando vivía allí, la llegada de la fiesta me generaba una pereza enorme. “Este año me quedo en casa, qué necesidad de ponerse a organizar nada. Anda, anda, con lo tranquila que voy a estar…” Y, cada año, religiosamente, me veía envuelta en los preparativos como la que más, comprando carne, pan, preparando sangría y organizando la logística para poder llevarlo todo antes en coche y volver a tiempo para hacer el camino andando.

Y me lo pasaba genial y la pereza se diluía entre risas, cantes y montaditos de lomo. 

Como era un hecho recurrente, decidí crear mi propio síndrome. Y me viene muy bien acudir a él cuando, ante cualquier acontecimiento que implica preparativos y organización, me salta la vocecilla del “anda, venga, pa’qué te vas a meter, no celebres tu cumpleaños, será por celebraciones”.

Me acuerdo de mi síndrome de la Romería y desafío a la pereza, pues sé que, tras el esfuerzo, la recompensa es infinita. Y más ahora que de celebraciones hemos andado cortitos. Ese síndrome me empodera, porque lo miro de frente y le planto cara. Bueno, reconozco que, a veces, gana él.

Luego está el síndrome Carmen Aranguren**: Carmen era una compañera de carrera de mi hermano que, en el viaje de Paso del Ecuador declaró en los andenes del metro de París: “ay, Dios mío, que estoy en París!!! Y no estoy siendo consciente de lo que esto significa y, claro, como no soy consciente, no me puedo alegrar tanto como si lo fuera y, cuando lo sea, ya no estaré aquí y no podré alegrarme”.

Seguro que hay fórmulas más cortas para describirlo, como la frase de una de las protagonistas de la serie que me tiene fascinada últimamente (“Todo va a ir bien”, en Movistar+, guiño publicitario). Es algo así como: “Its the first time that I feel excited WHILE something exciting is happening” o, más o menos, “es la primera vez que me emociono mientras vivo algo emocionante”

Cuánto nos cuesta a algunos estar en el momento presente, hasta pa’lo bueno. Somos tremendos.

Me gusta poder acudir a ese síndrome porque no me siento tan sola en mi incapacidad de emocionarme lo suficiente mientras vivo lo emocionante (a veces, necesito unos meses y algunas fotos para llegar al nivel adecuado)

Y estas cosas pensaba yo el otro día, mientras paseaba, y pensé que tenían buena pinta para meditarlas bajo el peral, aunque, reconozco que en mi cabeza eran mucho más interesantes que ahora que las veo plasmadas. Quién sabe, tal vez dentro de unos meses vuelva a leerlo y me encante lo que escribí, ¿verdad, Carmen?

*Si no conoces la Romería, te la recomiendo vivamente. No este año (2021), ya que la "normalidad" no ha llegado a esos límites, pero en cuanto se pueda. Al menos, tienes que visitar el Ave María, donde se exponen las carretas en los días previos al evento. Mª José, amiga, muchas gracias por actualizarme estos detalles, que yo ya soy guiri en mi pueblo...


**Carmen, si llegara a tus oídos esta perita: gracias por inspirarnos este maravilloso síndrome a mi hermano y a mí.