domingo, 7 de julio de 2019

Retorno bajo el peral


Peral: Hola, ¡bienvenida! ¡cuánto tiempo sin verte! ¿qué ha sido de ti? 
Yo: Hola, qué alegría estar de vuelta, tenía tantas ganas de sentarme bajo tu sombra.
P: ¿Has estado de viaje?
Y: De alguna forma.
P: Cuéntame.
Y: Vale. ¿Tienes tiempo?
P: Ya sabes que yo siempre tengo todo el tiempo del mundo. 

Y: Es verdad. ¿Cómo será eso de tener tiempo -todo el tiempo del mundo- para ser, para presenciar lo que ES? Sin querer estar en otro lugar, sin querer ser de otro modo, sin pretender alterar el curso de las cosas, sino fluyendo con ese ritmo, sea cual sea.

Pero bueno, que me desvío del tema. Sí, en cierta forma he estado de viaje. Y sigo en ello.

Hace meses salí de mi zona de confort. Había oído hablar tanto de ese viaje que estaba deseando emprenderlo, pero me daba miedo. Todo el mundo, absolutamente todos los que se habían animado a transitar la zona del cambio, hablaban de fantasmas, de monstruos tenebrosos que les esperaban a poco que salían de su hábitat cotidiano. También decían que era solo una etapa pasajera, que, si seguías caminando con determinación, las criaturas espectrales se desvanecían poco a poco. Estaba todo escrito. Desde el principio, hablaras con quien hablaras, todos los que se habían animado a adentrarse más allá del confort, describían etapas similares.

Y no se equivocaban.

Yo deseaba un cambio, llevaba años dentro de un esquema preestablecido, donde las reglas eran bastante precisas y mi rol, muy definido. Podía aportar más o menos pero dentro de un contexto descrito de antemano. Era consciente de ello, aunque no tanto como lo he sido después, al salir y mirarlo desde afuera.

Se abrió una puerta y decidí abrirla para salir a explorar. Ya solo, del esfuerzo de empujarla, enfermé. Llegué incluso a pensar que estaba tan debilitada por la rutina que no iba a ser posible la salida. Con la enfermedad, llegaron también los primeros fantasmas. Nunca pensé que pudieran ser tan aterradores, tanto que me replanteaba mi decisión cada minuto. Pero me repuse, me acostumbré a mis demonios y salí.

Al principio, había mucha niebla, apenas se veía nada. Tuve la suerte de no ir sola. Otras tres compañeras vieron la misma puerta y tomaron la misma decisión que yo. Pero yo estaba mucho más asustada. A ellas se las veía animadas, seguras, menos mal.

Tras la niebla, descubrimos un inmenso arenal y, entonces, recordamos el pergamino de instrucciones que nos habían entregado. 

En este lugar, pueden crecer flores y correr el agua, descubre cómo, decían los cuatro pergaminos. Sin embargo, cada uno añadía una frase al final que difería del resto. Leí la mía: La duna de oriente es la tuya, has de desplazarla hacia el sur, para permitir que el agua del manantial fluya hacia estos territorios. 

“¿¿¿Tengo que mover una duna??? Pero ¿cómo?” Y al instante apareció una cucharita en mi mano. ¡Una simple cucharita de café! “Y con esto ¿pretenden que mueva una duna?”

No hubo respuesta. Así que, con mi cucharita y determinación, emprendí la tarea.

Y ahí empezó el carrusel de jornadas: unas alegres y esperanzadoras, de alguna forma era como si pudiera sentir la humedad (¿será que estoy cerca del objetivo?); otras, incluso, aparecían duendecillos y hadas a ayudarme y, de repente, veíamos como el trabajo avanzaba (yo creo que la duna se ha movido bastante, es posible, incluso, que se desmorone esta noche a nuestro favor y nos allane el trabajo). Pero otras, muchas muchas otras jornadas, la duna permanecía inmutable, el calor, insoportable, los demonios ensordecedores (“no vas a poder, es IMPOSIBLE”). Algunas noches, incluso, la duna se movía, sí, pero hacia el lado incorrecto, volviendo a hacer crecer el muro que nos separaba de la fuente.

Así he pasado mis últimos meses, querido peral, en busca de un agua de la que aún no he sentido ni el más mínimo frescor. A ratos, ilusionada, a ratos, vencida. Y siempre, acompañada. Afortunadamente, no solo estaban conmigo mis fantasmas, que han hecho lo posible por minar mi confianza e inmovilizarme; también estaban ahí mis tres compañeras, viviendo como yo sus altibajos, sus dudas y sus desalientos. Y sus pequeños y grandes triunfos. Los de todas.

Y, tras los días de derrota, el cansancio, la obsesión de no ver más que una duna por delante (de día y de noche, en todos mis sueños), fue llegando de nuevo la fuerza y la serenidad.

Y la lucidez. Esa que me muestra el espejo que es la vida. La que me recuerda que todo lo exterior no es más que un reflejo de lo interior. Y que cualquier transformación, o es interna o no es nada.

Así, la duna ya no está tanto frente a mí, como dentro de mí. Y los fantasmas empiezan a dejar de ser criaturas odiosas con el único objetivo de minar mi moral, para ser alertas (regulables en sonido y melodía, si me pongo) que me avisan de cuando me estoy dejando llevar por la rutina estéril. Porque he descubierto que hay rutinas fértiles, que te ayudan a avanzar y a crear; otras, estériles, que te dejan quieto, mecido por un runrún adormecedor; y, luego, hay otras incluso destructivas, que te hacen perder todo lo que valoras, todo lo que te impulsa, todo lo que te ilumina la mirada y el corazón.

Así que ya no miro tanto la duna de afuera, ni me importa su tamaño o su posición, porque estoy convencida de que la que importa es la otra, la mía. Y para esa, tengo algo más que una cucharita para moverla. Solo tengo que parar, observar y fluir. Qué fácil, ¿no? Pues no. Pero ahí estamos.

Ahora me gustaría volver a sentarme más a menudo por aquí, contigo, en silencio, a ver lo que surge de nuestra muda conversación. Como hoy, que yo venía con la idea de hablarte de diversidad. Y mira.

Dedicado a mis mosqueteras, las pioneras. Gracias por estar, con coraje, compromiso, apertura, respeto y mucho foco en esa duna ;-)

domingo, 13 de enero de 2019

Los percebes no tienen corazón…

…y sí, “a cambio”, tienen el pene más grande (proporcionalmente a su tamaño) de todo el reino animal. Se pone una a pensar en paralelismos y llega a lugares inquietantes.

Pero no es mi intención hoy reflexionar sobre la anatomía de los crustáceos, sino sobre curiosidad(es), viajes cibernáuticos, arte y estética. A ver adónde llego…

Y es que, a menudo, vengo a sentarme bajo el peral, asfixiada por las inquietantes noticias sobre la evolución política de nuestras sociedades más cercanas. Y no paro de darle vueltas al origen de esta situación. Y, como siempre, trato de ponerme en la piel de quienes se decantan por una ideología, que a mí puede parecerme extrema (hacia uno y otro lado), para tratar de comprenderlos, partiendo de la base de que lo que todos queremos es ser felices, sencillamente.

Todos queremos ser felices. Todos queremos querer y que nos quieran. Luego, esa necesidad podremos manifestarla con mayor o menor acierto, o la disfrazaremos con poses más o menos sofisticadas, jugaremos al despiste, incluso, nos rodearemos de una capa de odio y venganza, para hacer frente al dolor que nos causan las pérdidas, el no haber sido amados o no saber amar.

¿Cómo podemos hacer, entonces, para irnos quitando capas y disfraces y empezar a reconocer nuestras auténticas necesidades y realidades? Creo que, debajo de todas nuestras poses, hay un mínimo denominador común, una esencia irreductible que nos iguala a todos, que nos acerca, que nos une. Y siento que es ahí donde necesitamos ahondar, en esa búsqueda.

Quizás, al menos para mí, la preocupación y el runrún mental son las cargas de la mochila que menos me permiten avanzar en ese sentido, me hacen ver amenazas y enemigos por todas partes, por eso, me siento bajo el peral y observo. Observo mi tensión y mis inquietudes, y mis pensamientos perturbadores.

Observo. De repente, un grupo de amigos pasa cerca de mí y escucho al vuelo una frase suelta de su diálogo: Los percebes no tienen corazón.

“Los percebes no tienen corazón” ¡guau! ¡Menuda frase, qué título para una comedia! Y cuál será el contexto de una conversación en la que aparece una sentencia así. Debo reconocer que sólo he probado los percebes una vez y, bueno, no hubo un “antes y un después”. Por lo demás, nunca me ha preocupado demasiado la anatomía de esos curiosos “deditos de mar”.

Sin embargo, escuchar esa frase, interrumpiendo mis aciagas reflexiones, es para mi mente como para la cueva de Alí Baba oír “Ábrete, Sésamo”. Se detiene de inmediato el bucle mental agónico y se activa mi curiosidad.

¿Será cierto, será verdad que los percebes no tienen corazón? Bendita la presencia del móvil en estas situaciones. Investigo sobre ello y descubro, también, que el pulpo, en cambio, tiene tres corazones; y que las estrellas de mar tienen ojos al final de sus patas.

Salto de página en página, descubriendo curiosidades del mundo animal y buscando similitudes o simbolismos con los seres humanos. Salgo de mi pequeño universo de limitaciones y vuelo a los arrecifes de coral de Australia, a las profundidades abisales (en realidad, no es así, pero me encanta decir “profundidades abisales” y, de alguna manera tenía que colarlo)… El caso es que respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Repito: respiro, me elevo sobre mis pensamientos recurrentes, alzo el vuelo y amplío mi visión.

Y, volando, volando, me acuerdo de la belleza, de las cosas bellas que sirven de bálsamo al espíritu, por muy agitado que esté. Y empiezo a estar muy de acuerdo en eso de que “la belleza está en los ojos del que mira” (o en los oídos del que escucha, en las manos de quien toca…). Y me doy cuenta de cuánto me raciono ese sentir la belleza. ¿Por qué? No lo sé. De momento, constato el hecho. Y busco salidas.

Cuando rompemos bucles mentales, cuando nos permitimos respirar, los efectos son sorprendentes, no se sabe cuál va a ser la próxima parada de nuestra atención y, mucho menos, el destino final. A mí, esta vez, me viene a la mente Bach.

Hablo del músico, sí. Johann Sebastian, para ser más concretos, que los Bach fueron muchos y “muy musicales” todos. Su nombre aparece intermitentemente en mi vida sin que yo le haya prestado mucha atención. (¿No te pasa con algunas cosas? No sé, personas, lugares, temas, o, por ejemplo, el título de un libro, que aparece ocasionalmente en tu contexto, despertando extrañamente tu atención, pero no sigues profundizando en ello, se queda ahí hasta la siguiente aparición. Y un día, no sabes muy bien porqué, decides abrir la puerta.)

Este fin de semana he abierto la puerta a la música de Bach y llevo dos días meciendo mi alma con sus conciertos, Variaciones, cantatas… Pura magia.

Cuánto tiempo desperdiciado dando rienda suelta al pensamiento desbocado y limitante, a la preocupación, al pellizco en el estómago. Cuánto tiempo perdido levantando muros, mirando con recelo, buscando las 7 diferencias.

Respira. Levanta la mirada y descubre a tu percebe.

Los percebes no tienen corazón, pero a mí me han llevado a Bach, que aviva el mío y le devuelve las ganas de confiar en un mundo donde tanta belleza es posible.


*Imagen presatada de la web https://www.restauranteogrelo.com


lunes, 31 de diciembre de 2018

Primero vienen los cuartos...


A estas alturas ya son muchos los fines de año que se van acumulando en mi álbum de fotos mental. 

Recuerdo…

La preciosa colcha rosa de la cama de mi tía en casa de mis abuelos. Quiero recordar que había hasta dosel, pero esto no sé si lo añadió mi fantasiosa imaginación infantil, y no sé si me apetece confirmarlo con mi padre o seguir manteniendo mi imagen idealizada de aquellos tiempos.

El caso es que para mí era un privilegio dormir en esa habitación la noche de fin de año, después de la cena de gala y el cotillón en los salones del albergue militar que regentaba mi abuelo. Esa cama tenía la propiedad de hacerme sentir princesa y maga al mismo tiempo. Allí, bajo la colcha rosada y entre sñabanas blancas, soñaba en colores (hace tiempo que me di cuenta de que mis sueños actuales son en blanco y negro) y volaba alto y reía a carcajadas.

Allí, en Ceuta (*), desde la ventana del salón, vi por primera vez unos fuegos artificiales, allá a lo lejos, en el puerto. Y me pareció lo más bonito del mundo. Yo, que siempre he tenido una cierta sensación de “visitante” de este planeta, y desde muy pequeña observo todo con la extrañeza de quien está de paso, pensé que, si los seres humanos eran capaces de crear espectáculos tan bellos, todo estaba bien y merecía la pena quedarse por aquí a seguir observando.

Luego, cuando mis abuelos se mudaron a Málaga y vivían en un piso más funcional, la magia de los últimos días del año era tratar de mantener una bengala encendida hasta el final con mis primos, rogar hasta la saciedad a nuestros padres que nos llevaran al cine a ver la última de Parchís, y despejar el vapor del espejo, tras la última ducha del año, la tarde del 31 sobre las 8, para secarme el pelo y recibir al nuevo año bien guapa, aunque fuera sentándome con mi prima tras las uvas a ver la tele mientras acariciábamos a los cachorritos de su perrita Kena.

Lavarme el pelo la última tarde del año, un poquito antes de la cena, se terminó convirtiendo en costumbre. Como si pudiera, con ese gesto, lavar la información que me sobra y engatusar a los duendes de la alegría para que se enreden entre mis rizos y me acompañen todo el año.

Cada uno tiene sus pequeños rituales de fin de año. Sé de uno que, con cinco o seis años, comía doce conguitos en lugar de uvas, y vivía la antesala de las campanadas con una ilusión tal que una vez se le escapó un entusiasta “¡no puedo soportar tanta felicidad!”, y nos provocó tales carcajadas que acabó por convertirse en el lema familiar.

Cada 31 de diciembre viajo atrás recordando esas imágenes de primos reunidos, familias atareadas, abrazos prolongados, saltitos y alegría tras las doce campanadas; saboreo el recuerdo idealizado de los pasteles de gloria de casa de mi abuela; vuelvo a escuchar la canción de Mecano, los “¿Encanna?” de Martes y Trece, y nuestro grito de guerra familiar en las llamadas previas a los cuartos, o justo posteriores a las doce campanadas.

Y cada año me doy cuenta de que nada es real. Hoy es un día como otro cualquiera en este planeta ínfimo de un universo ignoto. El tiempo es una creación humana que dota de un cierto orden a nuestra existencia. Y aun así, es precioso querer adornar un día con el título de “último del año”. Y lo que es mejor aún: nombrar a otro día “el primero de un año nuevo”.

Nuevo… Comenzar. Me acuerdo cuando, de pequeños, en un momento del juego, cuando veíamos que las cosas no nos estaban saliendo como esperábamos, decíamos: “Bueno, venga, hasta ahora ha sido de prueba, ¿vale? Ahora ya empezamos en serio”.

El 1 de enero nos sirve perfectamente de excusa para empezar “en serio”, lo de antes era un mero entrenamiento.

Y si, además, ese día primero de un año por estrenar, es el que eligió para llegar al mundo un nuevo ser, dándome la oportunidad de ser re-tita, la magia se acentúa. Y ahora no nace de una colcha maravillosa de la cama con dosel de mi tía, sino que ahora soy yo la tía que presencia hechizada la magia. La Magia de una sobrina que me enseña cada día que, de donde creía que ya no podía salir más amor, aún queda muchísimo por brotar. Y me descubre una mochila liviana y pequeñita, donde, sin embargo, cabe una ilusión infinita por acompañarla en sus próximas aventuras.

Por eso, me da igual que todo esto sea un invento, es bonito tener un día para volver a empezar, para estrenar sonrisas nuevas en el espejo, para proponerse -de verdad- solo lo que estamos dispuestos a construir, enfocarnos en ello y dejarnos de cuentos. Un año para reír, soñar, sorprenderse, bailar y cantar (aunque sea para adentro), y también para llorar, cansarse, hartarse, aburrirse, discrepar. Y observar. Seguir observando este regalo curioso que es la vida, en toda su dimensión.

Porque en el fondo todos somos un poco de aquí y un poco de un lugar donde todo es polvo de estrellas.


¡¡¡¡Feliz despedida de 2018, Feliz 2019!!!!

*Foto prestada de la web www.conoceceuta.com

domingo, 14 de octubre de 2018

7 años después


Siempre nos desconcertaba tu forma de empezar los seminarios. Una vez, llegaste una hora y pico tarde y no te justificaste ni nos pediste disculpas. Dijiste que teníamos dos opciones: vivirlo como una afrenta, un hecho que nos enturbiara el ánimo el resto del día, o haber hecho de ese rato de espera un instante que saborear, yendo tal vez a tomar un café con el resto de compañeros, compartiendo alguna confidencia… Y no saliste de ahí: cero explicaciones y tu famoso “utiliza TODO para avanzar”. Y que cada uno lo asimile y lo viva como desee.  

Esa era nuestra elección, esa esa tu enseñanza. La vida ES y nosotros podemos elegir cómo vivir lo que ES. No puedes cambiar al otro, pero puedes elegir tus reacciones frente a él. Vive como quieras, no necesitas estar permanentemente justificándote.

Nadie toca como tú. Así empezaste en otra ocasión. Nos preguntaste qué quería decir para nosotros esa frase. Y curiosamente hubo tantos significados como alumnos. Si hubieras tenido más tiempo, ese hubiera sido el título de tu libro. Tenías tantos planes, tantos proyectos, y, aun así, creo que tu vida fue tan plena, la viviste con tanta intensidad en cada momento que, aunque te fuiste en mitad de la partida, allá donde ahora te encuentres seguro que no sientes arrepentimiento por lo que te quedó por hacer.

Creo que en eso radica una vida de éxito: una vida que, se acabe cuando se acabe, ha merecido la pena.

Cuántas veces me he preguntado por qué seguía yendo a verte. Nunca te idolatré ni te idealicé, hubiera sido difícil, de todas formas, porque no eras tú muy propenso a dejarte idealizar. Eras profundamente humano, amabas lo material, no respondías a la imagen de gurú ensimismado, que más que andar, levita; no, tú caminabas con paso firme, y no ocultabas tus propias incoherencias, porque, posiblemente, es lo que te hacía humano, y tú, ya que “te habías pedido” vivir esta experiencia de humanidad, estabas dispuesto a hacerlo a tope.

Me quedaba pendiente el tema de la muerte, ibas a enseñarme a amar a esa inevitable compañera de viaje de “fin de curso” (¿fin?). Algunos pensamos que moriste para enseñarnos con el ejemplo. Así eras, y así terminamos siendo nosotros, tus alumnos, tus amigos, capaces de pensar que tu muerte era parte del seminario.

Antes de tu marcha, los seres queridos que habían muerto pasaban a habitar en un lugar oscuro y tenebroso de mi imaginario. Casi no podía ni ver sus fotos, ni pensar en ellos sin sentir escalofríos. Muerto: una palabra fea, tan fea. Un estado lleno de misterio y putrefacción.

Cuando tú moriste, tu velatorio fue animado y lleno de amor, y no me dio miedo estar en tu casa sin ti, ni imaginarte o ver tus fotos. Sentía tu presencia burlona pero llena de cariño por todas partes. Y aún la siento, es tan sencillo conectar con la energía de tu abrazo, recordar tu voz, tu olor, la chispa de tu mirada, sentir tu inspiración y tu empuje.

Reconozco que estar sola en la consulta después de tu muerte sí era demasiado para mis miedos atávicos. Tu energía lo impregnaba todo con tanta fuerza y temía cualquier broma pesada tuya, ahí “conectando planos astrales” con tu particular sentido del humor. Pero aún así, vencí mi miedo y me quedé un rato a solas para escribirte, para despedirme del maestro.

No sé qué pasa cuando uno muere, y tu muerte me trajo tristeza, me dejó sin hermano mayor, cierto, pero me dio tanta luz, tanta paz y tanta fuerza, que solo puedo pensar que algo permanece. Es la mínima certeza necesaria para que esta vida tenga sentido para mí.

Dentro de poco hará 7 años de tu marcha. 7 años, una cifra simbólica. ¿Dónde estás? ¿Qué es de ti, de tu esencia, de la energía de tu ser? ¿O ya solo existes en nuestras memorias y nuestro corazón? No es eso lo que quiero creer, lo que elijo creer, lo que siento. Aún hoy, a veces, te pido consejos y te recuerdo que me contestes sutilmente, no me vaya a dar algo de la impresión. Y siempre respondes. Siempre.

A lo mejor solo soy yo misma. A lo mejor es que “tú” y “yo” no son, ni fueron nunca, entidades separadas. A lo mejor era eso a lo que te referías con esa unidad a la que todos volveríamos algún día, porque nunca la habíamos abandonado realmente.

Pero yo, en mi humanidad egoica, aún prefiero pensarte como otro ser, que existió, y sigue haciéndolo de alguna forma. Y me cuidas y me das luz, como un hermano mayor. Me sigo dejando sorprender y desconcertar por tu forma de enseñarnos. En tu abrazo inmenso, siento que me transmites paz y fuerza.

Y te doy las gracias y sonrío. Y vuelvo a sentarme a la sombra de mi peral a honrar y compartir lo que creo que es mi esencia.

Y seguimos adelante.

*Tú y yo entendemos el porqué de estas imágenes. Los demás pueden inventar su propio significado.

sábado, 14 de julio de 2018

De lobos y corazones


Dicen que, según una antigua leyenda india, había una vez un hombre al que algo le atormentaba y decidió pedir consejo a un anciano y sabio guerrero, su propio abuelo:

“Me siento como si tuviera dos lobos peleando en mi corazón: uno negro, enojado, violento y vengador. El otro lobo es blanco y está lleno de amor y compasión. Dime abuelo, ¿cuál de los dos ganará la pelea?

Y dicen que el abuelo respondió: “Aquel al que alimentes”.

Otros dicen que, en realidad respondió: “Ambos lobos son necesarios y tienes que saber alimentarlos para que no peleen entre ellos. Si atiendes solo al lobo blanco, el negro se ocultará en cada esquina para acecharlo cuando lo vea débil o con la guardia baja. Si ambos son atendidos, convivirán en armonía, convirtiéndote en un hombre sabio”

Me encuentro con esta leyenda cada cierto tiempo. Me gusta pensar que cuando lo necesito. No sé qué hay de casual o de causal en la vida. Supongo que al elegir qué creer conviertes en cierta una de las dos opciones.

El caso es que esta semana, apareció de nuevo la leyenda de los dos lobos en mi camino. Y salió de su guarida mi lobo negro cuando menos lo esperaba. Tenía hambre.

Se me ocurre que al lobo blanco se le alimenta a base de ternura, de alegría, de abrazos, de confianza, de autenticidad, de risas, de caricias, de escucha, de placer. El lobo negro se nutre de coherencia, de respeto a uno mismo y sus valores, de asertividad, de osadía para soñar y constancia para dar un paso, al menos un paso cada día hacia esos sueños. El lobo negro requiere unos alimentos que a menudo no nos enseñan a ofrecerle.

Un lobo negro con hambre se vuelve rencoroso, hostil, violento, cruel… porque no tiene lo que necesita, y es el reconocimiento a lo que tan fielmente defiende: la identidad de cada uno, su esencia. El lobo negro custodia nuestra mejor versión, nuestros sueños primigenios, nuestra misión en la vida. Y cuando nos aborregamos, olvidando quienes somos de verdad, se rebela, y tal vez ante el detalle más insignificante.

Por eso, puede ser interesante observar esos momentos en que sentimos que “nos salimos de madre”, nos descontrolamos y luego nos arrepentimos de lo que dijimos o de nuestras acciones. Tal vez, el ejercicio sea observar qué estábamos descuidando en nosotros mismos para saltar así, por qué se sentía tan desatendido nuestro lobo negro, y procurarle de nuevo su alimento y darle gracias por ser un guardián tan eficaz de un tesoro tan valioso.

…Me quedo con estas reflexiones mías, mientras me río internamente porque yo, a lo que venía hoy bajo mi peral, era a hablar de los corazones de la M-30, esa multitud de corazones de colores que aparecieron hace unos meses, dándole vida a la circunvalación madrileña.



Cada vez que los miro, me brota una sonrisa dentro. Y lo mismo les pasa a muchos, tal ha sido el efecto de las pintadas, que las redes están llenas de comentarios sobre ellos, tienen su hagstag (#corazonesm30) y todo, y hasta han salido en la prensa y la TV.

Sé que una pintada es una pintada, y posiblemente estos corazones sean un delito contra el mobiliario urbano (o infraestructuras urbanas), pero despiertan tantas buenas sensaciones que… a mí no me queda otra que felicitar autor, hoy por hoy anónimo, por ese regalazo que nos ha hecho. Creo que cruzarse con ellos alimenta a nuestro lobo blanco, en tanto conseguimos reconocer qué necesita el negro.


*Imágenes prestadas de Twitter.