domingo, 14 de octubre de 2018

7 años después


Siempre nos desconcertaba tu forma de empezar los seminarios. Una vez, llegaste una hora y pico tarde y no te justificaste ni nos pediste disculpas. Dijiste que teníamos dos opciones: vivirlo como una afrenta, un hecho que nos enturbiara el ánimo el resto del día, o haber hecho de ese rato de espera un instante que saborear, yendo tal vez a tomar un café con el resto de compañeros, compartiendo alguna confidencia… Y no saliste de ahí: cero explicaciones y tu famoso “utiliza TODO para avanzar”. Y que cada uno lo asimile y lo viva como desee.  

Esa era nuestra elección, esa esa tu enseñanza. La vida ES y nosotros podemos elegir cómo vivir lo que ES. No puedes cambiar al otro, pero puedes elegir tus reacciones frente a él. Vive como quieras, no necesitas estar permanentemente justificándote.

Nadie toca como tú. Así empezaste en otra ocasión. Nos preguntaste qué quería decir para nosotros esa frase. Y curiosamente hubo tantos significados como alumnos. Si hubieras tenido más tiempo, ese hubiera sido el título de tu libro. Tenías tantos planes, tantos proyectos, y, aun así, creo que tu vida fue tan plena, la viviste con tanta intensidad en cada momento que, aunque te fuiste en mitad de la partida, allá donde ahora te encuentres seguro que no sientes arrepentimiento por lo que te quedó por hacer.

Creo que en eso radica una vida de éxito: una vida que, se acabe cuando se acabe, ha merecido la pena.

Cuántas veces me he preguntado por qué seguía yendo a verte. Nunca te idolatré ni te idealicé, hubiera sido difícil, de todas formas, porque no eras tú muy propenso a dejarte idealizar. Eras profundamente humano, amabas lo material, no respondías a la imagen de gurú ensimismado, que más que andar, levita; no, tú caminabas con paso firme, y no ocultabas tus propias incoherencias, porque, posiblemente, es lo que te hacía humano, y tú, ya que “te habías pedido” vivir esta experiencia de humanidad, estabas dispuesto a hacerlo a tope.

Me quedaba pendiente el tema de la muerte, ibas a enseñarme a amar a esa inevitable compañera de viaje de “fin de curso” (¿fin?). Algunos pensamos que moriste para enseñarnos con el ejemplo. Así eras, y así terminamos siendo nosotros, tus alumnos, tus amigos, capaces de pensar que tu muerte era parte del seminario.

Antes de tu marcha, los seres queridos que habían muerto pasaban a habitar en un lugar oscuro y tenebroso de mi imaginario. Casi no podía ni ver sus fotos, ni pensar en ellos sin sentir escalofríos. Muerto: una palabra fea, tan fea. Un estado lleno de misterio y putrefacción.

Cuando tú moriste, tu velatorio fue animado y lleno de amor, y no me dio miedo estar en tu casa sin ti, ni imaginarte o ver tus fotos. Sentía tu presencia burlona pero llena de cariño por todas partes. Y aún la siento, es tan sencillo conectar con la energía de tu abrazo, recordar tu voz, tu olor, la chispa de tu mirada, sentir tu inspiración y tu empuje.

Reconozco que estar sola en la consulta después de tu muerte sí era demasiado para mis miedos atávicos. Tu energía lo impregnaba todo con tanta fuerza y temía cualquier broma pesada tuya, ahí “conectando planos astrales” con tu particular sentido del humor. Pero aún así, vencí mi miedo y me quedé un rato a solas para escribirte, para despedirme del maestro.

No sé qué pasa cuando uno muere, y tu muerte me trajo tristeza, me dejó sin hermano mayor, cierto, pero me dio tanta luz, tanta paz y tanta fuerza, que solo puedo pensar que algo permanece. Es la mínima certeza necesaria para que esta vida tenga sentido para mí.

Dentro de poco hará 7 años de tu marcha. 7 años, una cifra simbólica. ¿Dónde estás? ¿Qué es de ti, de tu esencia, de la energía de tu ser? ¿O ya solo existes en nuestras memorias y nuestro corazón? No es eso lo que quiero creer, lo que elijo creer, lo que siento. Aún hoy, a veces, te pido consejos y te recuerdo que me contestes sutilmente, no me vaya a dar algo de la impresión. Y siempre respondes. Siempre.

A lo mejor solo soy yo misma. A lo mejor es que “tú” y “yo” no son, ni fueron nunca, entidades separadas. A lo mejor era eso a lo que te referías con esa unidad a la que todos volveríamos algún día, porque nunca la habíamos abandonado realmente.

Pero yo, en mi humanidad egoica, aún prefiero pensarte como otro ser, que existió, y sigue haciéndolo de alguna forma. Y me cuidas y me das luz, como un hermano mayor. Me sigo dejando sorprender y desconcertar por tu forma de enseñarnos. En tu abrazo inmenso, siento que me transmites paz y fuerza.

Y te doy las gracias y sonrío. Y vuelvo a sentarme a la sombra de mi peral a honrar y compartir lo que creo que es mi esencia.

Y seguimos adelante.

*Tú y yo entendemos el porqué de estas imágenes. Los demás pueden inventar su propio significado.

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