lunes, 20 de abril de 2015

La Teoría de los Poquitos

Todo empezó aquella tarde en que charlaba con Julio y me preguntó por mis planes para el día siguiente. Le comenté que quería ir a nadar.

-Ah, ¿tú nadas?
-Sí, bueno, me gusta de vez en cuando, disfruto mucho en el agua y me sienta genial.
-¿Y cuántos largos te haces?
-Pues no sé, la piscina es de cincuenta metros, un poco larga para mi poca técnica, la verdad, y hago… pues, unos cinco o seis largos.
-¿Cinco o seis?, pero eso... eso es una mierda, eso es como no hacer nada, para eso, mejor no vayas.

Y pedimos otra caña y pasamos a otro tema. Pero sus palabras se quedaron resonando en mi cabeza. Al día siguiente, me levanté temprano y fui a nadar mis largos “de mierda”. Y me sentí de maravilla, dolida por el poco reconocimiento de mi amigo a mi pequeña hazaña deportiva, pero tonificada, despierta, ágil y relajada.

Y esto me dio mucho qué pensar. A veces, tendemos a creer que sólo las revoluciones cambian las cosas, que sólo las heroicidades tienen mérito, que tan sólo a base de grandes hazañas se consiguen grandes cambios.

Hoy estoy convencida de que no es así, o no sólo así. La mayoría de las transformaciones llevan su tiempo y requieren constancia. Motivación, preparación, ilusión y constancia.

El sábado estuve viendo un ratito el campeonato europeo de gimnasia artística y no podía evitar “fliparlo en colores”, maravillada de la capacidad del ser humano para dominar su cuerpo y llevarlo a acrobacias imposibles. Esto lo comento, sobre todo, desde mi perspectiva de personilla que no es capaz de levantarse un palmo del suelo sujeta en una barra (y menos en dos anillas).

Esos deportistas no se forjaron de la noche a la mañana, y por supuesto, tampoco entrenaron media hora al día… Pero posiblemente, sí empezaron entrenando un par de ratos a la semana y ahí descubrieron que les apasionaba ese deporte. Y continuaron cada vez con más dedicación.

Lo que quiero decir es que cuando nos planteamos un cambio en nuestras vidas –lo voy a decir en primera persona, que es desde donde lo he experimentado con total nitidez-: cuando me planteo un cambio en la vida, lo primero que me abruma es la cantidad de esfuerzo que voy a tener que desplegar. Y entonces llega mi amiga la pereza con su famoso: “Uff, quita, quita, ¿para qué te vas a meter?”

Sin embargo, cuando de verdad siento ilusión por algo, o cuando ya he tenido suficiente de algo y quiero cambiar, me funciona mucho mejor sentarme, preguntarme qué puedo hacer, qué pequeña acción puedo introducir para cambiar el rumbo, y mantenerla en el tiempo. Un día, otro día, otro día más… hasta que se integre en mí como algo natural.

Siempre aparece en algún momento el monólogo de Mrs. Desanimator -más maja ella-: “Anda, tonta, si ya lo dijo Julio, esto son como los seis largos de mierda en la piscina, no vale la pena, no hay diferencia entre hacerlo o no hacerlo, y entonces, ¿para qué perder el tiempo? Anda, venga, siéntate en el sofá, que hoy tripiten un capítulo de Big Ban Theory que te encanta y ya te sabes de memoria, y eso es mucho más divertido”

¡¡¡Y lo curioso es que muchas veces le hago caso!!!!

Pero es tan gratificante ser fiel al rumbo que uno mismo se ha trazado. Y tan sencillo, si los pasos son pequeños pero firmes y continuos. Que ganas me dan de agarrar una maza de esas que sacaba de ninguna parte el Correcaminos o Pixie y Dixie, para deshacerse de su eterno enemigo, en mi caso, de Mrs. Desanimator. Cojo la maza y ¡¡¡¡pong!!!!, mazazo en toda la cabezota a esa desaprensiva, que huye, plana como el papel, caminando hacia su guarida para no salir nunca jamás.

Mentira, volverá. Pero no es un problema, porque hoy día “La teoría de los poquitos” ha adquirido rango de ley natural. Y dice así:

Un paso constante y firme en la dirección adecuada le acerca con más rapidez y seguridad a uno a su objetivo que cientos de grandes hazañas imaginadas en la mente


Así que, con mi teoría bajo el brazo, no hay Desanimator que valga. Y yo sigo caminando, pin, pan, pin, pan, rumbo a mis sueños. 

(*) Imagen procedente de florida24.wordpress.com

lunes, 13 de abril de 2015

El teatro de la vida

En tardes como esta, veo con nitidez, incluso con un cierto humor, cómo mi interior parece un escenario con sus bambalinas y todo, en el que múltiples personajes pasan a recitar sus mejores monólogos.

Gran habitual es Heidi López. Espíritu de niña en cuerpo de “jovencita de mediana edad” -llena de optimismo y poderío- camina por la calle segura, alegre, tarareando para sus adentros alguna canción animosa. Capta lo mejor de la escena urbana: las primeras flores de los almendros, los brotes verdes, la sonrisa del bebé y aquel perrillo que se deja acariciar, mientras espera a que su dueño salga de la farmacia. Miradas cómplices con compañeros de metro anónimos y nota discordante entre los comentarios agoreros de la máquina de café.

A veces, Heidi se despierta y ve que no puede sonreír, que no ve los colores de la realidad, sino una gama de grises, y no oye cancioncillas en su mente sino un cantinela machacona: “todo va a salir mal” “¿quién te has creído tú para que la vida te sonría tanto?” “ya no te cabe más felicidad, así que, a partir de ahora, prepárate”

También sale a escena a menudo Indiana Ro: buscadora incansable de tesoros en el fondo de cualquier alma, sobre todo de la propia. Busca la belleza y la maravilla que está segura que todo el mundo encierra. Confía, indaga, no se conforma con la primera negativa, y no se desanima ante los tímidos, inseguros o los “invisibles ante sí mismos”. Es uno de los personajes que más me ayuda en el coaching y en las charlas de “terapia de amigas”.

Pero alguna tarde, se sienta en una esquina, apartada del mundo y se siente desfallecer. Suele ocurrirle cuando su eterna archienemiga, Mrs. Doubtfire, consigue abordarla por la espalda: “¿Todos somos héroes, todos tenemos un diamante en nuestro interior…? Pero ¿a ti quién te ha enseñado semejantes sandeces, niñata? Anda, anda, anda y baja de tus nubes de algodón. La realidad es miseria, es rutina, es ir tirando… Eso es lo que hay. Déjate de ñoñerías y mira, mira el lodazal que es en realidad la vida”

En raras ocasiones, porque ella es muy de reservarse para grandes eventos, sale mi Drama Queen: por escenario no necesita más que un sillón en el que tumbarse elegantemente para sollozar porque… ya es demasiado tarde para sus sueños, está demasiado acomodada para luchar, es demasiado mayor para volver a intentarlo, tiene demasiado miedo a perder, demasiada mediocridad instalada en el alma, está demasiado aburguesada para dar rienda suelta a su grandeza.

Y, luego, está Scared Rabbit, pequeño conejo asustadizo que mira, temblando, a un lado y a otro, temiendo encontrarse con amenazas de las que no podrá escapar. Busca un camino, una salida, pero como no sabe lo que quiere, ni lo que puede hacer, ni lo que dan de sí las fuerzas de sus patas, ni ve camino, ni salida ni nada. Sólo monstruos invisibles y muros infranqueables.

Tras un par de apariciones de los anteriores personajes, suele aparecer un mimo inmóvil, es una estatua de sal: la niña que de tanto llorar y mirar atrás, se ha transformado en una estatua. No hay movimiento, no hay posibilidad, no hay nada.

Yo observo el desfile de personajes, en general, con curiosidad, cariño y cierto desapego, pero algún día no puedo evitar confundirme con el personaje y entonces la función adquiere tintes realmente dramáticos, casi de tragedia griega. Y mi torbellino interior es capaz de dejar el escenario devastado.

Pero tras la tempestad… llega la calma, y vuelve la serenidad interior, esa que subyace al espectáculo que esté en cartel ese día. Porque sé que soy más que mi personajes, mucho más que todos ellos juntos. Y mucho más que todas las voces que los abuchean en sus interpretaciones. Soy mis personajes y sus saboteadores, y soy la gran directora de la obra, aunque a veces se me olvide.

Mis personajes responden a las distintas creencias que a lo largo de la vida me han ido empapando el alma. Y sus saboteadores son resultado de las voces críticas que también he escuchado afuera y de mi forma de ir abriéndome camino. No pasa nada. Es parte de la vida. El caso es que puedo CAMBIAR creencias. Y puedo cambiar de rol a algunos personajes, si ya no me aportan nada… Eso está en mi rol de directora. PUEDO hacerlo.

Si no olvido que el papel de directora es tan relevante como el de los actores, este teatro puede resultar de lo más interesante, entretenido y hasta divertido.

¡Bienvenidos al teatro de la vida!

lunes, 30 de marzo de 2015

Semana Santa

*Imagen del Beso de Judas (Lunes Santo) extraída del blog Apartclick.com

En mi tierra natal durante esta semana la ciudad se transforma en un escenario de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Todo lo que se cuente es poco alrededor de la Semana Santa sevillana, malagueña o nazarena (gentilicio de Dos Hermanas), que son las que conozco más a fondo.

La celebración de la Semana Santa siempre me ha generado sentimientos muy intensos y encontrados. En numerosas ocasiones, me he preguntado cómo se le podría explicar de qué va todo esto a “un guiri”… De hecho, he tenido la oportunidad de vivirla con algunos y, en efecto, sobran las palabras y ninguna de ellas es suficiente: hay que vivirlo y cada uno lo vive a su manera y descubre o se enfoca en un aspecto.

Te puedes quedar con el aspecto artístico, estético o cultural, con el fenómeno sociológico, con la dimensión religiosa, la económica, la pasión y la devoción, la presencia de las hermandades, la mezcla de rigurosa pero sutil organización y  confianza en la providencia (o como quieras denominar a una fuerza trascendente que  permite que miles de personas se apelotonen en poquísimos metros cuadrados sin apenas una queja, una revuelta, ni una voz más alta que otra -si no has vivido “una bulla”, esto es difícil de entender-). Y está, sencillamente, el ocio y el entretenimiento.

La Semana Santa es un ejemplo extremo de lo que puede dar de sí la naturaleza humana, de nuestra capacidad para apasionarnos, para emocionarnos o para unirnos con un objetivo común. Como dicen de la ópera: la puedes odiar, la puedes amar, pero no te dejará indiferente. Ateos confesos que tienen un lugar en su corazón para la Macarena o la Esperanza de Triana, y la llevan a cuestas con orgullo y alegría; hipsters de pro que no se pierden la salida de El Silencio por nada del mundo. Abuelos que sacan del cajón sus últimas fuerzas para esperar lo que haga falta a que pase San Gonzalo por delante. Lágrimas de emoción sincera que salen de un trabajador de la construcción, admirando la levantá de su Cristo del Valle.

A veces, me parece inexplicable que siga existiendo algo así en pleno siglo XXI, pero entonces me acuerdo de que también existen “derbys” futbolísticos, macro conciertos de Justin Bieber o Taylor Swift, Gran hermano VIP… y ya me extraño mucho menos.

El ser humano es apasionante, desconcertante e incoherente. Y a mí me encanta que sea así.  Mientras se encuentre alegría, motivos para seguir adelante y motivación para ser más uno mismo, para despertarse cada día y dar algo nuevo (y a poder ser bello, en el amplio sentido de la palabra)… whatever works, que dijo Woody Allen. Y si no te gusta, cambia de canal. Y esto ya enlazaría con reflexiones que se nos van del hilo argumental de hoy.

Volviendo a este estrafalario homenaje a la Semana Santa, mi reflexión más antigua –y reiterada a lo largo de los años- es por qué el pueblo se fue decantando por honrar más la Pasión y la muerte que lo que se supone que de verdad importa: la Resurrección. No falta el año que me lo pregunte: son unas 50 hermandades las que procesionan durante la semana (llevando cada una, generalmente, 1 paso de Cristo y uno de palio con la Virgen). Siendo generosa, encuentro 3 cuya imaginería representa escenas de alegría y celebración de los últimos días de Jesús (La Borriquita, La Cena y, cómo no, La Resurrección); el resto, es dolor, angustia, desesperanza y muerte.

Tanto desde el punto de vista cristiano, origen de todo esto, (¿lo grande no es que resucitó, dándonos un mensaje de esperanza y gloria?), como desde un punto de vista sociológico, la cosa se las trae. Somos un pueblo de tragedia, de drama, de recrear una y otra vez dolores profundos, heridas sin cerrar y espinas de injusticia.

Esa es siempre mi primera aproximación al acontecimiento, pero luego me voy dando cuenta de que cuando se habla de semana santa, se habla de fiesta. Y las lágrimas que veo (salvo cuando la lluvia impide que salgan las procesiones) son de emoción desbordada, de alegría incontenible, de éxtasis. Y la gente trasciende la imagen de dolor que tiene delante para ver algo más que no acierto a definir, algo más que les llena el alma de trascendencia. Porque el hombre es más que órganos interrelacionados y rodeados de músculos, tendones, huesos y piel. Definitivamente, es algo más.

Y esa dimensión, llamémosle espiritual por ponerle algún nombre, se alimenta de lo que no tiene explicación ni razonamiento lógico, lo que no responde a criterios racionales… Es eso que llega y nos abrasa con un calor insoportablemente anhelado, y nos traspasa y nos eleva y nos hace creer, aunque sea por un segundo, que, tal vez, todo esto tiene su gracia y su misterio, su magia y su sentido, su más allá.


lunes, 23 de marzo de 2015

Con los pies para arriba

De pequeña, me encantaba sentarme en los sillones al revés de lo habitual: cabeza abajo, con los pies en el respaldo y el cuerpo en el asiento. Sobre todo, me gustaba sentarme así a la hora de la siesta, sola en la salón.

En mi casa, la hora de la siesta era (es) sagrada. Sólo había una regla, una regla de oro: “no tienes que dormir, pero tienes que respetar a los que quieren dormir y, por tanto, no se puede hacer ruido”. Este recuerdo me reafirma en mi convicción de que los niños no son animalillos salvajes y que, si se les habla con cariño, respeto y firmeza, comprenden las normas –pocas, razonables y adaptadas a su edad- y encuentran su manera de cumplirlas de una forma entretenida e, incluso, lúdica. Pero eso es algo que podemos comentar otro día.

Las siestas me enseñaron la teoría de la relatividad, aprendí que una hora puede ser un tiempo infinito, si estás esperando frente al despertador que tu padre se despierte para que siga charlando contigo, respondiendo con infinita paciencia a todos tus “porqués”.

Su despertador era de esos de números en forma de laminitas: cada número estaba compuesto por dos mitades y la mitad superior caía sobre la inferior, dando lugar al siguiente minuto o a la siguiente hora. Mi padre me decía: “¿Ves?”, ahora pone 15 y 30; cuando en lugar de este cinco haya un seis y vuelva a poner 30 aquí -señalando el lugar de los minutos-, me despiertas.” Y yo me sentaba delante del reloj y veía pasar los números, uno tras otro, desarrollando mi propia paciencia y comprendiendo que el tiempo es algo que se estira o se encoge, en función de para lo que lo utilices.

Pero la mayoría de las veces, empleaba las siestas para imaginar. Me sentaba en esa postura con los pies hacia arriba e inventaba historias y personajes. Siempre había un hilo común: una niña muy pobre que lograba, con su trabajo e ingenio, hacer una fortuna, y entonces llegaba un príncipe y se enamoraban. El príncipe no la rescataba, sino que llegaba cuando ella se había convertido ya en una rica plebeya. Un poquito “disney”, un poquito “armas de mujer” (siempre he sido bastante ecléctica…)

El caso es que hoy día continuo adoptando esa postura (en el sofá ya imposible, pero en la cama, perfectamente) para dejar fluir mis pensamientos, para soltar, para volar…

Me tumbo en la cama y coloco los pies sobre el cabecero y vuelvo a mis seis o siete años, a la época de la posibilidad, del libro de la vida apenas estrenado y casi todo en blanco, a la etapa de la confianza, porque yo por aquel entonces aún creía en mis superpoderes.

Tumbada, miro mis pies grandes, en los que empiezan a asomar juanetes y venas marcadas, y solo veo unos piececitos, grandes también para aquella edad, pero suaves, tersos y lozanos. Y se entretejen las historias de ayer y de hoy, y de repente parece como si aquella Rocío cogiera de la mano a la Rocío de hoy y la llevara con seguridad hacia un banco en un parque.

Y se sentaran las dos. Y miraran al frente y levantaran los pies al mismo tiempo para mecerlos atrás y adelante, pero la Rocío actual se da cuenta enseguida que sus piernas ya no cuelgan en el banco y no puede mover los pies como en aquellos tiempos.

“Pero ves en todas partes”, se oye decir a la pequeña. “¿Cómo?”, pregunta la mayor. “Sí, acuérdate de cuando eras como yo y necesitabas que alguien te aupara para ver más allá de un muro, o en un desfile o en la cabalgata de Reyes. Ahora lo puedes ver todo tú sola”.

Y me quedo pensando que tiene razón, crecer también tiene sus ventajas, sobre todo si uno es capaz de sentarse del revés a recuperar sensaciones que creía perdidas: la ligereza, la simplicidad, las ganas de seguir jugando con el tiempo y reencontrando los superpoderes olvidados.

domingo, 15 de marzo de 2015

El patito feo

Apenas comenzó a sentir que su cuello se alargaba más que el de sus compañeros, decidió encorvarse para disimularlo. 

Y al descubrir su plumaje blanco, buscó hojas y ramas para conseguir un color pardo, más parecido al de sus "congéneres".

Y así con cada cambio que percibía en sí mismo. Lo ocultaba o enmascaraba, hacía lo imposible por ocultar lo que le hacía diferente, cualquier rasgo de distinción.

Luchaba sin descanso por parecerse a los otros. Hasta que un día claro y sereno, se miró en el estanque y vio una imagen fantasmagórica. ¿Quién era él?  No era nadie. No era como nadie. Y lloró amargamente su confusión.



lunes, 2 de marzo de 2015

Razones para el amor…

…para la alegría, para la esperanza, para vivir. Muchas razones me fue dando José Luis Martín Descalzo domingo a domingo en su artículo semanal y, posteriormente, en sus libros (¿o fue a la inversa?, bueno, no importa).

Hoy, no sé a santo de qué, me he acordado especialmente de este hombre. El padre Martín Descalzo fue de los primeros que “me habló" de cosas que de verdad me importaban en un lenguaje que de verdad entendía. A los quince o dieciséis años, mi mente y mi cuerpo podían estar muy entretenidos en la inefable tarea de crecer y aprender a desenvolverse en este mundo, pero mi alma sentía una sed que mi educación católica calmaba sólo en parte.

Curiosamente, mis vías de crecimiento, llamemosle espiritual, venían desde muy pequeña de lo que aprendía de la religión… de las letras de las canciones de Serrat, y de la poesía de Machado o de Miguel Hernández.

Mi mundo interior se ha ido forjando con fuentes de inspiración de lo más variopintas, porque así es la vida: un telar diseñado con mil colores y diseños, siempre en expansión.

Y José Luis hablaba desde un punto de vista cristiano, obviamente, pero desde una palabra honesta, abierta, humana, llena de paz y de acogimiento. Y no sé por qué digo “pero”, ya que ser cristiano, por definición, debe comprender siempre una llamada a la honestidad, a la apertura, a la paz y al amor que acoge incondicionalmente.

Para mí, cualquier religión, la de los cristianos, los musulmanes, judíos, budistas, hinduístas,… debería ser una llamada a la unión, a la búsqueda de ese amor en el que todos cabemos y desde el que todos podemos llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos.

La religión, desde mi punto de vista, es un camino de búsqueda de trascendencia. Y esa búsqueda, entiendo yo, puede hacerse desde las “autovías” de las grandes religiones, o desde una senda personal y única, creada a base de pasos constantes e inciertos. Y, muy a menudo, desde una mezcla de ambas. Todo recorrido, cuando se hace desde la autenticidad y el respeto, tiene su gracia y su validez. Y es que a fin de cuentas dicen todos los caminos llevan a Roma, que leído al revés es Amor.

En mi viaje interior, la religión en la que crecí me vino muy bien como camino en los inicios, aunque reconozco que la imaginería asociada y algunos de sus preceptos me causaron más de un quebradero de cabeza, más de una pesadilla y más de un nudo en el corazón. Me vino muy bien, entre otras cosas, porque en muy pocos lugares fuera del ámbito religioso, oía yo hablar de valores humanos, de conocerse a uno mismo, de actitudes como el servicio o la lealtad o el amor por el trabajo bien hecho.

Y el padre Martín Descalzo, más tarde, me ayudó a seguir mi camino con más ligereza, con menos “dolor de los pecados” y más “alegría por los dones recibidos”, con menos falsa modestia y más ganas de compartir la riqueza interior de mi alma y de conocer la de los otros.

Con los ojos del alma siempre abiertos de par en par, muchos otros personajes han conseguido inspirarme desde entonces, desde muy diversas esferas.

Richard Bach, con su Juan Salvador Gaviota. Y El Principito de Saint-Exupéry. O Michael Ende con la deliciosa Momo. El brillante y polémico “despertador de almas” Anthony de Mello, o Darío Lostado, Amado Nervo… También, escritores como Carmen Martín Gaite o Benedetti que, con su forma de mirar al mundo, me han invitado a mirar yo también desde lugares nuevos.

Sin ningún rubor, reconozco que también me abrieron –y me abren- ventanas nuevas para refrescar el alma autores de lo que algunos llaman “New Age” como Paulo Coelho,  Osho, Jorge Bucay, Louise L. Hay, Deepak Chopra, Wayne Dyer, Eckhart Tolle,…

Y filósofos o pensadores, que desde diferentes disciplinas, plantean sus propios enfoques, como José Antonio Marina, Pablo d’Ors, Alex Rovira o Mario Alonso Puig.

Y, cómo no, hay un lugar especial y muy querido en mi corazón para la palabra y el mensaje de Khalil Gibran, Rumi o Rubindranath Tagore.

Para tratar de responder a las eternas preguntas de ¿quién soy?, ¿qué quiero?, ¿hacia dónde voy?, ¿hay vida después de la muerte?, y todas las cuestiones que se pueden derivar de ellas… cualquier fuente de inspiración es buena para mí. Me consta que me faltan muchos clásicos, casi todos, soy un poco vaga para acudir a ellos, algún día empezaré, quizás…

Leo, escucho, saboreo, asimilo, retengo unos mensajes y desecho u olvido otros. Todo para conseguir vibrar cada vez por más tiempo en esa frecuencia que me permite fluir, ver la vida en base a posibilidades -y no a obstáculos-, encontrar lo que me une al otro y no tanto lo que me separa, y disfrutar de un cierto grado de serenidad fértil en este extraño viaje entre el nacimiento y la muerte.

Lo siento pero no puedo vivir de “simple materia” cuando cada vez más se demuestra físicamente que lo que menos hay en este mundo es eso: materia. Y lo que más: un espacio inmenso entre átomo y átomo donde radica el misterio más fascinante del ser humano.

Y para seguir ahondando en ese misterio, bienvenidas sean todas las linternas de buena voluntad. Y doy gracias a todas las que hasta ahora han ido iluminando y haciéndome más transitable mi propio sendero.


lunes, 23 de febrero de 2015

Ábrete Sésamo

Las puertas de la cueva del tesoro no se abren porque sepa pronunciar correctamente las palabras mágicas. Las puertas se abren cuando las pronuncio al tiempo que cabeza, corazón y vísceras se conectan con mi intención de abrirlas.

Me di cuenta, así por casualidad. A ver, yo esto ya lo sabía “de siempre”, sí, mentalmente sabía que la intención es importante, pero no me daba cuenta de que hay que trabajar con todo el cuerpo alineado. Hay que entender con la razón. Hay que sentir con el corazón. Y hay que sentir con los sentidos. Todo tiene que trabajar en la misma dirección. Y todo trabaja al mismo tiempo.

En mi proceso, he comprendido que es necesario escuchar al cuerpo, conocer sus ritmos, sus necesidades y sus gustos. Y para eso no me ha venido nada mal aprender un deporte nuevo. Nunca imaginé que comenzar a esquiar iba a permitirme un proceso de aprendizaje desde cero, en el que detectar mis formas de aprender, de asimilar lo aprendido, así como mi necesidad de seguridad, de avanzar poco a poco y repetir ejercicios cientos de veces en entorno seguro, antes de pasar a la siguiente etapa.

Merece la pena descubrir los miedos que van surgiendo y cómo me hablan al oído, y cuáles son mis recursos para recuperar el poder: el tesón, la constancia y, cómo no,  la confianza (que descubro en un rincón oscuro de mi corazón, llena de polvo por la falta de uso).

Y en mi proceso de aprendizaje necesito premios, necesito indulgencia y suavidad, cariño y comprensión. Y de la primera persona que lo necesito es de mí misma.

Y en mi proceso vital, puro aprendizaje, a menudo he intentado ir hacia la meta con los pies corriendo en un sentido y el cuerpo rotado en el sentido opuesto. Imposible. El esfuerzo me deja extenuada pero desde luego no avanzo ni un metro. O avanzo hasta perder el equilibrio, caerme y desanimarme por una temporada.

Mi pregunta hoy es cómo volver a rotar mi cuerpo hasta alinearlo todo en la misma dirección.

Y una de las primeras respuestas que me surge es: dejando de forzar las cosas, dejando de buscar el método, dejando de hacer y hacer y, por supuesto, dejando de pretender controlar el resultado

Y empezando a sentir, a escuchar, a enfocar la atención en lo que se parece a lo que yo quiero. Y digo enfocar, no aferrar, porque la cosa no va de obsesionarse con el proceso sino todo lo contrario, de fluir con él.

A mi mente le ayudan el silencio y la música. Y escribir. A mi cuerpo le ayuda estar activo, tonificado y ligero. A mis sentidos les ayuda estar receptivos a los estímulos que despiertan su curiosidad, su bienestar, su placer. Y en todo esto tengo mucho margen de actuación. Todo esto puedo irlo materializando en pequeñas acciones cotidianas y constantes.

Y así, con una intención alineada, fluida y confiada, con una acción continua, constante, se irán abriendo las puertas de la cueva del tesoro cada vez más rápido.