Es curiosa la evolución que sigue generalmente la relación con nuestros padres… Al principio, en nuestra niñez, son nuestros héroes: los más altos, los más guapos, los más sabios, los más fuertes.
A su lado, estamos seguros; no importa qué monstruos hayan protagonizado nuestras pesadillas esa noche, cuando llegan ellos a la habitación, todos se esfuman.
Yo, incluso, ponía su palabra por encima de la de cualquiera, por encima de la lógica si hacía falta: “¿Que los Reyes Magos no existen? No vendrán a tu casa, porque no crees en ellos pero a la mía sí vienen, que mis padres me lo han dicho.”
Y queremos ser como ellos. Los imitamos en los gestos y en las aficiones, nos ponemos su ropa orgullosos (y holgados).
Luego, a medida que crecemos, los destronamos poco a poco de su reino y abrimos una zanja de incomprensión, de silencio, de rebeldía. Concentramos nuestra atención en las diferencias, en lo que nos separa de ellos, sin darnos cuenta de que generalmente se trata de matices culturales o generacionales, que no tienen por qué eclipsar el amor y la entrega que nos han regalado siempre.
Pero es así, y así ha de ser, es una etapa de reafirmación, de descubrirse uno mismo a partir de la identificación y el rechazo, época de blancos y negros y de sentirnos autosuficientes. Y eso choca también con la inercia que mantienen ellos desde que apenas gateábamos, la de ser nuestros protectores, nuestro faro…
Y nosotros queremos volar, experimentar la vida en nuestras carnes y dejarnos de teorías.
Después de caminar por mundos nuevos, después de acumular experiencias, éxitos, fracasos, glorias, sinsabores… volvemos la mirada a ellos con dulzura. Y las diferencias que observábamos ya no son tan grandes, e, incluso descubrimos algún rasgo de su carácter bien enraizado en nuestra personalidad y los entendemos mejor. Y valoramos más su amor y sus desvelos.
Yo aún no soy madre, dicen que ahí es cuando te das cuenta de verdad de todo lo que han hecho por ti. Bueno, así será, pero aún sin hijos siento un profundo e íntimo orgullo por los padres que Dios me dio. Me siento afortunada por la herencia que han ido dejando en mí día a día, por los sacrificios que han hecho para educarme y lo bien que les ha salido (modestia aparte, disculpen ustedes).
Y ahora soy yo la que quiero que se despreocupen de nosotros y que vuelen, a su manera. Que sean felices, a su manera. Que amen, que rían, que confíen, que sigan aprendiendo y viendo el mundo con esa curiosidad que les caracteriza.
Y quiero vivir de cerca su alegría.
A mis padres, agradecida.
Rocío