Aquella primavera fue distinta a todas
las demás. Las flores seguían naciendo, las hojas verdes volvían a asomar en
las ramas de los árboles, los animalillos salían de sus madrigueras… Pero las
personas, no. Todos, absolutamente todos, estaban en sus casas.
¿Todos? En realidad, no. Un buen puñado
de héroes salía cada día a luchar contra el pequeño enemigo invisible que les
había invadido. Unos, salían a curar a los que habían enfermado; otros, a
dejarlo todo limpio, limpio, pues sabían que al enemigo no le gustaba nada nada
la limpieza. Y muchos otros trabajaban para que a nadie le faltase la comida.
Y todos los demás permanecían en sus
casas, un día tras otro, durante muuuucho tiempo.
Mientras, la primavera seguía extrañada
de que los humanos no salieran a ver su obra que, “modestia aparte, pensaba,
este año me ha quedado estupenda”. Así que mandaba a los pájaros a trinar cerca
de las ventanas de los hogares, para recordarles que ella ya estaba allí.
Los únicos en darse cuenta de estos
mensajes, los únicos que entendieron la preocupación de la primavera fueron los
niños. Y se comunicaron entre ellos sin necesidad de verse, en silencio, solo
con sus pensamientos, hasta que llegaron a un acuerdo: “Como no podemos salir a
disfrutar de la primavera, vamos a traerla a nuestras casas: pintaremos
árboles, flores y pájaros de mil colores."
"Y para que ella comprenda que no
podemos salir aún a contemplarla, dibujaremos arcoíris y los pondremos en
nuestras ventanas y balcones. Será el símbolo de esta primavera, porque todo el
mundo sabe que, después de la tormenta, siempre, siempre, siempre, sale el sol.
Ella lo entenderá.”
Por eso es que los hogares de todo el
mundo están llenos de arcoíris.
Y, colorín, colorado, este cuento se ha
acabado. Porque todos los cuentos terminan, y este también lo hará.
Para ilustrar este cuento, he contado con la colaboración especial de Irene. Muchas gracias por prestarme tu arte.
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