jueves, 6 de abril de 2017

Me gusta, no me gusta.


Acabo de descubrir que vivía inmersa en un error desde hace más de veinte años. 

Y es que, recurrentemente, cada cierto tiempo pienso en el corto que antecedía a la gran película Delicatessen (1991). Bueno, lo que acabo de descubrir es que era un corto (Insignificancias) del mismo director, yo siempre pensé que era parte de la película.


Ese equívoco fue la razón de mi desconcierto, pues no terminaba de encontrar la relación entre el argumento del inicio y el del resto. Es más, llevaba todos estos años pensando que esos minutos eran la mejor parte, con diferencia, de la película. 

El caso es que hoy, una vez más, me ha venido a la cabeza esa sucesión de “me gusta, no me gusta” que Jean-Pierre Jeunet describe con genialidad. Curioseando en Internet, he descubierto la existencia del corto y lo he vuelto a ver, con esa misma mezcla de admiración, asombro y repugnancia de la primera vez. Y una vez más, han surgido mis ganas de hacer algo parecido pero en formato escrito. Salvando las distancias.

Vamos allá:

Me gusta mirar a la luna al atardecer y visualizarme atrás en el tiempo, en la azotea de la casa de mis padres, soñando cómo sería mi vida en el futuro.

No me gusta tener los pies fríos. Y no poder ponerme sandalias en la oficina en verano por el aire acondicionado.

Me gusta el chocolate negro, negrísimo, saborearlo y pensar en todo lo que he vivido durante el largo viaje desde el chocolate blanco al más amargo y puro.

Me encanta la voz de mi sobrina, sobre todo, cuando dice “tita”.

Me gusta caminar descalza, pero no lo hago casi nunca, por lo de los pies fríos.

No me gusta oír música en la playa ni en la montaña. La naturaleza ya tiene su propia música, esa sí me gusta escucharla.

Nunca he soportado el sonido de los programas de radio que retransmiten fútbol, pero amar a un futbolero ha aliviado los síntomas un poquito.

Me gustan las palabras que me recuerdan al algodón (amabilidad, ternura), las que me impulsan (frescura, posibilidad, curiosidad, valentía) y las que me serenan (rocío, alegría, calma, amanecer).

No me gustan las palabras guerreras (conflicto, chacal, saña), ni las palabras “trampa” (fama, prestigio, reconocimiento) o las palabras necias (prisa, avasallador, fraude, vago, artimaña).

Me gusta ir por la vida, como voy en el en metro: sin agarrarme y tratando de mantener el equilibrio. A veces, es tan fácil; a veces, imposible.
 
Me gusta recordar mis momentos de gloria: como cuando conseguía subir a lo alto del elefante-tobogán del Parque de los Príncipes y, después de disfrutar de mi logro unos instantes allí arriba, en el trono de los dioses, me tiraba por el tobogán.

Me gustan las tardes de verano, despreocupada, piscineando o en la playa, con una impropia pero auténtica sensación de “deberes hechos”.

Me gusta reírme a carcajadas, ocurre muy poco.

No me gusta ver tantas cosas que me disgustan en el mundo, ¿será que no miro bien?

Me gusta pensar que todo mejora cada día. 

Me divierte pensar que he tardado más de veinte años en animarme a hacer este ejercicio. Pa'unas prisas.


*Imagen prestada de Pepe Martínez en http://www.pepinomartini.com/2011/08/el-elefante.html


 

sábado, 1 de abril de 2017

Jefe de Emoción

(Aviso al lector: escuchar el vídeo de Youtube anexo puede conllevar peligrosos efectos de contagio de la canción durante días.)

Como muchos sabéis, trabajo en el área de Recursos Humanos de “una conocida empresa de telecomunicaciones”. Allí, pasan por mis manos listados infinitos de nombres y apellidos de empleados, así como de unidades de organigrama (o sea, esas cajitas que representan la jerarquía y organización de una empresa). Y encuentro cosas verdaderamente curiosas: me pregunto, por ejemplo, cómo será ser el coordinador de Penalizaciones; suena grave y serio, un trabajo aparentemente poco ameno.

Hoy, reordenando una gerencia, me encontré con la jefatura de Emoción. Imaginaos mi impresión, en medio de hojas Excel infinitas y grises, listados de siglas, códigos, denominaciones muy marketinianas, muy “pro”, neutras y vacías de sentido para mí, cuando me encuentro con una palabra que por sí sola contiene color y vida.

Jefe de Emoción… guau, eso sí tiene que ser interesante. De repente, de entre las bases de datos en blanco y negro, surgió una paleta de color, y aparecieron serpentinas, confeti, música, alegría…

Imaginé a la persona que ocupaba ese puesto, batuta en mano, dirigiendo una orquesta de colaboradores que ensayan las melodías más sublimes, para despertar cada una de las emociones en el cliente.

Jefe de Emoción…

Y entre estas ocurrencias me dejé llevar por unos instantes y fui feliz.

Algo parecido sucedió anteayer, bueno, parecido por sus efectos: de repente, sin saber cómo ni de dónde, me vino a la mente la canción de cierre(*) de la serie de dibujos animados Comando G (un saludo especial a los nacidos antes de los 80). La cantaba el grupo Parchís y era tremendamente pegadiza, tanto que hasta hoy no he conseguido dejar de canturrearla a cada momento.

El caso es que sólo recordarla me trajo el recuerdo de sensaciones olvidadas, sensaciones casi indefinibles, por lo sutiles y agradables. La sensación de ser niño, de vivir en un mundo de niños, un mundo de posibilidad y color, de magia y poder, de asombro y juego.

Y ambas situaciones me han hecho pensar.

Quiero más de esas sensaciones en mi vida, en mi trabajo, en mi día a día. Quiero reconectar con esa niña que era sencillamente feliz cuando, una vez más, el Comando G salía victorioso contra los ataques que venían de Espectra (¡mutación!, poderosa palabra).

Me encanta EMOCIONARME, conectar con la alegría más sencilla y profunda que hay en mí. Y llenar los espacios aparentemente anodinos y fríos con el eco de recuerdos que llaman a una parte muy bella de cada uno de nosotros.

Quiero ser jefa de Emociones. Jefa de Creación de Estados de Ánimo Favorables. Mi propia jefa.

La vida es tremendamente bella a poco que pongamos nuestras velas a favor del viento. Y hay cientos de detalles que actúan como resortes, despertando nuestra capacidad de disfrutarla.


¿Cuáles son tus resortes? ¡Mutación!

(*) https://www.youtube.com/watch?v=2Z7LMSFw_kg

Fotografía prestada de la web de RTVE.

domingo, 19 de febrero de 2017

El epicentro

Siempre he pensado que cada persona se convierte, inevitablemente, en el centro de su mundo. Es el eje de coordenadas de su propia existencia y la vara de medir la “normalidad” o la “rareza” de cualquier cosa. Cuanto más se parezca a lo que suele vivir, más normal lo considerará.

Así, normalizamos cosas que podrían ni existir, pero como ya hemos convivido tanto con ellas, ni nos llama la atención que estén ahí. Cosas, experiencias, relaciones, hábitos, tradiciones…

Por eso, me encanta viajar, para tratar de situarme en el “eje de coordenadas” de otra persona y ver el mundo con su escala de valores. Así, de repente, muchas de mis “normalidades” se me caen al suelo, por absurdas.

Una vez, sin embargo, escuché decir a una amiga que tenía muchas ganas de vivir en Estados Unidos porque, claro, Washington, Nueva York… son el centro del mundo. Y pensé “Ah, ¿sí?”, y me puse a reflexionar este nuevo punto de vista. “A lo mejor yo vivo en la periferia del mundo, podría ser. Claro, allí es donde se hace la Gran Política, donde se mueve el dinero, desde donde el arte, la moda, la publicidad, marcan la pauta.”

Sería como el epicentro de un terremoto pero con consecuencias inversas: a nosotros, lo que nos llega es la onda expansiva, pero los daños son más graves cuanto más te alejas de donde se origina todo.

Así que ése es el centro del mundo.

¿O no?

¿O será China? Un país que podría englobar a nuestro Viejo Continente y que se ha despertado, cual adolescente perezoso y empieza su “noche de juerga”…

¿O… seguirá siendo cualquier aldea, ciudad o isla en la que te encuentres TÚ (o me encuentre yo)? Es evidente que la capacidad de influencia de los distintos países del mundo no es la misma, es obvio que lo que se decide en según qué “casas” tiene un impacto global en el planeta. Y la Historia va definiendo el centro del mundo en función de las épocas: imperios emergentes, imperios desmoronados…

Pero luego está la historia, esa con minúsculas, que es la que llena los libros, pantallas y memorias. La Historia es el marco, el contexto, pero lo que le da VIDA son las personas, con nombre y apellidos, la microhistoria, las pequeñas glorias y miserias, el breve instante…

Desde mi pequeño lugar en el mundo, todo adquiere sentido a medida que lo vivo y lo experimento yo misma.

Y, de nuevo, “normalizo y enrarezco” en función de mi experiencia. Y lo mismo haces tú, y ella, y aquellos otros. Y se multiplican los centros, tantos como personas.

Sin embargo, dicen que, para poder vivir cada vez con más equilibrio y serenidad, es necesario volver la mirada hacia dentro y escuchar de verdad el silencio. Dicen que ahí se halla la respuesta a todo, el centro único que nos une y que le da sentido a todo. Un único centro… que no está en América ni en Asia, sino en todas partes al mismo tiempo.

¿Será verdad?

Yo, por si acaso, podría probar.

*Imagen: Nueva York desde el Ferry que vuelve de Staten Island. 2010

domingo, 5 de febrero de 2017

Haikus

A finales de la primavera de 2016, durante mi viaje a Vietnam y Thailandia, exploré superficialmente la creación de haikus.

Siempre me ha parecido una estructura sumamente difícil de utilizar (3 versos con la métrica 5-7-5 sílabas), pero curiosamente, más allá de la gracia del resultado, la experiencia de tratar de adaptarme a ella para expresar la esencia mínima de una idea fue sumamente placentera.

Aquí dejo una muestra. Cada uno de ellos es independiente del resto y vino inspirado por alguna de las escenas que observé o por las historias que escuché en aquellos días.

Bambú y loto,
más allá del arrozal,
la joven ríe.

Y el bambú crece
sobre el túnel vacío
que esconde el odio.

La paz y el caos
se toman de la mano.
Ruido y silencio.

Desde lo alto,
el río y la montaña
no sienten rencor.

En la paz sutil,
la guerra en su recuerdo,
el monje ora.

El último rey
y su gran ejército
yacen sin nombre.

En la oscuridad,
la gota resbala,
la cueva duerme.

La flor de loto,
las gotas de rocío,
rema el barquero.

¿Quién soy?, se pregunta.
El espejo responde
con una mueca.