domingo, 4 de septiembre de 2016

Naderías


De pequeña, podía pasarme horas mirando algo bonito. Y para mí algo bonito no solía ser una obra de arte o algo pretendidamente estético, sino más bien cualquier cosa que casualmente me resultara llamativa por alguna razón que sólo entendía mi espíritu. 


Me podía quedar hechizada mirando el envoltorio de un caramelo, o alguna bola en concreto del árbol de Navidad, o el efecto que hacían los lomos de dos o tres libros juntos en la estantería.


Me sigue pasando a menudo: me sigo quedando enganchada a la estética de cosas inútiles. 


¿Cómo resistirme al encanto de algunas bolsas de papel, de esas que te dan en las tiendas de lencería o en alguna joyería? (creo que compro más por tener la bolsa que por el producto en sí).


¿Y qué puedo decir de los lacitos? Esos que llevan ahora cosidos en los hombros la mayoría de blusas o vestidos, para facilitar su colgado en la percha? Tienen unos 30 cm y colores muy diversos. He llegado a guardar decenas de ellos. Hacían una composición tan bella todos juntos, como espaguetis multicolor…


Ayer, me atrapó la imagen de una caja de cápsulas de café de una conocida marca publicitaria (*). Era como volver a las tardes de siesta en vela de mi infancia (“si no queréis dormir, al menos estáis calladitos, para que podamos descansar los demás", decía mi madre). Y yo me iba al salón a inventar historias, en silencio o apenas murmuradas. Mirar esa caja era introducirse en un mundo de fantasía, ¿qué hay al otro lado de las puertas, subiendo la escalera? 


Y más que con el hilo de la historia en sí, me quedo con las sensaciones que se despiertan en mí. Esa taza de café, que promete conversaciones interesantes, e invita a sincerarse. La puerta que se entreabre: curiosidad. Los colores: alegría, acogida, familiaridad, cercanía, juego, sencillez. 

Todo por descubrir: tal vez un verano lleno de niños que descubren la magia de las chicharras y los grillos, que suben y bajan las escaleras entre juegos y risas, hasta que cae la tarde y se abren al aburrimiento. O quizás unos amantes clandestinos, aprovechando la complicidad de la tía Carmela, que sale al mercado a la hora justa, dejando “por olvido” las puertas de la casa entreabiertas. 


Historias que no existen en ninguna parte y que apenas se esbozan en mi cabeza, invocadas por el hechizo de esos objetos curiosos.


Las estanterías de casa apenas contienen objetos de decoración, sino pequeños tesoros, tan absurdos como encantadores, por la capacidad que tienen de evocar en mí breves historias y sensaciones placenteras.


Me pregunto qué te hace a ti perderte en un universo imaginario o engancharte absorto en la mera contemplación.

(*) Por si alguien no hubiera caído, se trata de Nespresso, y la imagen expuesta es de la caja de su última "creación" 

domingo, 14 de agosto de 2016

Meditando sobre la arena

Hay temas que se pasean recurrentemente conmigo y me acompañan, por ejemplo, cuando camino descalza sobre la arena, en una tarde cualquiera de finales de julio.

La búsqueda de la vocación es uno de ellos. La educación, es otro. El equilibrio, es el que suele sonar de fondo en cualquiera de mis melodías mentales.

Hoy pienso en la princesa que tiene conquistado mi corazón. Puedo evocar sus ojos, sus miradas llenas de matices, sus gestos y su forma de desenvolverse en el mundo. No lleva aún tres años en mi vida y ya llena espacios que no sabía ni que pudieran existir, y despierta las emociones más extremas en mí.

Quiero que viva y crezca plena, libre, auténtica. Y quisiera protegerla de cualquier peligro, real o imaginado por mi tremenda imaginación. En este momento mágico de la infancia más pura, me pregunto cuánto les damos a los niños de educación y cuánto de “educastración”.

Crecí confiando en que el sistema educativo era un gran invento pensado para ayudar a las personas a ser más felices. Así es, en mi pequeña cabecita, yo confiaba en los mayores y, si me mandaban horas a un lugar donde aprendía esto o lo otro, era porque eso era lo mejor que podía hacerse, y me entregaba con ánimo a la tarea.

Creo que mis padres también pensaban lo mismo, creo que muchos de nosotros hemos vivido en la confianza de que no hay nada mejor que hacer con los niños. Hoy, sin embargo, me cuestiono bastante este sistema, sus bases, sus formas, su contenido y su finalidad. No dudo de su valor y de la función que ha ejercido a lo largo de muchos años, pero siento que ha llegado el momento de revisarlo profundamente.

Hay mucho que desarrollar en nuestros pequeños, más allá de la memoria o de inculcarles unos determinados conocimientos. Sería un debate profundo, que ahora apenas esbozo. Está el papel del colegio y el de los maestros. Está el papel de los gobiernos que reforman constantemente el sistema de forma banal y atendiendo a criterios muy poco consistentes. Está el papel fundamental de los padres, como líderes de todo este proceso educativo.

Siento que la renovación está en marcha, ya ha empezado, como puede verse cuando uno descubre a profesores como César Bona, y su nueva forma de entender la enseñanza (https://www.youtube.com/watch?v=LcNWYNp2MSw ). Y cuando uno ve ejemplos magníficos como el de estas madres olímpicas y campeonas que enseñan a sus hijos con el ejemplo más patente, el suyo.

¿Qué mueve la vida sino la pasión? La pasión de estar haciendo lo que has venido a hacer. Y no hablo de nada místico, ni trascendente, o tal vez en el fondo sí, pero no es lo importante, a lo que me refiero es a descubrir dónde se mueve uno como la seda, dónde se siente fluir -como dicen algunos estudiosos del tema-, en qué actividad se nos pasan las horas como si fueran segundos, absortos, entregados.

Por eso, el otro día me emocionaba viendo a Maialen Chourraut festejar su oro olímpico junto a su pequeña. Qué mejor ejemplo puede darle a esa niña que entregarse a su vocación y vivirla con plenitud, como veremos hacer en breve a Teresa Perales en los Paralímpicos (https://www.youtube.com/watch?v=xWh2zEm3_Lo ).

Y ya en 1960 Natalia Ginzburg nos llamaba delicadamente la atención sobre este tema en su relato “Pequeñas Virtudes”:

“(…) si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar (a nuestros hijos) tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida."

Quizás no todos tengamos una vocación que implique una dedicación tan exigente como la de los deportistas de élite o de los artistas consagrados, pero todos tenemos una ilusión, un sueño. Y creo que no hay mejor ejemplo que dar a un hijo, a un sobrino, a un nieto, que vivir enfocado en mostrarnos con la mayor autenticidad posible y en descubrir aquello que nos hace únicos; y al descubrirlo, vivirlo con ilusión al servicio de la comunidad, porque permitirnos brillar animará a otros a brillar también.

Y pienso que una sociedad “encendida”, llena de personas ilusionadas y vivas, tiene toda la pinta de funcionar mejor que una de hombres grises y apoltronados. Por lo menos a mí me resulta mucho más apetecible, pienso mientras continuo mi paseo, con el sol ya rondando el horizonte.

jueves, 21 de julio de 2016

Está pasando

El post de hoy está dibujado en mi mente con nitidez, a base de un par de imágenes, como fotogramas:

En la primera, hay una chica en Sevilla, en la calle Torneo. Tiene unos veinte años y pasea al lado del río. Serán sobre las siete de la tarde y la adelantan algunas bicis de “guiris”. Hace bueno, como casi siempre en su ciudad natal. Piensa en su presente y en su futuro, como casi siempre. (*)

Está contenta de vivir en una de las ciudades más bellas del mundo, con gran calidad de vida y un equilibrio bastante satisfactorio entre normas y libertad, y cerca de gente estupenda, un auténtico “savoir-vivre”.

Pero le falta algo. Quiere experimentar algo más. Está a punto de terminar una carrera que no le gusta, a punto de introducirse en un mercado laboral que intuye gris, frío, ajeno a su esencia.

Imagina que el mundo es mucho más que lo que ha vivido hasta ahora. Debe de haber por ahí  gente muy diversa que tiene por delante realidades muy diferentes a la suya. Quizás, con gran probabilidad, haya otra chica en un lugar distante del planeta, que disfruta de su ciudad –una de las más bellas del mundo- y de sus circunstancias, y que también siente un vacío que no sabe si algún día llenará.

Avanza la película, como si hubiéramos pulsado el “fast forward”, y se para de nuevo veinte años después, en las cataratas de Iguazú. Se ven los pies de la chica –ya una mujer-, con sus uñas pintadas de rojo, caminando en chanclas por las pasarelas del parque –lado argentino-. Levanta la mirada y ve cientos de mariposas, hay muchos otros turistas pero no le resulta agobiante. A su lado, un chico húngaro camina tranquilo y alegre, disfrutando del día.

El chico húngaro y ella charlan sobre lo que les aporta viajar y, en concreto, sobre lo que está suponiendo para cada uno viajar solo. El espíritu se aligera, se siente uno más cerca de la gente que tiene al lado, se tienen los sentidos más abiertos a observar, a disfrutar de cada pequeño detalle. 

Mientras camina y siente la fuerza del agua, ella se siente viva, despierta, alegre, libre.

Entre una y otra imagen, la joven sevillana que paseaba por el río se introdujo en la espiral que tanto temía, con toda consciencia. Y la espiral la engulló, pero no del todo.

Mientras daba vueltas en redondo, aún tuvo tiempo de encontrarse con personas que llenaron su mundo de perspectivas nuevas, de amor, de risas, de confidencias, de noches sin fin, de días de sol y de tormentas. Tuvo tiempo de hablar los idiomas que había aprendido y disfrutar de conversaciones mágicas. Tuvo tiempo, también, de leer libros que abrieron su alma y de aprender cosas que ensancharon su mente. Tuvo tiempo de viajar tanto como nunca imaginó que haría, cuando se asomaba a la azotea de su casa y veía a las golondrinas, que una primavera más habían vuelto a su pueblo.

Y también tuvo tiempo de llorar y preguntarse qué faltaba en su existencia para dejar de notar ese vacío. Tiempo de lanzarse en una frenética carrera de hacer más y más cosas para llegar a… ninguna parte en concreto.

En la espiral cotidiana, vivió muchos años, creció, sufrió y aprendió. Y no fue de un día para otro que decidió que ya era suficiente. Fue fruto de todo el tiempo vivido dando vueltas que la perspectiva fue cambiando, que el gusano se fue durmiendo y la mariposa fue despertando.

Esta es una historia como cualquier otra. Una historia que ocurre a cada instante a lo largo del mundo. Cientos de mariposas están despertando dentro de espirales de seda. Miles. Esto está pasando a tu lado y puede que dentro de ti. Pues, mientras lees mis palabras, están escribiéndose las tuyas, las palabras que brotan de tu propia experiencia y que murmuran en tu oído quién sabe qué mensajes. ¿Los escuchas?

 (*) La fotografía del Paseo Juan Carlos I (Sevilla) se tomó prestada del diario ABC

domingo, 17 de julio de 2016

Inicio/

Inicio/ Programas/ Microsoft Office/ Word.

Esa es la ruta que abre la hora en blanco. Ese es el instante que precede al vacío. Es el momento en que, por fin, se rompe la inercia. Y aquí estoy.

¿Por qué me cuesta tanto venir a sentarme a la sombra de mi peral a contarme cosas? ¿Por qué me dejaba para el final el ingrediente que más me gustaba del plato? ¿Por qué demoro la felicidad? ¿Por qué antepongo la pereza, la inercia o la comodidad a la realización de mis sueños?

Pues sí que empiezo fuerte. Como pretenda responderme a semejantes cuestiones, sentada bajo mi árbol, un domingo por la tarde, no sé si huiré para siempre de estas meditaciones.

Es verano, no parece momento de buscar motivos, sino de vivir con la liviandad que infunde el canto de las chicharras. Dejarse llevar, flotar sobre la colchoneta en una piscina imaginaria, o en un mar tropical –puesto a imaginar-. Disfrutar sin etiquetas, sin rumbos prefijados, sin protocolo. Un helado, una charla insustancialmente entretenida, un beso leve.

Para eso es el verano.

O eso quería creer.

Pero parece que no: en verano toca también llorar la muerte de inocentes en ataques sin sentido. Toca plantearse qué actitud tomar en las redes sociales ante las masacres. Toca tratar de posicionarse en algún lugar entre el buenismo indolente y el radicalismo  más violento.

También toca leer barbaridades o vivir de espaldas al mundo. Y digo yo que, si no somos capaces de entendernos para acordar a qué temperatura dejamos el aire acondicionado, difícilmente vamos a ir de la mano para avanzar en temas tan delicados como la evolución de tradiciones que implican que sufra cualquier animal, por poner un ejemplo.

La paz está dentro de cada uno. Es como una onda que se expande desde el centro hacia fuera; de nuestro interior, se propaga hasta comunicarse a los que tenemos cerca. El odio, también. Son ondas y se propagan. Y es muy difícil estar en paz. Es muy difícil alimentar la paz dentro y fuera de nosotros.

Y sin embargo, es el camino. ¿Cómo vamos a vivir en armonía cuando nos dedicamos a despotricar contra el que vota distinto a nosotros? ¿Qué estamos sembrando cuando nos mofamos de quien opina, viste, ama o cree distinto a nosotros?

Thich Nhat Hanh, budista vietnamita que promueve la paz, y la compasión y la meditación  como camino para conseguirla, termina su libro “Hacia la paz interior” con una reflexión muy hermosa:
“Hay que usar el dolor del siglo XX como si fuera el abono y cultivar entre todos las flores para el siglo XXI. (…) Debemos cultivar la flor de la tolerancia, es decir, ver y saber apreciar la diversidad cultural para ofrecérsela a los niños del siglo XXI. Otra de las flores que tenemos que cultivar es la del  testimonio de la verdad del sufrimiento, ya ha habido demasiado dolor innecesario en nuestro siglo. (…)

Coge a tu hijo de la mano en invítale a salir y a sentarse contigo sobre el césped. Contemplad la verde hierba, las florecillas que crecen entre sustillos y el cielo. Respirad y sonreíd juntos, la educación para la paz consiste en eso. Si sabemos cómo apreciar estas cosas hermosas, no necesitaremos nada más. La paz está a nuestro alcance en todo momento, en cada aliento, en cada paso.”

Hay que decir que el libro lo escribió a finales del siglo XX, así que hoy llevamos ya 16 años de retraso en su propuesta. Pero me parece maravillosa. Tal vez suene naïf en nuestros días, no digo que no. De hecho, en mi línea de surrealismo absurdo, tras todas estas reflexiones sobre cuál es la actitud correcta que adoptar en este nuestro tremendamente bello y terriblemente desconcertante mundo, siempre me viene en mente aquel chiste:

-          Oiga, y usted ¿por qué está tan gordo?
-          Yo, de no discutir.
-          Hombre, no será por eso.
-          Ah, pues no será.

Cuando creamos el clima adecuado en nuestro corazón, somos capaces de observar el conflicto sin implicarnos, dejándolo pasar. Y el conflicto, como viene, se va. Imagina cómo podría acabar este chiste simplón si al señor gordito le diera por entrar al trapo y convencer al otro, o, mejor aún, si se sintiera ofendido por la pregunta, pa’empezar. Pero no, se lleva la razón sin atraparla y se acaba el chiste por falta de jugadores.

Yo misma me digo que esto no vale para las grandes amenazas que hoy por hoy surgen donde uno menos lo espera, que me quedan muchos cabos sin atar. Y al mismo tiempo, creo a pies juntillas en ese “Piensa globalmente y actúa localmente”. Hay mucho que se nos escapa de las manos, pero son las pequeñas acciones las que conforman nuestro entorno. Y la suma de pequeños entornos, configura un macroentorno, llamado familia, barrio, sociedad…

Al final, la pregunta que me viene a la cabeza es: hoy, ahora, desde esta actitud, con esta acción ¿estoy ayudando a expandir la onda de la paz… o la del odio?

¿Ves por qué tardo tanto en sentarme a la sombra del peral? Porque luego me lío, me lío y se me va la ligereza del verano y me enredo yo sola en mis reflexiones. ¿O no será por eso? Pues no será.


sábado, 7 de mayo de 2016

Las horas dobles

3 de mayo de 2016, 22:55

Últimamente, siempre que miro el reloj son “horas dobles”: las 11:22, las 12:12, las 22:44… Ahora, las 22:55. No sé si eso tiene un significado especial, quiero pensar que sí. De hecho, he decidido que se trata de instantes para tomar conciencia. ¿Conciencia de qué? De lo que me ronde por la cabeza en el preciso momento de mirar el reloj.

Hoy, las 22:55 significan que se me ha vuelto a hacer tarde, que he vuelto a dejar para el final mi alimento para el alma, y que estoy enfadada.
He salido más tarde de la oficina, por querer estirar el tiempo, por intentar rematar las tareas, cuando de sobra sé que mañana seré como Penélope, deshaciendo la labor para empezar de nuevo, por el cambio de enfoque de algún jefe de los de arriba.

Por supuesto, el súper, la lavadora y la cena se han buscado un lugar prioritario en mi agenda. Hoy, además, un poco de yoga. Luego, un joyero se ha interpuesto de improviso entre mi escritura y yo. Había que ordenarlo de manera imperiosa y no podía ser otro día, después de los años que llevará ahí, arrumbado, apenas sin llamar la atención.

Otros días, se cuela una revista, un folleto de publicidad, un capítulo repetido de una serie de TV, una búsqueda de piso en Internet, unos mensajes de Whatsapp, o una mosca despistada volando en la habitación. El caso es que yo no escriba, el caso es que este diario responda más bien poco a su apelativo, y cada noche me vaya a dormir con el sinsabor de haberme quedado sin tiempo para una de las cosas que más me gusta hacer en la vida: contármela.

Y es que la vida, sin contársela a uno mismo, es como si pasara de largo como un río que nadie mira.

Cuando me siento a escribir lo que ha pasado, lo revivo y parece que es en ese momento en que soy consciente de disfrutarlo, sufrirlo o, simplemente, contemplarlo. Un día que no me cuento es un día perdido. Y pierdo tantos días…

No puedo evitarlo, ya no sé cómo intentarlo. Escribir requiere recogimiento, silencio, un entorno adecuado para recordar las escenas del día y deleitarme repasándolas. Y me paso tanto tiempo “quitando obstáculos” para ese entorno, que cuando tengo vía libre son, como hoy, las 22:55 y debería irme a descansar.

Descansar para vivir un día que merezca la pena contar, cerrando un círculo vicioso de difícil resolución. 

lunes, 25 de abril de 2016

Y la musa se enfadó

Anoche aprendí una lección muy valiosa para mí. O más bien, fue una evidencia. Entendí que en la vida hay que priorizar, saber qué es realmente importante para cada uno y darle el lugar que merece.

Las musas llevaban días visitándome, en el metro, en las carreras por el parque, en los segundos previos al sueño… Me susurraban historias deliciosas, me guiñaban con chispa, animándome a darle forma a su inspiración.

“Sí, sí, dentro de un ratito. Cuando cene, cuando ordene, cuando termine de ver esta peli…”

Ellas no desesperaron y hasta me hicieron un regalo asombroso. Estaba viendo el tiempo en la 1 y decidí hacerle una foto a Mónica López porque me gustaba su flequillo y quería darle ideas a mi peluquero. De repente, dejaron de enfocarla a ella y pusieron una de esas fotos que hace el público de distintos paisajes de nuestra geografía. Me pareció muy bonita y pensé en fotografiarla también. Eran unas brizas de hierba, alargadas, empapadas de lluvia o gotas de rocío. Justo en el instante en que apreté el disparador, la foto dio paso a otra de unas casas al lado del río en Hervás, un precioso pueblo de Cáceres.

“Vaya”, pensé, “se me ha escapado la foto”. Entonces, miré la pantalla del móvil y descubrí que lo que mi ojo no había sido capaz de ver, la cámara lo había captado: la transición entre una imagen y la otra. La foto que aparecía era la mezcla de ambas: la hierba como difuminándose, con sus gotas de rocío brillando a la luz, y las casas de fondo, con el agua fluyendo río abajo.

Me quedé fascinada, se la enseñé a Mori, ilusionada: “Mira, mira, qué chulo”. A él también le pareció algo muy particular y curioso.

Se escondían tantas metáforas detrás de esa imagen, que decidí subirla al blog y compartirla contigo… Pero, más tarde, después de cenar..., después de ordenar…, después de ver la tele…”

Y pasó un día y otro… y cada vez que veía la foto en el móvil me sentía muy orgullosa y se renovaba mi ilusión por enseñártela. Hasta ayer, en que por fin me senté, cuatro días después, para volcar la foto en el ordenador y escribir sobre ella aquí.

Y la musa se enfadó. No me preguntes cómo, pero le di a borrar una imagen ya copiada… y se borraron absolutamente todas las que tenía en la tarjeta de memoria.

“No puede ser, esto no me está pasando, ¿dónde está la papelera de reciclaje en el móvil, por favor?”.

La incredulidad dio paso a la angustia, me sumergí en todas las páginas de Internet que daban consejos para recuperar fotos borradas en el móvil, me descargué una aplicación, probé, y me recuperó otras fotos, pero ESA no. Imposible, perdida, para siempre.

La angustia dio paso a la rabia y a esas preguntas a destiempo: “¿por qué no la descargué antes?, ¿por qué tardé tanto en hacer lo que había decidido?, ¿cómo he podido despistarme para borrar tantas imágenes?”

Y la rabia… terminó por cansarse y convertirse en aceptación, y nuevas miras. Y me di cuenta de cuántas veces dejo pasar ocasiones mágicas de hacer lo que de verdad siento, de decir lo que brota en mi corazón, de vivir los regalos que me ofrece la vida, dejando a un lado el cuentagotas y las demoras.

Cuántas veces demoro la felicidad por el mero hecho de saborear la posibilidad de llegar a sentirla. Es como mirar un pastel delicioso desde el escaparate de la confitería y no querer entrar para poder seguir disfrutando de la expectativa de llegar a probarlo.

Es una forma de felicidad, no digo que no. Pero creo que ya no me vale. Quiero disfrutar de la magia real de la vida, no de la expectativa de conseguirla. Quizás en el fondo no haya más que miedo: la expectativa siempre es real, todo lo real que quieras hacerla en tu mente, mientras que la realidad podría resultar decepcionante.

Ahora decido “correr el riesgo” y dejar de posponer lo que realmente me importa, lo que valoro, lo que me hace ser más yo misma. Y mientras aprendo este arte de atrapar el instante, seguiré disfrutando de las lecciones que encierran episodios aparentemente banales en el día a día.

Para la próxima, espero que las musas no tengan que enfadarse para hacerme reaccionar.


Seize the moment.

jueves, 24 de marzo de 2016

Mi voz

Ojalá pudiera mantener permanentemente esta sensación instalada en mí hoy. Una serenidad alegre, confiada, tranquila… Me resulta tan poco familiar que me siento torpe al tratar de definirla, más bien podría dibujarla por el descarte de otras que sí me son tremendamente familiares.

No hay prisa, no hay ningún objetivo adelante que apresar, ninguna zanahoria absurda que atrapar y que se aleja de mí a medida que intento acercarme a ella. No hay aprensión, esa mirada recelosa al otro desconfiando de sus intereses. Los juicios están en su nivel mínimo, como voces apenas inaudibles en mi interior. La desgana está fuera de cobertura. Las excusas, apagadas.

He buscado mi voz durante mucho tiempo. Sí, mi voz, mi registro, mi manera de mostrarme al mundo. A veces, disfrazándome de otros a quienes admiraba; otras, dando pasos inciertos hacia caminos nuevos, como el canto. Y hoy sigo sin saber cuál es mi voz y no me importa.

Me apetece escribir, que es lo mío desde siempre, mi herramienta es la palabra escrita, mi pasión, mi tendencia irresistible. Y me da igual el qué y el cómo. Hoy sólo quiero dejar que las palabras vayan fluyendo, creando historias inverosímiles o relatos fotográficos. El caso es dejarse llevar y dejar de controlar. Dejar de pretender la perfección o la gracia. Probar, divertirme, intentarlo una y otra vez, con el único objetivo de volcar al menos una mínima parte de la inspiración que llevo dentro, y que se despliega libre y ágil mientras viajo en bus a través de los paisajes patagónicos, o en el metro de regreso de la oficina.

Hay tanta vida dentro de mí esperando tomar forma mediante la palabra.


Y dieciocho días viajando sola por un país inmenso y hermoso han bastado para disolver los miedos y aplacar las excusas. Y encontrar un peral gigante, cargado de fruta, en medio de una isla del lago Nahuel Huapi, no puede ser menos que una señal, la alarma del despertador, diciéndome: “Venga, es hora de despertar, ¿a qué esperas?”