lunes, 8 de junio de 2015

Cuento tal vez inacabado

La puerta se elevaba ante ella con toda su inmensidad, con toda su solemnidad, blindando completamente el acceso a la Ciudad de los Deseos, que permanecía al otro lado infranqueable.

La mayoría de las historias acaba bien. De hecho, Dilshad lo había oído decir a su madre cientos de veces: “al final todo acaba bien; y si no acaba bien, es que aún no es el final”. Pero ella empezaba a pensar que la suya era una de esas pocas historias que se quedan por ahí, rezagadas, olvidadas en la memoria de su autor, con un final triste o inacabado.

Dilshad era alegre, como su nombre, risueña, animosa. Y tenía un sueño. Y como todos, un día partió rumbo a su sueño. El viaje fue largo y lleno de aventuras. En cada etapa del camino creció y aprendió tanto que a veces le costaba recordar quién era en realidad y hacia dónde caminaba. Pero seguía adelante.

En algunos momentos olvidó su rumbo y se detuvo más tiempo de lo planeado en un rincón del camino, disfrutando del cariño de las gentes de un pueblo, de su calor, de sus alimentos. Pero una voz interior siempre terminaba por recordarle que debía proseguir su camino.

Recorrió senderos lúgubres, vericuetos mínimos a través de bosques tan cerrados de vegetación que entrar en ellos era entrar en la noche perpetua. Subió montañas, se baño en lagos, se sentó en cientos de piedras al borde del camino para tratar de recordar cuál era su objetivo y recordar el impulso que la había puesto en marcha.

Algunas noches lloró en soledad por sentirse muy lejos de los suyos, muy lejos de ella misma, porque a fuerza de caminar, se empezaba a olvidar de lo que su corazón deseaba… pero ya estaba demasiado lejos para volver atrás a recordarlo.

Así, pasaron los meses, incluso los años, y Dilshad continuaba en su viaje hacia la Ciudad de los Deseos, donde el Gran Sabio le entregaría la fórmula secreta para conseguir lo que soñaba.

Una mañana, desde una colina, vio a lo lejos la fortaleza majestuosa de la que tantos le habían hablado: la Ciudad de los Deseos, con su muralla de piedra y su enorme portón de madera recia.

Reavivó su entusiasmo y se hizo con las últimas fuerzas que le quedaban para recorrer los escasos kilómetros que la separaban de su destino. Caminó con el corazón desbocado y la sonrisa de oreja a oreja. Mientras concluía su viaje, iba recordando los mejores y los peores momentos vividos para llegar hasta aquí y se sintió cansada, como si se hubiera hecho vieja de repente, bajo el peso de los pasos dados.

Y llegó a la puerta. Majestuosa, formidable, alta como seis veces ella, color ébano, con preciosos repujados y una solidez incomparable. Llamó, pero nadie hizo por abrir, gritó, golpeó con fuerza la gran aldaba, sin resultado.

Trató de rodear la muralla, buscando un resquicio por el que pasar, pero la piedra era compacta y tan inabordable como el portón.

Jamás imaginó que la Ciudad de los Deseos estaría cerrada. Protegida, sí, pues había mucho desaprensivo que podría aprovecharse de la sabiduría del gran Jalal-adín, pero encontrarla así, inexpugnable… nunca.

Pensó que tal vez era algo temporal, quizás estaban revisando la protección de la ciudad y por eso se hallaba tan aislada, tan incomunicada con el exterior. Seguramente, en un rato abrirían la gran puerta y podría explicar a los vigilantes el motivo de su visita, para conocer al gran sabio.

Pero las horas pasaron, y llegó la noche y la mañana siguiente; y una noche más, con su madrugada… y la fortaleza no se abría. Las fuerzas y los víveres de Dalshad se agotaban, y su paciencia, y su alegría, y sus ganas.

“La puerta no se va a abrir, vete ya”, le decía una voz por dentro. “No, espera un poco, tal vez…” A su otra voz interior no se le ocurrían ni excusas que justificaran la situación.

Y Dalshad seguía sentada, al pie de la puerta enorme, mirando hacia arriba y luego hacia el suelo, y empezando a desesperarse…

“No todas las historias acaban bien”, pensó. Y al ese pensamiento por su mente, se abrieron las compuertas de su tristeza acumulada, de su desesperanza, y sus ojos se convirtieron en fuentes de lágrimas sin medida. Años de espera, de búsqueda… cada paso era un paso inútil ahora, cada ilusión era un espejismo absurdo, cada minuto de viaje era tiempo perdido.

Y lloró con amargura e impotencia ante el final frustrado de su viaje.


lunes, 11 de mayo de 2015

Un cuento de colores

Cuando Lucía vivía en la “Ciudad Gris” pensaba de verdad que el mundo era en blanco y negro. Sin embargo, por las noches, en sus sueños había color. Y también por el día, cuando cerraba los ojos. Entonces, las imágenes que brotaban de su mente se teñían de color: rojo, azul, amarillo, verde, añil…

Pero la Ciudad Gris era de principio a fin una sucesión de tonalidades del blanco más puro, al negro más profundo. Y cuando ella mencionaba la posibilidad de otros colores, el resto de habitantes la miraba con desconcierto.

Aunque el habitante más anciano del pueblo mencionaba a veces:

- Ah, sí, bueno, recuerdo un viajero que pasó por aquí una vez y nos habló de algo parecido. De hecho, él mismo afirmaba que tenía cientos de colores en su cuerpo y en sus ropas. Y el caso es que algo raro sí le vimos, pero no supimos bien qué era. Y decía que allá de donde él venía, el paisaje tenía tonalidades como las que se encuentran en los cuentos infantiles. Qué curioso.

“Pero ¿cómo curioso?, no puede ser, ¿de dónde sale el color de los cuentos, si no es de la realidad misma?”, se preguntaba Lucía sin rendirse a la evidencia que a todos convencía. “Y si hubo alguien diferente, ¿por qué no ha de haber más? ¿Y si…? ¿Y si el color estuviera debajo de esta capa de grises que contemplamos?”

“¡Eso es, eso es!, tiene que ser así. El color existe, pero está debajo. Ahora solo tengo que descubrir cómo hacerlo aflorar.”

Pasó semanas entre pruebas y fracasos, enfrascada en su propósito, feliz en su convencimiento pero con la fe tambaleante tras cada experimento fallido. Un día, paseaba por el campo, imaginando qué color podría tener un sauce, o un chopo, o una pequeña margarita, y se cruzó con un caminante desconocido. Al verlo un poco desorientado, se ofreció a ayudarle, indicándole hacia dónde debía seguir. Y su curiosidad puedo más que su timidez:

- Esto… perdone que le pregunte: ¿cómo es el lugar adónde se dirige? ¿lo conoce o lo va a visitar por primera vez?

- Lo conozco perfectamente, respondió el caminante, bueno, al menos lo conocía… Es el lugar donde pasaba las vacaciones de pequeño. Quiero volver para reencontrarme con el lugar donde fui tan feliz, con el lugar donde todo era posible.

Lucía entendía muy bien la sensación, a pesar de que, en su caso, ese lugar sólo podía encontrarlo dentro de ella, en su imaginación. Y se atrevió a seguir indagando:

- ¿Y cómo era ese lugar, señor?

- Un lugar precioso, imagínate. En realidad, se parecía mucho a éste, pero con un río bastante más grande y caudaloso. Menudos ratos de baño con los amiguetes. Pero sí, parecido, de hecho, esos arbustos de bayas rojas me lo han recordado aún más.

¿Rojas? El corazón de Lucía estaba a punto de estallar. “¿Ha dicho rojas? ¿Este hombre ve colores aquí mismo?” La mera posibilidad le hacía estallar de alegría y pánico al mismo tiempo. “Si él ve colores… ¿entonces es que hay color pero soy yo no puedo verlo?”

El viajero la vio tan pálida que le ofreció un poquito de agua de su cantimplora. Ella bebió un poco y se mojó las manos para refrescarse la cara. Y empezó a llorar. Lloró por la impotencia acumulada en las últimas semanas, por la tristeza amontonada en toda una vida de ver grises, y lloró por la rabia de tener que admitir que no había solución.

Lloró tanto que el forastero la animó a sentarse en un montículo, junto al camino y se quedó allí con ella, dejándola estar y dándole palmaditas en la espalda. No sabía lo que le pasaba, pero debía de ser algo muy grande, un dolor profundo y viejo. Y las lágrimas eran el mejor disolvente en esas situaciones.

Sacó su pañuelo azul y se lo ofreció a Lucía, cuando le pareció que el llanto amainaba. Ella le dio las gracias y, al ir a llevarse el pañuelo a la nariz, se dio cuenta: era azul. ¡Era azul! Ese color intenso que tenía el cielo por la tarde en su imaginación y en sus sueños. Abrió y cerró los ojos y lo seguía viendo: el azul del pañuelo, el ocre del camino, los zapatos verdes del caminante… Todo tenía color. ¡Y ella lo veía!


Gritó al aire los colores mirando a su alrededor, mientras bailaba, saltaba, agitaba los brazos eufórica. Y el viajero pensó que el nudo de su corazón ya se había desecho, así que su paso breve por esa mal llamada Ciudad Gris había concluido. 


lunes, 4 de mayo de 2015

El héroe dormido

Desde pequeña, siempre me he preocupado más por el fondo que por la superficie de las cosas. Desde que tengo uso de razón me recuerdo escudriñando con mi pequeña mente limitada, misterios inescrutables de la vida y alrededores.

El paso del tiempo, el infinito, la muerte, para qué estamos aquí, por qué tenemos un cuerpo tan raro (años me costó, por ejemplo, aceptar la idea de que por dentro tenemos un esqueleto y unos músculos, que, sinceramente, me parecía que nos daban una apariencia interna aterradora)…

¿Por qué no era una niña normal? ¿Por qué no me bastaban las muñecas y sus vestiditos –o los clics y todas sus aventuras-? ¿Por qué tenía que devanarme los sesos con preguntas que no me atrevía ni a exponer por miedo a que me tomaran por más loca de lo que yo me tenía?

Y es que para mí estaba claro que “los demás” no se planteaban estas cuestiones, porque ellos tenían el saber en su interior, lo tenían todo perfectamente integrado, sólo yo había venido al mundo con un tornillo menos tal vez, y por eso vivía este sinvivir.

Me acuerdo de una vez en que un amigo (que además, hoy cumple años, felicidades, Alberto), me hizo ver que, en unas reflexiones que le dejé leer, se repetía constantemente el binomio “yo y los demás”. Como si yo fuera algo tan diferente del resto, una extraterrestre en la corte del rey Arturo.

Con el tiempo, oye, todo se va pasando. Y una acepta con más resignación que alegría que hay preguntas demasiado grandes para ciertos cerebros. Y que vale la pena enfocarse en cosas más terrenales. Y que se está de maravilla tumbado en la orillita de la playa al atardecer, pensando en el helado de chocolate que me tomaré en cuanto se vaya el sol.

Pero, al mismo tiempo, descubro que no estoy sola en mis inquietudes. Y que, otros, que en lugar de bloquearse con sus preguntas, las han utilizado de motor y están descubriendo cosas que encajan perfectamente con algunos de mis antiguos porqués y, además, me dan luz y mucha alegría.

Por ejemplo, que el cerebro no se queda forjado a los 3 años y, a partir de ahí todo es “perder”. ¡NO! No es cierto, existe lo que se llama neuroplasticidad, que viene a decir, así entre “profanos”, que el aprendizaje de cosas nuevas, la práctica hasta crear nuevos hábitos, la meditación, estimula nuevas zonas de nuestro cerebro, mediante la activación de conexiones neuronales hasta ahora “dormidas”.

Y también existe la neurogénesis: células madre que se convierten en neuronas. Que sí, que sí, que no todo era ver cómo morían nuestras pequeñuelas, que también son capaces de regenerarse. Más lentito, es cierto (de momento), pero ahí estamos.

El doctor Mario Alonso Puig lo cuenta con mucha más maestría y arte en youtube.

Y  ¿qué decir de mi “nuevo amigo”? Mi gran descubrimiento de las últimas semanas: un médico de Valencia que lleva desde que yo nací (ya ha llovido) ¡¡¡operando a sus pacientes sin anestesia!!! Les enseña a autoanestesiarse psicológicamente con un método que él mismo explica que no requiere más de cinco minutos.

Esto es real, señoras y señores, miles de pacientes operados por este ángel (Ángel Escudero Juan, para más señas), que se van por su propio pie tras operaciones de diferente envergadura y con un postoperatorio más sencillo y rápido. Lo podemos consultar en su web, en youtube, o llegarnos a Valencia, y participar en uno de sus cursos.

El poder del ser humano es mucho más de lo que creemos y de lo que nos quieren hacer creer. Soy poco amiga de teorías de la conspiración y, como muestra de mi humana incoherencia, prefiero pensar que ciertas cosas son fruto de la casualidad, como es el hecho de que podamos anestesiarnos con tal facilidad y que este hombre no sea Premio Nobel ya, así como su método enseñado y aplicado en todas las Universidades del mundo.

Y estos grandes descubridores vienen a concluir más o menos lo mismo: que nuestro poder radica en la fuerza y la dirección de nuestro pensamiento. De ahí, la importancia de sabernos enfocar en lo positivo de la vida, en lo que queremos atraer y no en aquello que queremos alejar de nosotros.

Yo soy una simple “aprendiza”, que experimenta momentos de sagrada lucidez y disfruto de mis propios resultados, de a poquito; que, por cada pensamiento de luz, aún me surgen cientos (¿miles, millones?) de pensamientos de preocupación, miedo, aburrimiento…). Es como ponerse a trabajar los bíceps y tríceps a los cuarenta: se requiere suma constancia y paciencia.

Pero me gusta confirmar que muchas de mis disquisiciones mentales de la infancia y juventud sí tenían una razón de ser. Sólo estaban mal enfocadas. Buscaba mis respuestas con las gafas del miedo y de la mediocridad, con la creencia de que “polvo somos y en polvo nos convertiremos”, sí, sí, pero que polvo: de diamantes.

Ahora disfruto encantada de cada descubrimiento, como el del Dr. Escudero, octogenario ya, que sigue transmitiendo su saber y su ilusión, su amor, a quien desee escucharle. 

Y como él, tantas personas que no se han conformado con el primer “no se puede”, con el primer diagnóstico limitante, y han seguido adelante creyendo en sí mismos y en una fuerza aún mayor que nos une a todos los hombres y nos trasciende. Y sigue siendo un misterio, pero del que cada día se desvelan más aspectos.

Y por eso, tengo ganas de gritar a los cuatro vientos, desde mi “speaker’s corner” virtual, que SE PUEDE, que el ser humano tiene una fuerza increíble, que no nos dejemos aletargar por los que (casualmente, y sin ánimo de lucro) quieren hacer de nosotros borregos asustadizos.

¡DESPIERTA A TU HÉROE DORMIDO!

Y, como acompañamiento a este discursito de hoy, y premio a los que se hayan animado a leer hasta aquí, sin fotos ni ná: una canción que me trae amables recuerdos y me llena de confianza y humor.




lunes, 20 de abril de 2015

La Teoría de los Poquitos

Todo empezó aquella tarde en que charlaba con Julio y me preguntó por mis planes para el día siguiente. Le comenté que quería ir a nadar.

-Ah, ¿tú nadas?
-Sí, bueno, me gusta de vez en cuando, disfruto mucho en el agua y me sienta genial.
-¿Y cuántos largos te haces?
-Pues no sé, la piscina es de cincuenta metros, un poco larga para mi poca técnica, la verdad, y hago… pues, unos cinco o seis largos.
-¿Cinco o seis?, pero eso... eso es una mierda, eso es como no hacer nada, para eso, mejor no vayas.

Y pedimos otra caña y pasamos a otro tema. Pero sus palabras se quedaron resonando en mi cabeza. Al día siguiente, me levanté temprano y fui a nadar mis largos “de mierda”. Y me sentí de maravilla, dolida por el poco reconocimiento de mi amigo a mi pequeña hazaña deportiva, pero tonificada, despierta, ágil y relajada.

Y esto me dio mucho qué pensar. A veces, tendemos a creer que sólo las revoluciones cambian las cosas, que sólo las heroicidades tienen mérito, que tan sólo a base de grandes hazañas se consiguen grandes cambios.

Hoy estoy convencida de que no es así, o no sólo así. La mayoría de las transformaciones llevan su tiempo y requieren constancia. Motivación, preparación, ilusión y constancia.

El sábado estuve viendo un ratito el campeonato europeo de gimnasia artística y no podía evitar “fliparlo en colores”, maravillada de la capacidad del ser humano para dominar su cuerpo y llevarlo a acrobacias imposibles. Esto lo comento, sobre todo, desde mi perspectiva de personilla que no es capaz de levantarse un palmo del suelo sujeta en una barra (y menos en dos anillas).

Esos deportistas no se forjaron de la noche a la mañana, y por supuesto, tampoco entrenaron media hora al día… Pero posiblemente, sí empezaron entrenando un par de ratos a la semana y ahí descubrieron que les apasionaba ese deporte. Y continuaron cada vez con más dedicación.

Lo que quiero decir es que cuando nos planteamos un cambio en nuestras vidas –lo voy a decir en primera persona, que es desde donde lo he experimentado con total nitidez-: cuando me planteo un cambio en la vida, lo primero que me abruma es la cantidad de esfuerzo que voy a tener que desplegar. Y entonces llega mi amiga la pereza con su famoso: “Uff, quita, quita, ¿para qué te vas a meter?”

Sin embargo, cuando de verdad siento ilusión por algo, o cuando ya he tenido suficiente de algo y quiero cambiar, me funciona mucho mejor sentarme, preguntarme qué puedo hacer, qué pequeña acción puedo introducir para cambiar el rumbo, y mantenerla en el tiempo. Un día, otro día, otro día más… hasta que se integre en mí como algo natural.

Siempre aparece en algún momento el monólogo de Mrs. Desanimator -más maja ella-: “Anda, tonta, si ya lo dijo Julio, esto son como los seis largos de mierda en la piscina, no vale la pena, no hay diferencia entre hacerlo o no hacerlo, y entonces, ¿para qué perder el tiempo? Anda, venga, siéntate en el sofá, que hoy tripiten un capítulo de Big Ban Theory que te encanta y ya te sabes de memoria, y eso es mucho más divertido”

¡¡¡Y lo curioso es que muchas veces le hago caso!!!!

Pero es tan gratificante ser fiel al rumbo que uno mismo se ha trazado. Y tan sencillo, si los pasos son pequeños pero firmes y continuos. Que ganas me dan de agarrar una maza de esas que sacaba de ninguna parte el Correcaminos o Pixie y Dixie, para deshacerse de su eterno enemigo, en mi caso, de Mrs. Desanimator. Cojo la maza y ¡¡¡¡pong!!!!, mazazo en toda la cabezota a esa desaprensiva, que huye, plana como el papel, caminando hacia su guarida para no salir nunca jamás.

Mentira, volverá. Pero no es un problema, porque hoy día “La teoría de los poquitos” ha adquirido rango de ley natural. Y dice así:

Un paso constante y firme en la dirección adecuada le acerca con más rapidez y seguridad a uno a su objetivo que cientos de grandes hazañas imaginadas en la mente


Así que, con mi teoría bajo el brazo, no hay Desanimator que valga. Y yo sigo caminando, pin, pan, pin, pan, rumbo a mis sueños. 

(*) Imagen procedente de florida24.wordpress.com

lunes, 13 de abril de 2015

El teatro de la vida

En tardes como esta, veo con nitidez, incluso con un cierto humor, cómo mi interior parece un escenario con sus bambalinas y todo, en el que múltiples personajes pasan a recitar sus mejores monólogos.

Gran habitual es Heidi López. Espíritu de niña en cuerpo de “jovencita de mediana edad” -llena de optimismo y poderío- camina por la calle segura, alegre, tarareando para sus adentros alguna canción animosa. Capta lo mejor de la escena urbana: las primeras flores de los almendros, los brotes verdes, la sonrisa del bebé y aquel perrillo que se deja acariciar, mientras espera a que su dueño salga de la farmacia. Miradas cómplices con compañeros de metro anónimos y nota discordante entre los comentarios agoreros de la máquina de café.

A veces, Heidi se despierta y ve que no puede sonreír, que no ve los colores de la realidad, sino una gama de grises, y no oye cancioncillas en su mente sino un cantinela machacona: “todo va a salir mal” “¿quién te has creído tú para que la vida te sonría tanto?” “ya no te cabe más felicidad, así que, a partir de ahora, prepárate”

También sale a escena a menudo Indiana Ro: buscadora incansable de tesoros en el fondo de cualquier alma, sobre todo de la propia. Busca la belleza y la maravilla que está segura que todo el mundo encierra. Confía, indaga, no se conforma con la primera negativa, y no se desanima ante los tímidos, inseguros o los “invisibles ante sí mismos”. Es uno de los personajes que más me ayuda en el coaching y en las charlas de “terapia de amigas”.

Pero alguna tarde, se sienta en una esquina, apartada del mundo y se siente desfallecer. Suele ocurrirle cuando su eterna archienemiga, Mrs. Doubtfire, consigue abordarla por la espalda: “¿Todos somos héroes, todos tenemos un diamante en nuestro interior…? Pero ¿a ti quién te ha enseñado semejantes sandeces, niñata? Anda, anda, anda y baja de tus nubes de algodón. La realidad es miseria, es rutina, es ir tirando… Eso es lo que hay. Déjate de ñoñerías y mira, mira el lodazal que es en realidad la vida”

En raras ocasiones, porque ella es muy de reservarse para grandes eventos, sale mi Drama Queen: por escenario no necesita más que un sillón en el que tumbarse elegantemente para sollozar porque… ya es demasiado tarde para sus sueños, está demasiado acomodada para luchar, es demasiado mayor para volver a intentarlo, tiene demasiado miedo a perder, demasiada mediocridad instalada en el alma, está demasiado aburguesada para dar rienda suelta a su grandeza.

Y, luego, está Scared Rabbit, pequeño conejo asustadizo que mira, temblando, a un lado y a otro, temiendo encontrarse con amenazas de las que no podrá escapar. Busca un camino, una salida, pero como no sabe lo que quiere, ni lo que puede hacer, ni lo que dan de sí las fuerzas de sus patas, ni ve camino, ni salida ni nada. Sólo monstruos invisibles y muros infranqueables.

Tras un par de apariciones de los anteriores personajes, suele aparecer un mimo inmóvil, es una estatua de sal: la niña que de tanto llorar y mirar atrás, se ha transformado en una estatua. No hay movimiento, no hay posibilidad, no hay nada.

Yo observo el desfile de personajes, en general, con curiosidad, cariño y cierto desapego, pero algún día no puedo evitar confundirme con el personaje y entonces la función adquiere tintes realmente dramáticos, casi de tragedia griega. Y mi torbellino interior es capaz de dejar el escenario devastado.

Pero tras la tempestad… llega la calma, y vuelve la serenidad interior, esa que subyace al espectáculo que esté en cartel ese día. Porque sé que soy más que mi personajes, mucho más que todos ellos juntos. Y mucho más que todas las voces que los abuchean en sus interpretaciones. Soy mis personajes y sus saboteadores, y soy la gran directora de la obra, aunque a veces se me olvide.

Mis personajes responden a las distintas creencias que a lo largo de la vida me han ido empapando el alma. Y sus saboteadores son resultado de las voces críticas que también he escuchado afuera y de mi forma de ir abriéndome camino. No pasa nada. Es parte de la vida. El caso es que puedo CAMBIAR creencias. Y puedo cambiar de rol a algunos personajes, si ya no me aportan nada… Eso está en mi rol de directora. PUEDO hacerlo.

Si no olvido que el papel de directora es tan relevante como el de los actores, este teatro puede resultar de lo más interesante, entretenido y hasta divertido.

¡Bienvenidos al teatro de la vida!

lunes, 30 de marzo de 2015

Semana Santa

*Imagen del Beso de Judas (Lunes Santo) extraída del blog Apartclick.com

En mi tierra natal durante esta semana la ciudad se transforma en un escenario de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Todo lo que se cuente es poco alrededor de la Semana Santa sevillana, malagueña o nazarena (gentilicio de Dos Hermanas), que son las que conozco más a fondo.

La celebración de la Semana Santa siempre me ha generado sentimientos muy intensos y encontrados. En numerosas ocasiones, me he preguntado cómo se le podría explicar de qué va todo esto a “un guiri”… De hecho, he tenido la oportunidad de vivirla con algunos y, en efecto, sobran las palabras y ninguna de ellas es suficiente: hay que vivirlo y cada uno lo vive a su manera y descubre o se enfoca en un aspecto.

Te puedes quedar con el aspecto artístico, estético o cultural, con el fenómeno sociológico, con la dimensión religiosa, la económica, la pasión y la devoción, la presencia de las hermandades, la mezcla de rigurosa pero sutil organización y  confianza en la providencia (o como quieras denominar a una fuerza trascendente que  permite que miles de personas se apelotonen en poquísimos metros cuadrados sin apenas una queja, una revuelta, ni una voz más alta que otra -si no has vivido “una bulla”, esto es difícil de entender-). Y está, sencillamente, el ocio y el entretenimiento.

La Semana Santa es un ejemplo extremo de lo que puede dar de sí la naturaleza humana, de nuestra capacidad para apasionarnos, para emocionarnos o para unirnos con un objetivo común. Como dicen de la ópera: la puedes odiar, la puedes amar, pero no te dejará indiferente. Ateos confesos que tienen un lugar en su corazón para la Macarena o la Esperanza de Triana, y la llevan a cuestas con orgullo y alegría; hipsters de pro que no se pierden la salida de El Silencio por nada del mundo. Abuelos que sacan del cajón sus últimas fuerzas para esperar lo que haga falta a que pase San Gonzalo por delante. Lágrimas de emoción sincera que salen de un trabajador de la construcción, admirando la levantá de su Cristo del Valle.

A veces, me parece inexplicable que siga existiendo algo así en pleno siglo XXI, pero entonces me acuerdo de que también existen “derbys” futbolísticos, macro conciertos de Justin Bieber o Taylor Swift, Gran hermano VIP… y ya me extraño mucho menos.

El ser humano es apasionante, desconcertante e incoherente. Y a mí me encanta que sea así.  Mientras se encuentre alegría, motivos para seguir adelante y motivación para ser más uno mismo, para despertarse cada día y dar algo nuevo (y a poder ser bello, en el amplio sentido de la palabra)… whatever works, que dijo Woody Allen. Y si no te gusta, cambia de canal. Y esto ya enlazaría con reflexiones que se nos van del hilo argumental de hoy.

Volviendo a este estrafalario homenaje a la Semana Santa, mi reflexión más antigua –y reiterada a lo largo de los años- es por qué el pueblo se fue decantando por honrar más la Pasión y la muerte que lo que se supone que de verdad importa: la Resurrección. No falta el año que me lo pregunte: son unas 50 hermandades las que procesionan durante la semana (llevando cada una, generalmente, 1 paso de Cristo y uno de palio con la Virgen). Siendo generosa, encuentro 3 cuya imaginería representa escenas de alegría y celebración de los últimos días de Jesús (La Borriquita, La Cena y, cómo no, La Resurrección); el resto, es dolor, angustia, desesperanza y muerte.

Tanto desde el punto de vista cristiano, origen de todo esto, (¿lo grande no es que resucitó, dándonos un mensaje de esperanza y gloria?), como desde un punto de vista sociológico, la cosa se las trae. Somos un pueblo de tragedia, de drama, de recrear una y otra vez dolores profundos, heridas sin cerrar y espinas de injusticia.

Esa es siempre mi primera aproximación al acontecimiento, pero luego me voy dando cuenta de que cuando se habla de semana santa, se habla de fiesta. Y las lágrimas que veo (salvo cuando la lluvia impide que salgan las procesiones) son de emoción desbordada, de alegría incontenible, de éxtasis. Y la gente trasciende la imagen de dolor que tiene delante para ver algo más que no acierto a definir, algo más que les llena el alma de trascendencia. Porque el hombre es más que órganos interrelacionados y rodeados de músculos, tendones, huesos y piel. Definitivamente, es algo más.

Y esa dimensión, llamémosle espiritual por ponerle algún nombre, se alimenta de lo que no tiene explicación ni razonamiento lógico, lo que no responde a criterios racionales… Es eso que llega y nos abrasa con un calor insoportablemente anhelado, y nos traspasa y nos eleva y nos hace creer, aunque sea por un segundo, que, tal vez, todo esto tiene su gracia y su misterio, su magia y su sentido, su más allá.


lunes, 23 de marzo de 2015

Con los pies para arriba

De pequeña, me encantaba sentarme en los sillones al revés de lo habitual: cabeza abajo, con los pies en el respaldo y el cuerpo en el asiento. Sobre todo, me gustaba sentarme así a la hora de la siesta, sola en la salón.

En mi casa, la hora de la siesta era (es) sagrada. Sólo había una regla, una regla de oro: “no tienes que dormir, pero tienes que respetar a los que quieren dormir y, por tanto, no se puede hacer ruido”. Este recuerdo me reafirma en mi convicción de que los niños no son animalillos salvajes y que, si se les habla con cariño, respeto y firmeza, comprenden las normas –pocas, razonables y adaptadas a su edad- y encuentran su manera de cumplirlas de una forma entretenida e, incluso, lúdica. Pero eso es algo que podemos comentar otro día.

Las siestas me enseñaron la teoría de la relatividad, aprendí que una hora puede ser un tiempo infinito, si estás esperando frente al despertador que tu padre se despierte para que siga charlando contigo, respondiendo con infinita paciencia a todos tus “porqués”.

Su despertador era de esos de números en forma de laminitas: cada número estaba compuesto por dos mitades y la mitad superior caía sobre la inferior, dando lugar al siguiente minuto o a la siguiente hora. Mi padre me decía: “¿Ves?”, ahora pone 15 y 30; cuando en lugar de este cinco haya un seis y vuelva a poner 30 aquí -señalando el lugar de los minutos-, me despiertas.” Y yo me sentaba delante del reloj y veía pasar los números, uno tras otro, desarrollando mi propia paciencia y comprendiendo que el tiempo es algo que se estira o se encoge, en función de para lo que lo utilices.

Pero la mayoría de las veces, empleaba las siestas para imaginar. Me sentaba en esa postura con los pies hacia arriba e inventaba historias y personajes. Siempre había un hilo común: una niña muy pobre que lograba, con su trabajo e ingenio, hacer una fortuna, y entonces llegaba un príncipe y se enamoraban. El príncipe no la rescataba, sino que llegaba cuando ella se había convertido ya en una rica plebeya. Un poquito “disney”, un poquito “armas de mujer” (siempre he sido bastante ecléctica…)

El caso es que hoy día continuo adoptando esa postura (en el sofá ya imposible, pero en la cama, perfectamente) para dejar fluir mis pensamientos, para soltar, para volar…

Me tumbo en la cama y coloco los pies sobre el cabecero y vuelvo a mis seis o siete años, a la época de la posibilidad, del libro de la vida apenas estrenado y casi todo en blanco, a la etapa de la confianza, porque yo por aquel entonces aún creía en mis superpoderes.

Tumbada, miro mis pies grandes, en los que empiezan a asomar juanetes y venas marcadas, y solo veo unos piececitos, grandes también para aquella edad, pero suaves, tersos y lozanos. Y se entretejen las historias de ayer y de hoy, y de repente parece como si aquella Rocío cogiera de la mano a la Rocío de hoy y la llevara con seguridad hacia un banco en un parque.

Y se sentaran las dos. Y miraran al frente y levantaran los pies al mismo tiempo para mecerlos atrás y adelante, pero la Rocío actual se da cuenta enseguida que sus piernas ya no cuelgan en el banco y no puede mover los pies como en aquellos tiempos.

“Pero ves en todas partes”, se oye decir a la pequeña. “¿Cómo?”, pregunta la mayor. “Sí, acuérdate de cuando eras como yo y necesitabas que alguien te aupara para ver más allá de un muro, o en un desfile o en la cabalgata de Reyes. Ahora lo puedes ver todo tú sola”.

Y me quedo pensando que tiene razón, crecer también tiene sus ventajas, sobre todo si uno es capaz de sentarse del revés a recuperar sensaciones que creía perdidas: la ligereza, la simplicidad, las ganas de seguir jugando con el tiempo y reencontrando los superpoderes olvidados.