jueves, 29 de marzo de 2012

El gran teatro de la huelga

Vuelvo del parque y, una de dos, o todos los parados (que es cierto que son muchos, desafortunadamente) han venido hoy a pasearse o hay muchos seguidores de la huelga que, como yo, han decidido que eso lo mejor que se puede hacer en un día como hoy: pasear tranquilamente.

He reflexionado muchísimo antes de tomar la decisión de hacer huelga. Reconozco que no he leído el texto íntegro de la reforma pero sí algunos resúmenes bastante interesantes de consultoras de Recursos Humanos y de los sindicatos, y también he visto algunos vídeos sobre el tema, de ideologías opuestas para enriquecer mi visión.
 
Al final, me he decantado por participar en este teatro por motivos muy particulares, muy “míos” y casi más por una cuestión de “sentir” que de pensar…
 
En la situación actual, tengo la viva sensación de que la crisis no es algo sobrevenido e inesperado en nuestra sociedad, sino el resultado del fracaso de un sistema. Y a este resultado hemos contribuido todos en mayor o menor medida. Algunos en MUCHA mayor medida y, no nos engañemos, a este grupo NO pertenecemos la mayoría que ahora nos vemos afectados por esta reforma laboral.

Y lo que aprecio es que desde diferentes estamentos se está intentando aprovechar la crisis para beneficio de unos pocos.

Para todo hay múltiples perspectivas, evidentemente, y os traslado dos:

Para muchos de nosotros, españolitos de a pie, Europa, ese ente abstracto del que se habla como si tuviera vida y personalidad propias, es como el lobo en el cuento de Caperucita: primero nos indica el mejor camino para llegar a nuestro objetivo, más tarde, ya en casa, disfrazado de abuelita, nos dice que nos acerquemos, que confiemos en “ella”, nos quiere ver mejor, oler mejor… Y ¿¿¿comernos mejor???

Para “Europa” (o más concretamente, para los líderes de unos cuantos gobiernos e instituciones), España es como la cigarra holgazana a la que la hormiga intenta alentar para que no sufra las penalidades del invierno.

Y, al final es una cuestión de falta de confianza y de miedo: ellos no confían en nosotros y nos piden pruebas. “Si te portas bien y nos demuestras que eres honrado y trabajador, serás de los nuestros, hablaremos bien de ti para que otros cuenten contigo, inviertan en tus empresas, gasten en tu país…”

Y, en medio, un gobierno u otro, que se plantea que, únicamente pasando por el aro y demostrando a los chicarrones del patio de recreo que aceptamos sus reglas, podemos salir de esta. Tal vez sea así, pero me cuesta aceptarlo.

Porque aceptar sus reglas parece significar rendirse, que los más débiles se vean desprotegidos, que la clase media pague y pague los desatinos de otros, que las empresas puedan hacer y deshacer a su antojo, sin cortapisas.

Y ahora nos toca confiar en que es por nuestro bien, para crear empleo, para que se reactive la economía, y que las empresas no van a abusar de esta libertad que se les concede, que sólo la quieren para sentirse flexibles y ágiles, pero no para desfavorecer a los trabajadores.

Pero digo yo… ¿por qué comenzamos por aquí? ¿Por qué, para salir de una crisis en la que nos vemos por la avaricia, el derroche y el “ansia viva” de unos cuantos, empezamos pagando los que menos impacto tenemos en ella?

Yo también quiero pruebas, como Europa: pido contención en los sueldos de los políticos y que asistan al congreso en cada pleno (que no hago más que ver escaños vacíos), que se moderen los bonus de los directivos, en los gastos de representación; pido, por ejemplo, que los eurodiputados se reúnan por videoconferencia, en lugar de ir en clase business a Bruselas cada semana o cada mes y alojarse en hoteles caros, pido que los responsables de la corrupción y el despilfarro de las instituciones paguen de alguna forma su delito…

Quiero, en definitiva, que si es hora de apretarse el cinturón, nos lo apretemos todos. Y empezando por los que más mandan y más responsabilidad han tenido en que estemos como estamos.

Y como no veo que sea así, me he puesto en huelga. Huelga contra pedir austeridad a unos poquitos solamente. Huelga contra la sumisión a una Europa que no nos representa. Huelga contra un sistema que cojea, se tambalea y se nos cae encima.

Pero mi huelga no tiene que ver con sindicatos ni ideologías políticas, no, no, no, por favor. Por eso no voy a ir a manifestarme. Porque ahí ya entramos en el teatro, aunque es inevitable porque hagas lo que hagas, te dan un papel en la obra de hoy.

Y no me extiendo más porque esto hay quien lo ha expresado mucho mejor que yo y os invito a leerlo:

http://www.elmundo.es/elmundo/2012/03/28/cultura/1332946118.html

viernes, 24 de febrero de 2012

Boston 3:45 pm

Esta es la crónica de un amor anunciado.

Se conocieron hace años, más de diez, lo cual es una eternidad para gente “tan joven” como nosotros. Fue en Londres, adonde ambos viajaron, como tantos españolitos de nuestra generación, para mejorar el inglés y encontrar un empleo con el que pagar la estancia. Su compenetración fue inmediata. No sé si en ese momento se dieron cuenta de que eran el uno para el otro, pero yo, mientras ella me lo contaba, meses después, al pie de la Torre del Oro, sí que pude intuirlo.

Sin embargo, la suya no ha sido una historia típica, como no podía ser menos dada la singularidad de los protagonistas. Lo primero que consolidaron fue su amistad. Una amistad llena de diálogo, ternura y complicidad, que nos dejaba a todos atónitos e incrédulos.

Y en paralelo, cada cual vivía otras preciosas historias de amor. Descubrían el amor en el rostro, el cuerpo y el alma de otras personas tan auténticas y especiales como lo son ellos. Y seguía su confianza, su apoyo y su constante “estar” en la vida del otro.

Tuvieron momentos de distanciamiento, de desencuentros, que no coincidieron con los múltiples viajes y estancias en el extranjero de uno y otra.

Vivieron, aprendieron, crecieron, lucharon aquí y allá, en este continente y al otro lado del charco. Su independencia y sed de aventuras no les dejaban para mucho en la misma ciudad, ni en el mismo país.

Y un día, llegaron a un punto de no retorno: se quedaron en silencio por un momento, apagaron los ruidos de sus respectivas vidas y se miraron a los ojos. Entonces, descubrieron (o redescubrieron) que eran el uno para el otro, que la vida de uno tenía sentido si el otro estaba ahí para compartirla.

Y se entregaron a ese amor anunciado desde sus primeros días londinenses. Y, como todo en su historia, decidieron dar un paso más de una forma peculiar: casándose en la más estricta intimidad en el Ayuntamiento de Boston, la ciudad que les dio cobijo como pareja.

Me siento muy feliz de ser testigo de su historia, de su amistad y su amor. Ambos me han enseñado que la vida no es como muchos quieren hacernos creer -una suma de convencionalismos y de hitos que superar en un tiempo determinado-: la vida es lo que queramos hacer de ella.

Y hoy me pongo por montera al tiempo y la distancia y me marcho a Boston a leer en la ceremonia de su boda este pequeño relato, homenaje a su bella historia.

¡Vivan los novios!

martes, 21 de febrero de 2012

Mi pequeño amigo

Me he echado un amigo nuevo. (Es curiosa esa expresión: "echarse un amigo", como el que se echa más azúcar en el café o se echa un fardo a la espalda...)

Mi amigo es pequeño, tendrá 4 años, pelo castaño, la piel muy blanca y un abriguito marrón claro. Tiene una sonrisa que ilumina el alma y una carita inocente que dan ganas de abrazarlo para protegerlo y, también, para contagiarse de su inocencia y de su alegría.

Y ya no sé más de él. Porque nunca hemos hablado, él ni siquiera me ha visto. Y es que mi amistad es unívoca, de mí hacia él y ya.

Todas las mañanas, de camino al trabajo, pasamos con el coche por una larga avenida. Y él está con su padre y otros niños a la altura de una inmobiliaria, esperando el autobús al cole (la ruta, que le dicen por aquí).

Cuando hace frío, se queda en las escaleritas que llevan al portal de al lado, porque ahí da menos el viento. Cuando no hace tanto frío, sale afuera y se le puede ver correteando, dando saltitos o haciéndole preguntas a su padre.

Si al pasar estoy medio dormida (a la ida siempre conduce Mori), me despierta para avisarme de que estamos llegando, porque sabe que verle me da mucha alegría.

Y así es, una cosa tan sencilla como ver a un niño feliz, me llena tanto. Y mis mañanas comienzan con una sonrisa en el corazón.


sábado, 21 de enero de 2012

Vada a bordo, cazzo

Un poco contundente este comienzo para inaugurar 2012 bajo el peral… pero no puedo ni quiero evitarlo.

Vada a bordo, cazzo!, ordenó el comandante de la Capitanía marítima de Livorno al capitán del Costa Concordia, cuando descubrió que éste había abandonado el barco tras encallar.

¡Vuelva a bordo, cojones!, hágase cargo de sus funciones, responsabilícese o, en términos más patrios: coja el toro por los cuernos.

Y, sin establecer comparaciones entre la incalificable actuación del capitán, que es un poquito el acabose… creo que hoy día a todos nos vendría bien escuchar a nuestro Pepito Grillo interior gritarnos un fuerte “Vada a bordo, cazzo!!!”. A unos con más urgencia que otros, tal vez. A unos, más imperiosamente que otros, es cierto. Pero volvamos todos a bordo (y confiemos que el nuestro no sea un barco hundiéndose).

Esos políticos, que ya ni recuerdan cuál era la razón de existir de su clase, de la clase política, y viven como los últimos senadores romanos, ajenos al pueblo y a sus necesidades, orondos y repugnantes, enriquecidos y envilecidos.

Esos empresarios melancólicos de los “tiempos modernos” de Chaplin, que no ven al trabajador más que como un elemento de una cadena que fabrica beneficios y dividendos.

Esos funcionarios, que olvidaron que las largas horas de estudio para las oposiciones tenían como objeto permitir que trabajaran al servicio de la sociedad, y ahora atienden a los pobres ciudadanos despistados ante la burocracia con desgana y poca profesionalidad.

Esos dependientes, que discuten airadamente entre ellos por el turno del próximo fin de semana, mientras el cliente espera paciente para preguntar si quedan más tallas de una camisa (a sabiendas de que la respuesta será “lo que hay expuesto es lo que hay”).

Todos aquellos que no salimos a la calle cada mañana pensando en lo bonito que puede ser el mundo y en la importante participación que cada uno de nosotros tiene en esa labor.

Unos tienen mayor delito, otros apenas una faltita de ganas, un poco de pereza, una desidia mal llevada… pero a todos nos vendría bien escuchar un VADA A BORDO, CAZZO! Que ya está bien, hombre.

domingo, 11 de diciembre de 2011

ELA

Son las iniciales de una terrible enfermedad que convierte en una prisión el cuerpo de aquellos que la padecen.

Es fácil comprender mi total admiración hacia estos enfermos cada vez que descubro su afán de superación, o cuando veo cómo aprenden a desarrollar recursos alternativos para suplir la progresiva falta de sus recursos naturales, como la capacidad motora, el habla o la deglución.

Y muchos, incluso, son capaces de ir más allá y enfocarse en lo que les queda, y aprovecharlo intensamente, para seguir creciendo y ofreciendo su perspectiva, su aprendizaje, a los demás, por ejemplo a través de sus blogs.

La vida me ha ido acercando poquito a poco a estos enfermos y a su asociación en Madrid (ADELA). Y de este contacto ha surgido mucho bueno.

Cuando imaginaba la posibilidad de acompañar a una persona con ELA, pensaba que se me vendría el mundo encima, que no sería capaz, que me deprimiría y que no tendría nada que aportarle.

Y sin embargo, mi experiencia no puede ser más distinta a mis expectativas: lo que empezó siendo un voluntariado puntual para enseñar nuevas tecnologías a una enferma, ha derivado en una peculiar relación entre ambas.

Ella siempre me da las gracias por ir a verla y piensa que soy muy generosa por estar a su lado un ratito en la semana. Y es que, aunque lo intento, me cuesta expresarle en su justa medida todo lo que aprendo cada tarde que nos vemos.

A su lado, saboreo mucho más todo lo que tengo, hasta lo más insignificante –aparentemente-  como es la posibilidad de beberme el vaso de agua que pido ansiosa a su madre en cuanto llego a su casa. Porque ya no doy nada por sentado, y valoro como un regalo mi salud y mi autonomía.

Y he aprendido a dejar volar la imaginación para que nuestro rato juntas sea como un pequeño oasis que ella sea capaz de extender a lo largo de la semana. Y yo también. Es una oportunidad para pensar en cosas bellas, en cosas locas, en historias imposibles, para cabalgar a lomos de la imaginación hacia rumbos desconocidos.

Y no quiero mirarla con pena, de hecho, a veces se me olvida su enfermedad y sólo veo a una nueva amiga, con la que paso la tarde.

A veces, incluso, al recordar nuestros momentos juntas, creo oír su voz contándome cómo fue su niñez, de mudanza en mudanza, o preguntándome cómo me ha ido en mi último viaje.

Y en realidad no conozco su voz, ni la figura que tenía hace 3 años, ni su forma de andar. No sé si gesticulaba mucho o no, ni cómo vestía. Pero conozco su mirada y percibo su esencia. Y cuando salgo de su casa, me siento llena de ella.

Porque las personas somos más que nuestra “cáscara”, mucho más. Y es terrible verse afectado por una enfermedad así, pero cuando las cartas están echadas y no hay vuelta atrás, hay que tratar de jugar la partida lo mejor que se pueda.

Y cada enfermo hace lo que puede con lo que tiene, y necesitan que estemos ahí, dándoles amor con toda la naturalidad del mundo, bromeando, cuidándoles y, sobre todo, no perdiendo de vista que ellos, pese a las apariencias, siguen siendo los que fueron un día no tan lejano.

La dependencia externa de sus familias y cuidadores es total, pero esto no los convierte en bebés. Siguen siendo adultos conscientes que necesitan sentirse valorados como tales, con respeto, naturalidad y alegría.

Traspasemos las fronteras de las apariencias y vayamos a la esencia del ser humano, esa que permanece inmutable.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El viaje

No me resisto a publicar algo que escribí hace seis años y que justo hoy acabo de encontrar enredado en las tripas de algún disco duro:

La reunión había llegado a vía muerta. El Director de Ventas quería aumentar a toda costa los incentivos de los comerciales y el Director de Finanzas se negaba en redondo. Los ánimos andaban caldeados. Cada uno había expuesto con detalle los argumentos que justificaban su postura. Dos largas horas entre márgenes de venta, calidad de atención, ingresos por línea de producto, limitaciones presupuestarias… Apasionante.

Y tú, ¿qué opinas, Lucía?

Todos los rostros se volvieron hacia mí, que llevaba media reunión tratando de evitar los bostezos y pintando garabatos en la agenda. Dudé unos segundos, solté el bolígrafo, me levanté y declaré: “opino… que esto es un verdadero coñazo, que ya no aguanto más, que no sé que pinto aquí y que me voy. Hasta luego, señores.”

Salí con paso firme, protegida por el halo de asombro y estupor que habían dejado mis palabras.

Romper con mi monótona vida de funcionaria era un sueño recurrente que ya tenía telarañas. Lanzarme a vivir con mayúsculas, a toda vela, era una frase sin sentido de puro gastada. Viajar a Argentina era un sueño que llevaba demasiado tiempo en el baúl de mis proyectos.

Ahora o nunca.

Me ahorraré los detalles burocráticos y meramente logísticos, la cosa es que en quince días había cancelado la cuenta vivienda y el plan de pensiones y volaba rumbo a Buenos Aires entusiasmada, radiante y hecha un flan.

Pasé cuatro meses viajando por ese país enorme y diverso, y en todo ese tiempo apenas fui capaz de cerrar la boca de asombro ante los fabulosos paisajes y unas gentes siempre dispuestas a compartir un mate y una buena conversación.
   
De regreso a España me traje prestados su acento y a un porteño adulador, con ganas de visitar la madre patria y que había subido mi autoestima con bastante más eficacia que mi colección de libros de autoayuda. El porteño me introdujo enseguida en la colonia argentina de Madrid, así que continué aprendiendo a bailar tangos y a expresar cualquier idea, sentimiento u opinión, usando un vocabulario diez veces más amplio del que hasta entonces había conocido.

A Carlos, el porteño, le debió de agarrar fuerte la nostalgia, pues pasaba cada vez más tiempo con Valeria, una cordobesa (de Córdoba la de allá, no la española), hasta que una tarde llegué a casa y encontré una nota de despedida, se iba con ella a conocer Barcelona. Era un mensaje tan sentido, tan elocuente, tan inspirado que no supe si odiarlo o si enamorarme aún más.

Ante la duda y como aún me quedaban fondos –bendita manía de ahorrar- decidí ayudarme a olvidarlo viajando esta vez hacia Oriente. De la vida nocturna, la palabrería desmesurada y los placeres mundanos, pasé sin término medio al silencio y el cultivo de la vida interior del Nepal. Fue un cambio radical pero verdaderamente enriquecedor.

Tras años de vida prudente, sensata y gris, necesitaba extremos. Me había lanzado a la aventura de vivir sin medida, descubriendo placeres, con una mezcla de frescura, frivolidad y, por encima de todo, verdadero entusiasmo. Y ahora, cansada de excesos, buscaba calma, serenidad, silencio.

Todo ello lo encontré de sobra en mi visita a Nepal, China, Japón y la India. Había programado inicialmente un viaje de un par de meses, pero ante la inmensidad de lo que se abría ante mí, decidí dejarme llevar y continuar hasta que mi estancia tocara naturalmente a su fin.

Descubrí una forma totalmente diferente de entender la vida… y su inseparable compañera, la muerte. Había estado flotando en las tibias aguas de la superficie de la existencia humana y ahora me adentraba en las profundidades abisales del ser. Y me encantaba.

Tuve suerte de encontrar a grandes maestros y disfruté aprendiendo todo lo que ellos estuvieron dispuestos a enseñarme y mi mente estuvo dispuesta a aceptar y asimilar. Técnicas de meditación, ejercicios para equilibrar cuerpo y mente, terapias de sanación.

Siete años después, volví a casa. Aunque a estas alturas se me hacía extraño llamar casa a ningún lugar.

Busqué un pueblito no muy lejos y no demasiado cerca de Madrid para instalarme. Atrás habían quedado mis ansias de vida urbana. Rehabilité una antigua casona como modesta pensión rural de esas que empezaban a ponerse de moda, le di cierto toque oriental e me dediqué a dar alojamiento e impartir cursos de relajación, yoga, alimentación sana.

Siempre había soñado tener una casa en la que hospedar a aquellos que necesitasen huir de alguna manera de sus vidas incoloras. Ofrecer cobijo y conversación o silencio, según el caso. Un pequeño oasis de paz más allá de la locura de la metrópoli.

Y aquí estamos. Esa es mi pequeña gran historia. A Miguel lo conocí en una de mis fugaces visitas a la capital, un regalo más de mi amada y odiada ciudad. Él aún anda a caballo entre el ritmo trepidante de la gran urbe y la calma del campo. El teletrabajo, un gran invento. Aparte de Internet, y salvando las distancias, Miguel es mi nexo con la civilización.

¿Si mereció la pena?

Cada mañana al despertar pienso cómo habría sido mi vida si aquel día en aquella tediosa reunión no hubiera dado ese paso adelante, si aún hoy continuara trabajando ocho horas delante de un ordenador, preparando gráficos, informes, resúmenes estadísticos…, mirando por la ventana con el estómago encogido, la mirada opaca y soñando cada vez más tenuemente con volar, escapar, dejar de tirar mi vida a la basura.
 
Sin duda mereció la pena.  

Desde mi hoy, seis años después, aún me pregunto por qué respondí a aquella pregunta y me quedé en la reunión...

sábado, 8 de octubre de 2011

Ayer y hoy

Salgo de la oficina rauda y veloz, llego tarde al dentista. El metro está asomando ya por el túnel. Prisa en mis pies, en mi mente, en mi estómago.

Dado que tengo casi una hora de viaje, decido regalarme este ratito para serenarme, para ponerme una música relajante en los cascos y cerrar los ojos, aun de pie.

Impresionante el poder de la música para cambiar estados de ánimo, para crear ambientes, para fluir…

Un buen rato después, llegando a una parada, abro los ojos un instante para asegurarme de que he entendido bien al altavoz anunciar la estación a la que llegamos. Entonces, veo al chico sentado frente a mí y saltan todas mis alarmas: ¡¡¿¿Es él??!!

Está adormilado, también con los ojos cerrados. No sé, quizás no…, a ver, me inclino un poco sin parecer descarada… Pero sí, sí es él, absolutamente él.

Tengo delante al adolescente que destrozó mi corazón por primera vez, en los años de instituto.

Pasan por mi mente en un segundo cientos de imágenes: sus primeros acercamientos, sus serenatas de guitarra, su sonrisa, su mirada azul y estremecedoramente fría. Y sus desplantes, su sarcasmo, sus desprecios y, en fin, ese adiós que nunca salió de su boca, y que sólo deduje tras meses de silencio.

Y ahí está. Muchos años, muchos otros desplantes y desprecios, muchas canas después.

Levanto mi mirada de su rostro dormido y me miro en el cristal del vagón. Y, curiosamente, lo que veo me gusta.

Y es que mi corazón se ha roto muchas veces, pero siempre ha salido reforzado. Siempre he aprendido algo de mis errores, de mis caídas, de mis miserias. Y a fin de cuentas, también ha habido muchos abrazos, mucha pasión, muchas risas, complicidad y caminos, a veces muy breves, pero maravillosamente compartidos.
 
Y después de tanto tiempo, ya no necesito a un hombre para quererme. Me quiero yo solita, con el “pack” de luces y sombras que me ha tocado. Y así, ahora, puedo mirarme en un espejo y sonreír, porque estoy sola y soy yo misma. Y me gusto.

Tras el descubrimiento de esta evidencia, me siento profundamente agradecida hacia aquellos que a lo largo de mi vida, me han ayudado a llegar hasta mi hoy.

Él abre los ojos -parace que ha llegado a su parada-, se levanta y me cede el asiento. Lo miro y le digo: Gracias.