A estas alturas ya son muchos los fines de año que se van acumulando en mi álbum de fotos mental.
Recuerdo…
La preciosa colcha rosa de la
cama de mi tía en casa de mis abuelos. Quiero recordar que había hasta dosel,
pero esto no sé si lo añadió mi fantasiosa imaginación infantil, y no sé si me
apetece confirmarlo con mi padre o seguir manteniendo mi imagen idealizada de
aquellos tiempos.
El caso es que para mí era un privilegio
dormir en esa habitación la noche de fin de año, después de la cena de gala y
el cotillón en los salones del albergue militar que regentaba mi abuelo. Esa
cama tenía la propiedad de hacerme sentir princesa y maga al mismo tiempo. Allí, bajo la colcha rosada y entre sñabanas blancas,
soñaba en colores (hace tiempo que me di cuenta de que mis sueños actuales son en
blanco y negro) y volaba alto y reía a carcajadas.
Allí, en Ceuta (*), desde la ventana
del salón, vi por primera vez unos fuegos artificiales, allá a lo lejos, en el
puerto. Y me pareció lo más bonito del mundo. Yo, que siempre he tenido una
cierta sensación de “visitante” de este planeta, y desde muy pequeña observo
todo con la extrañeza de quien está de paso, pensé que, si los seres humanos
eran capaces de crear espectáculos tan bellos, todo estaba bien y merecía la
pena quedarse por aquí a seguir observando.
Luego, cuando mis abuelos se
mudaron a Málaga y vivían en un piso más funcional, la magia de los últimos
días del año era tratar de mantener una bengala encendida hasta el final con
mis primos, rogar hasta la saciedad a nuestros padres que nos llevaran al cine
a ver la última de Parchís, y despejar el vapor del espejo, tras la última ducha
del año, la tarde del 31 sobre las 8, para secarme el pelo y recibir al nuevo
año bien guapa, aunque fuera sentándome con mi prima tras las uvas a ver la
tele mientras acariciábamos a los cachorritos de su perrita Kena.
Lavarme el pelo la última tarde
del año, un poquito antes de la cena, se terminó convirtiendo en costumbre.
Como si pudiera, con ese gesto, lavar la información que me sobra y engatusar a
los duendes de la alegría para que se enreden entre mis rizos y me acompañen
todo el año.
Cada uno tiene sus pequeños
rituales de fin de año. Sé de uno que, con cinco o seis años, comía doce conguitos
en lugar de uvas, y vivía la antesala de las campanadas con una ilusión tal que
una vez se le escapó un entusiasta “¡no puedo soportar tanta felicidad!”, y nos
provocó tales carcajadas que acabó por convertirse en el lema familiar.
Cada 31 de diciembre viajo atrás
recordando esas imágenes de primos reunidos, familias atareadas, abrazos
prolongados, saltitos y alegría tras las doce campanadas; saboreo el recuerdo
idealizado de los pasteles de gloria de casa de mi abuela; vuelvo a escuchar la
canción de Mecano, los “¿Encanna?” de Martes y Trece, y nuestro grito de guerra
familiar en las llamadas previas a los cuartos, o justo posteriores a las doce
campanadas.
Y cada año me doy cuenta de que
nada es real. Hoy es un día como otro cualquiera en este planeta ínfimo de un
universo ignoto. El tiempo es una creación humana que dota de un cierto orden a
nuestra existencia. Y aun así, es precioso querer adornar un día con el título
de “último del año”. Y lo que es mejor aún: nombrar a otro día “el primero
de un año nuevo”.
Nuevo… Comenzar. Me acuerdo
cuando, de pequeños, en un momento del juego, cuando veíamos que las cosas no
nos estaban saliendo como esperábamos, decíamos: “Bueno, venga, hasta ahora ha
sido de prueba, ¿vale? Ahora ya empezamos en serio”.
El 1 de enero nos sirve
perfectamente de excusa para empezar “en serio”, lo de antes era un mero
entrenamiento.
Y si, además, ese día primero de
un año por estrenar, es el que eligió para llegar al mundo un nuevo ser, dándome
la oportunidad de ser re-tita, la magia se acentúa. Y ahora no nace de una
colcha maravillosa de la cama con dosel de mi tía, sino que ahora soy yo la tía
que presencia hechizada la magia. La Magia de una sobrina que me enseña cada
día que, de donde creía que ya no podía salir más amor, aún queda muchísimo por
brotar. Y me descubre una mochila liviana y pequeñita, donde, sin embargo, cabe
una ilusión infinita por acompañarla en sus próximas aventuras.
Por eso, me da igual que todo
esto sea un invento, es bonito tener un día para volver a empezar, para
estrenar sonrisas nuevas en el espejo, para proponerse -de verdad- solo lo que
estamos dispuestos a construir, enfocarnos en ello y dejarnos de cuentos. Un
año para reír, soñar, sorprenderse, bailar y cantar (aunque sea para adentro), y
también para llorar, cansarse, hartarse, aburrirse, discrepar. Y observar.
Seguir observando este regalo curioso que es la vida, en toda su dimensión.
Porque en el fondo todos somos un
poco de aquí y un poco de un lugar donde todo es polvo de estrellas.
¡¡¡¡Feliz despedida de 2018, Feliz
2019!!!!
*Foto prestada de la web www.conoceceuta.com