Mi madre adoraba la luz y el mar, por eso la pintura de Sorolla era de sus preferidas. Yo he heredado su pasión y muchos de los cuadros del pintor me conectan de inmediato a sensaciones placenteras, a recuerdos amables de mi infancia… Imagino que para ella era igual, incluso más, puesto que su infancia y su juventud trascurrieron en Ceuta, una ciudad en la que el mar es omnipresente.
A ratos, quisiera volver a esos
veranos de la niñez, sentir la liviandad de tener toda la vida por delante y no
preocuparme más que de escapar del aburrimiento de las largas siestas de los
adultos, durante las que no era obligatorio dormir, pero sí guardar silencio.
Hoy vivo momentos de extrema
nostalgia, y la añoranza de aquellos tiempos me desgarra por dentro y me baña en
lágrimas que parecen no tener fin. También hay otros momentos en que mi adulta
herida se adormece y la niña curiosa sale de nuevo a explorar el mundo
Hace unas semanas, la curiosidad
me llevó a la exposición de Sorolla en el Palacio Real. Además de repasar la
vida del pintor a través de 24 de sus obras, algunas de ellas nunca antes
expuestas, me llamó la atención la experiencia de realidad virtual con la que
finalizaba el recorrido.
Al principio, dudé si entrar o no
porque esto de las gafas me generaba cierta ansiedad. Las personas que atendían
a los visitantes recomendaban que si alguien sufría vértigo o mareos no
participase en la actividad. Mi adulta temerosa preguntó qué había que hacer en
caso de agobiarse con las gafas o marearse y, con las explicaciones claras, entró
de la mano de la niña ilusionada.
El inicio fue realmente
desconcertante: no veía el suelo, ni mis pies, en realidad nada de mi cuerpo,
más que unas manos pequeñas y como de estatua de bronce, donde deberían estar
las mías y que reproducían mis movimientos. De las personas cerca de mí, solo
una pequeña cabeza como de alienígena, flotando en un espacio sin límites.
Poco a poco, una flecha se iluminaba
en un suelo inexistente, indicando la dirección hacia la que caminar. Y arriba,
abajo, en todas partes, aparecían elementos de la obra del pintor.
Más allá de la relación con la pintura,
la experiencia en sí misma me resultó extraordinaria: era una metáfora en vivo
de “otra vida”, “otra dimensión”, “otra realidad”. Verme sin los referentes
habituales de mi cuerpo, sin orientación en el espacio y aun así experimentando
lo que iba ocurriendo a mi alrededor me resultó desconcertante y emocionante a
partes iguales. O, quizás, mucho más desconcertante al principio, implicándome
cada vez más a medida que la extrañeza de las sensaciones iba dejando paso a
una cierta confianza.
“Si hay una vida después de esta,
el tránsito debe parecerse mucho a esta experiencia”. Ese era el pensamiento
que me revoloteaba como las imágenes que surgían cuando mi extraña mano de
bronce intentaba tocar algo de ese mundo tan nítido como inexistente. Ese miedo
a dejar de habitar el cuerpo que consideramos parte fundamental de ese “yo” que
nos define. Esa extrañeza al perder los referentes habituales: el suelo bien
diferenciado del cielo o de las paredes. Ese oír voces familiares y girarse
para no ver más que cabezas flotantes…
En esos momentos, debe de hacer
falta mucha curiosidad y confianza para adentrarse en la nueva realidad sin
resistencias. Una mirada de niño…
Y, quizás, cada nueva etapa de la
vida tenga un poco de esto: dejar atrás tantas cosas que eran tan familiares
para nosotros y nos daban seguridad, aunque fuera a un precio elevado, y abrirse
a lo nuevo con sereno y confiado asombro.
Eso quiero creer, desde estos momentos
de transición que atravieso. A pesar de que mi adulta se aferra y se siente
ciega ante el futuro, la niña confía, quiere seguir jugando con frescura y
alegría; quiere seguir mirando cuadros de Sorolla y llenándose el alma de belleza, de sensaciones livianas, de risas, de inmenso amor creador, de ese que sabe que las
lágrimas sólo están ahí para aliviar el peso de las inevitables despedidas.
Y en su inocente sabiduría, murmura: Esto también pasará.