Peral: Hola, ¡bienvenida! ¡cuánto tiempo sin verte! ¿qué ha sido de ti?
Yo: Hola, qué alegría estar de
vuelta, tenía tantas ganas de sentarme bajo tu sombra.
P: ¿Has estado de viaje?
Y: De alguna forma.
P: Cuéntame.
Y: Vale. ¿Tienes tiempo?
P: Ya sabes que yo siempre tengo
todo el tiempo del mundo.
Y: Es verdad. ¿Cómo será eso de
tener tiempo -todo el tiempo del mundo- para ser, para presenciar lo que ES?
Sin querer estar en otro lugar, sin querer ser de otro modo, sin pretender
alterar el curso de las cosas, sino fluyendo con ese ritmo, sea cual sea.
Pero bueno, que me desvío del
tema. Sí, en cierta forma he estado de viaje. Y sigo en ello.
Hace meses salí de mi zona de
confort. Había oído hablar tanto de ese viaje que estaba deseando emprenderlo,
pero me daba miedo. Todo el mundo, absolutamente todos los que se habían
animado a transitar la zona del cambio, hablaban de fantasmas, de monstruos
tenebrosos que les esperaban a poco que salían de su hábitat cotidiano. También
decían que era solo una etapa pasajera, que, si seguías caminando con
determinación, las criaturas espectrales se desvanecían poco a poco. Estaba
todo escrito. Desde el principio, hablaras con quien hablaras, todos los que se
habían animado a adentrarse más allá del confort, describían etapas similares.
Y no se equivocaban.
Yo deseaba un cambio, llevaba
años dentro de un esquema preestablecido, donde las reglas eran bastante
precisas y mi rol, muy definido. Podía aportar más o menos pero dentro de un
contexto descrito de antemano. Era consciente de ello, aunque no tanto como lo
he sido después, al salir y mirarlo desde afuera.
Se abrió una puerta y decidí abrirla
para salir a explorar. Ya solo, del esfuerzo de empujarla, enfermé. Llegué
incluso a pensar que estaba tan debilitada por la rutina que no iba a ser
posible la salida. Con la enfermedad, llegaron también los primeros fantasmas.
Nunca pensé que pudieran ser tan aterradores, tanto que me replanteaba mi
decisión cada minuto. Pero me repuse, me acostumbré a mis demonios y salí.
Al principio, había mucha niebla,
apenas se veía nada. Tuve la suerte de no ir sola. Otras tres compañeras vieron
la misma puerta y tomaron la misma decisión que yo. Pero yo estaba mucho más
asustada. A ellas se las veía animadas, seguras, menos mal.
Tras la niebla, descubrimos un
inmenso arenal y, entonces, recordamos el pergamino de instrucciones que nos
habían entregado.
En este lugar, pueden crecer flores y correr el agua, descubre cómo,
decían los cuatro pergaminos. Sin embargo, cada uno añadía una frase al final
que difería del resto. Leí la mía: La
duna de oriente es la tuya, has de desplazarla hacia el sur, para permitir que el
agua del manantial fluya hacia estos territorios.
“¿¿¿Tengo que mover una duna??? Pero
¿cómo?” Y al instante apareció una cucharita en mi mano. ¡Una simple cucharita
de café! “Y con esto ¿pretenden que mueva una duna?”
Y ahí empezó el carrusel de
jornadas: unas alegres y esperanzadoras, de alguna forma era como si pudiera
sentir la humedad (¿será que estoy cerca del objetivo?); otras, incluso, aparecían
duendecillos y hadas a ayudarme y, de repente, veíamos como el trabajo avanzaba
(yo creo que la duna se ha movido bastante, es posible, incluso, que se
desmorone esta noche a nuestro favor y nos allane el trabajo). Pero otras,
muchas muchas otras jornadas, la duna permanecía inmutable, el calor,
insoportable, los demonios ensordecedores (“no vas a poder, es IMPOSIBLE”). Algunas
noches, incluso, la duna se movía, sí, pero hacia el lado incorrecto, volviendo
a hacer crecer el muro que nos separaba de la fuente.
Así he pasado mis últimos meses,
querido peral, en busca de un agua de la que aún no he sentido ni el más mínimo frescor. A
ratos, ilusionada, a ratos, vencida. Y siempre, acompañada. Afortunadamente, no
solo estaban conmigo mis fantasmas, que han hecho lo posible por minar mi
confianza e inmovilizarme; también estaban ahí mis tres compañeras, viviendo
como yo sus altibajos, sus dudas y sus desalientos. Y sus pequeños y grandes triunfos.
Los de todas.
Y, tras los días de derrota, el
cansancio, la obsesión de no ver más que una duna por delante (de día y de
noche, en todos mis sueños), fue llegando de nuevo la fuerza y la serenidad.
Y la lucidez. Esa que me muestra
el espejo que es la vida. La que me
recuerda que todo lo exterior no es más que un reflejo de lo interior. Y que
cualquier transformación, o es interna o no es nada.
Así, la duna ya no está tanto
frente a mí, como dentro de mí. Y
los fantasmas empiezan a dejar de ser criaturas odiosas con el único objetivo
de minar mi moral, para ser alertas (regulables en sonido y melodía, si me
pongo) que me avisan de cuando me estoy dejando llevar por la rutina estéril.
Porque he descubierto que hay rutinas fértiles, que te ayudan a avanzar y a
crear; otras, estériles, que te dejan quieto, mecido por un runrún adormecedor;
y, luego, hay otras incluso destructivas, que te hacen perder todo lo que
valoras, todo lo que te impulsa, todo lo que te ilumina la mirada y el corazón.
Así que ya no miro tanto la duna
de afuera, ni me importa su tamaño o su posición, porque estoy convencida de
que la que importa es la otra, la mía. Y para esa, tengo algo más que una
cucharita para moverla. Solo tengo que parar,
observar y fluir. Qué fácil, ¿no? Pues no. Pero ahí estamos.
Ahora me gustaría volver a
sentarme más a menudo por aquí, contigo, en silencio, a ver lo que surge de
nuestra muda conversación. Como hoy, que yo venía con la idea de hablarte de
diversidad. Y mira.
Dedicado a mis mosqueteras, las pioneras. Gracias por estar, con coraje, compromiso, apertura, respeto y mucho foco en esa duna ;-)