sábado, 14 de julio de 2018

De lobos y corazones


Dicen que, según una antigua leyenda india, había una vez un hombre al que algo le atormentaba y decidió pedir consejo a un anciano y sabio guerrero, su propio abuelo:

“Me siento como si tuviera dos lobos peleando en mi corazón: uno negro, enojado, violento y vengador. El otro lobo es blanco y está lleno de amor y compasión. Dime abuelo, ¿cuál de los dos ganará la pelea?

Y dicen que el abuelo respondió: “Aquel al que alimentes”.

Otros dicen que, en realidad respondió: “Ambos lobos son necesarios y tienes que saber alimentarlos para que no peleen entre ellos. Si atiendes solo al lobo blanco, el negro se ocultará en cada esquina para acecharlo cuando lo vea débil o con la guardia baja. Si ambos son atendidos, convivirán en armonía, convirtiéndote en un hombre sabio”

Me encuentro con esta leyenda cada cierto tiempo. Me gusta pensar que cuando lo necesito. No sé qué hay de casual o de causal en la vida. Supongo que al elegir qué creer conviertes en cierta una de las dos opciones.

El caso es que esta semana, apareció de nuevo la leyenda de los dos lobos en mi camino. Y salió de su guarida mi lobo negro cuando menos lo esperaba. Tenía hambre.

Se me ocurre que al lobo blanco se le alimenta a base de ternura, de alegría, de abrazos, de confianza, de autenticidad, de risas, de caricias, de escucha, de placer. El lobo negro se nutre de coherencia, de respeto a uno mismo y sus valores, de asertividad, de osadía para soñar y constancia para dar un paso, al menos un paso cada día hacia esos sueños. El lobo negro requiere unos alimentos que a menudo no nos enseñan a ofrecerle.

Un lobo negro con hambre se vuelve rencoroso, hostil, violento, cruel… porque no tiene lo que necesita, y es el reconocimiento a lo que tan fielmente defiende: la identidad de cada uno, su esencia. El lobo negro custodia nuestra mejor versión, nuestros sueños primigenios, nuestra misión en la vida. Y cuando nos aborregamos, olvidando quienes somos de verdad, se rebela, y tal vez ante el detalle más insignificante.

Por eso, puede ser interesante observar esos momentos en que sentimos que “nos salimos de madre”, nos descontrolamos y luego nos arrepentimos de lo que dijimos o de nuestras acciones. Tal vez, el ejercicio sea observar qué estábamos descuidando en nosotros mismos para saltar así, por qué se sentía tan desatendido nuestro lobo negro, y procurarle de nuevo su alimento y darle gracias por ser un guardián tan eficaz de un tesoro tan valioso.

…Me quedo con estas reflexiones mías, mientras me río internamente porque yo, a lo que venía hoy bajo mi peral, era a hablar de los corazones de la M-30, esa multitud de corazones de colores que aparecieron hace unos meses, dándole vida a la circunvalación madrileña.



Cada vez que los miro, me brota una sonrisa dentro. Y lo mismo les pasa a muchos, tal ha sido el efecto de las pintadas, que las redes están llenas de comentarios sobre ellos, tienen su hagstag (#corazonesm30) y todo, y hasta han salido en la prensa y la TV.

Sé que una pintada es una pintada, y posiblemente estos corazones sean un delito contra el mobiliario urbano (o infraestructuras urbanas), pero despiertan tantas buenas sensaciones que… a mí no me queda otra que felicitar autor, hoy por hoy anónimo, por ese regalazo que nos ha hecho. Creo que cruzarse con ellos alimenta a nuestro lobo blanco, en tanto conseguimos reconocer qué necesita el negro.


*Imágenes prestadas de Twitter.

martes, 19 de junio de 2018

Siéntate a mi lado


Es esquiva, voluble, etérea y efímeramente bella. O tal vez no. Tal vez, es una compañera sencilla, estable, cercana y accesible, pero tremendamente tímida.

La imagino huyendo de parafernalias y de artificios. Detesta ser adorada y perseguida. Se desvanece en presencia de los formulismos y de los que pretenden vestirla de reina, aquellos que quieren darle un trono en el que sentarla, hiératica y sumisa, desde el que presencie el verdadero triunfo de la dictadura del imperio de la efervescencia.

Algunos se empeñan en que el mundo gire en torno a la efervescencia. Esa adicción a sentirse en la cumbre conlleva, inevitablemente, caer después en los abismos del abatimiento, para volver a subir, atravesando las áridas llanuras de la apatía, en peregrinación obstinada a la próxima cima. Siento, luego existo.

Y la felicidad huye desaforada de los reinos de la euforia.

Ella, la felicidad que yo conozco, prefiere esperarnos más tarde, cuando nos hemos cansado del parque de atracciones de la exaltación emocional. Se suele sentar a la sombra de un árbol, generalmente un chopo, aunque, a veces, por qué no, elige también un fresno, o incluso un naranjo.

Se sienta y espera. Y nos ve salir, medio mareados, después de tres viajes en la montaña rusa de los amores imposibles, cuatro o cinco vueltas en la noria del trabajo sin sentido y un buen rato al volante de los coches de choque, junto con la familia y seres más allegados.

Nos hace señas pero al principio no somos capaces de distinguirla. Se parece tanto a lo que damos por sentado.

A veces, el encuentro es casual, ¿o causal?, pues nos sentamos a su lado, bajo ese álamo o ese cedro (por qué no, también estos árboles pueden acogerla bajo su copa), sin darnos cuenta de su presencia. Hasta que acallamos la música estridente del parque de atracciones, los pitidos, los gritos, la histeria… y empezamos a oír un canto deliciosamente suave y hechizante. Es ella, nos susurra una nana para adultos, nos acaricia con su voz un alma abotargada, nos besa en la frente calmando nuestro frenesí.

Y entonces sí, entonces nos damos cuenta de que está ahí. Y que no se desvanece con mirarla, sino que permanece e, incluso, se hace más nítida ante nuestros ojos. Es como si nuestros sentidos aprendieran a percibirla. Y nos da la mano, sugiriéndonos un paseo. 

Y nos cuenta que ella va a estar siempre cerca, que seguramente se perderá ente el bullicio y los aspavientos, pero seguro que volverá a aparecer, poquito a poco, en el silencio y la quietud. Y, sobre todo, en la autenticidad.




sábado, 5 de mayo de 2018

Un, dos, tres, pollito (escondite) inglés


Ayer jugué a “Un, dos, tres, pollito inglés” contigo. Tú le llamas “Un dos, tres, escondite inglés”, que para eso eres madrileña.

No quiero ni hacer la cuenta de los años que hace de la última vez que jugué a ese juego, tan tonto pero tan interesante a un tiempo. Cómo ponía de manifiesto las personalidades de cada jugador…

Ayer, cuando “la quedaba” (¿”la ligaba”?), tras volverme hacia la pared para contar 1,2,3… y darte tiempo a avanzar, me volvía a mirarte y estabas inmóvil, un pasito más adelante que la última vez. Juegas bien.

Y entonces, viví un salto en el tiempo (me niego a reconocer la cantidad exacta de años atrás) y me vi reflejada en tu carita, en tu gesto, en tu quietud, en tu emoción. Volví a ser esa niña, cuya única preocupación era avanzar sin ser descubierta, viviendo plenamente en el único lugar que mi mente era capaz de habitar en ese instante, puro “aquí y ahora”.

Te vi, con toda tu gracia, tu frescura, tu ingenua inteligencia, tu desarmante sinceridad y tu mirada atenta, y me vi a mí misma.

Vi a ese ser que habitaba en mí antes de las decepciones, de los juegos sin sentido (pero bien remunerados) que desgastan inútilmente, antes de ir perdiendo las ganas de liderar el juego y dejar que otros pongan sus reglas, antes de llenarme de miedos y absurda necesidad de control.

Gozo puro, presencia, entrega. Esa eras tú ayer. Esa era yo entonces.

¿Dónde quedó esa yo? ¿Qué queda de ella? De repente, la echo de menos. Puede que sea difícil recuperarla del todo, pero pienso intentarlo. Apagando un poco esta mente rumiante, jugando más, rompiendo rutinas vacías y recuperando… la inocencia, la risa, el disfrute de los pequeños detalles.

Voy a parar y a tomarme un tiempo en el que mirar hacia la pared y cerrar los ojos, diciendo lentamente: “un, dos, tres, pollito, inglés” (o “escondite inglés”, vaaaleee), y después volveré a mirar hacia atrás, a ver si me descubro allí, un paso más adelante que la última vez, con la mirada confiada, segura, presente, dispuesta a jugar, a divertirme, a crecer, a expandirme, y, si me apuras, a volar.

Porque no veo mejor ejemplo que darte, que recuperar toda la fuerza y la frescura de aquella niña, y aportarle la sabiduría que he ido adquiriendo con el tiempo (que algo también hay) para subirnos a un dragón y volar juntas hacia tierras ignotas.

*Foto tomada en la Librería Tres Rosas Amarillas, de Madrid. Súper recomendable para iniciar a la lectura a los peques.

martes, 27 de marzo de 2018

Estrellas de mar


Hace ya casi dos años y medio supe de un precioso proyecto de solidaridad que surgió de la necesidad de aportar algo de alivio a la situación que comenzaba a vivirse en las costas griegas tras el éxodo consecuencia de la guerra en Siria.

Os hablé de él en este post y hoy he vuelto a navegar por Internet (un mar mucho más seguro de lo que resulta el Mediterráneo para muchas personas), para ver qué fue de aquella recién nacida Starfish Foundation. Ahí siguen. Desgraciadamente, aún son muy necesarios.

Y el cuento o leyenda que les sirvió para tomar su nombre me vino a la cabeza recientemente a raíz de los temporales que sufrimos hace bien poco en las costas (e interiores) de España.

Publicaban los diarios y las redes sociales imágenes sorprendentes de la playa de Punta Umbría (Huelva) llena de estrellas de mar. Las enormes mareas y el temporal las habían arrastrado a la orilla, donde yacían esperando su final.

Realmente, por lo que leo a algunos entendidos, da pena, pero la naturaleza sabe reponerse de este tipo de daños. Además, cabe la posibilidad de que las estrellas de mar, tan aparentemente delicadas y cautivadoras, hubieran aflorado en busca de alimento pues son carnívoras y carroñeras. En definitiva, más allá de un triste espectáculo, no era un daño grave.

Grave es cuando no hablamos de estrellas de mar sino de seres humanos, de cualquier edad y condición, que afloran sin vida en las costas del Viejo Continente.

Grave es pensar que ese conflicto continúa y que la destrucción de un país hermoso ya es un hecho.

Grave es imaginar la situación de todos aquellos que huyeron del terror y llevan meses, años, atrapados en campos de refugiados con niveles mínimos para la subsistencia.

Grave es que nos hagamos de corcho ante su sufrimiento.

Grave es no saber qué hacer, en qué foro exigir medidas humanas para paliar esta situación.

Lo único que se me ocurre, aparte de seguir visibilizando la existencia de esta trágica situación o de hacer alguna aportación económica en la medida de nuestras posibilidades, es, al menos, no seguir sembrando odio. Ser conscientes de nuestro poder personal para generar armonía, concordia, tolerancia, entendimiento, respeto y todas aquellas semillas que dan como fruto la paz y el amor.

Por muy cursi o ñoño que parezca, siento que el camino va por ahí: Ser muy conscientes de nuestro poder para crear amor u odio en nuestro contexto más local, en nuestro entorno más reducido. Y al mismo tiempo, ser muy conscientes de nuestro poder para decir ¡BASTA! cuando las voces se unen con firmeza.

Quizás podamos tener un efecto parecido al de las pequeñas ondas iniciales que produce arrojar una insignificante piedrecita en un inmenso lago; tal vez, exista un efecto eco que expanda la armonía, esa paz pequeñita y local, y la vaya haciendo cada vez más grande, como las ondas.

Y con ese "basta", tal vez seamos como la mano que se posa suave pero firmemente sobre el tambor para evitar que continúe su vibración.

Seguro que existen medidas para resolver lo macro que son mucho más efectivas, seguro que los líderes de gobiernos e instituciones tienen en su mano mucho más poder e influencia… pero no podemos renunciar a aportar lo que está a nuestro alcance.

No podemos desentendernos de nuestra aportación al mundo por ínfima que nos parezca.

Si conseguimos salvar a una estrella, como decía el cuento, por ella, habrá merecido la pena.

*Fotos prestadas de publicaciones del periódico sevilla.abc.es

domingo, 11 de marzo de 2018

La foto


Rebuscando recuerdos, se puso a mirar fotos antiguas. Viéndose en ellas, se sorprendió de verse hermosa, se sorprendió de gustarse. Recordaba perfectamente que la mayoría de esas fotos no le habían gustado nada cuando se las hicieron. En unas se veía mayor, en otras, con una expresión desagradable, o demasiados brillos, o con un perfil que resaltaba demasiado una prominente nariz y una frente demasiado plana...

Les había puesto mil pegas a todas aquellas imágenes, y hoy, como por arte de magia, todas parecían bellas. ¿Dónde quedaron aquellos gestos desafortunados? ¿Y aquellos perfiles vulgares? Se habían matizado los brillos y las imperfecciones, ahora la barriga no aparecía tan exagerada, ni los cabellos tan foscos.

Pensó entonces que, posiblemente, dentro de diez o quince años miraría fotos de hoy, esas fotos que le desagradaban, en la que nunca salía a su gusto, y las vería hermosas.

Y se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, perdía un tiempo precioso para aceptarse YA, para gustarse, para enamorarse de sí misma en ese preciso instante, tal cual era.

Enamorarse de ella y de sus rizos inmanejables, de su piel sin arrugas, pero con poros dilatados, de sus facciones fláccidas, y de su mirada intensa y llena de luz, y de su cuerpo delgado, pero “demasiado atlético”. Enamorarse de sus lunares, de sus varices y sus estrías, de su perfil poco armonioso y de sus dientes apiñados que, sin embargo, sabían dibujar una sonrisa luminosa.

Todo eso era ella hoy. Esa era su envoltura, su “traje”, un traje que estaría cada vez más desgastado, pero sería el suyo, el que le permitía la existencia en este plano, el que le daba forma para poder SER aquí y ahora. ¿Quién era ella para maltratarlo o criticarlo como había hecho hasta el momento?

Y decidió mirarse con la benevolencia con que se mira a un niño, decidió enamorarse poquito a poco de su belleza y de su imperfección (y es que ¿tal vez no son dos hermanas siamesas?). Decidió mimarse y cuidarse y dejar de fustigarse con el paso del tiempo y sus efectos.

Se sentó en su butaca y anotó en su cuaderno: “Vivir es pasar el tiempo, hacerse mayor -en el mejor de los casos-. Y afortunadamente eso pasa muy despacio. No se mira uno en el espejo con veinte años, para volver a verse con cincuenta. Ese sería un trago difícil de digerir. Pero el desgaste del cuerpo, generalmente, ocurre despacito y va dando tiempo a hacerse a la idea, si vivimos con una mirada amable hacia nosotros mismos; si no, puede ser una auténtica pesadilla que, además, es irremediable.”

Y pensó que sería buena idea ir escapando de los modelos de belleza que proponían el cine, la televisión y la publicidad, y empezar a buscar también la belleza en otros moldes. Ver lo bello en lo viejo, en lo auténtico, en lo natural. Porque la belleza está en todas partes, porque fundamentalmente, es una forma de mirar.

domingo, 4 de marzo de 2018

Campamentos de verano


Ocurrió uno de aquellos veranos en que estuve de colonias.

El complejo estaba muy cerca de la playa, por lo que bajábamos un rato por la mañana y otro por la tarde. Aquel día había bastante oleaje, pero no el suficiente para que el baño estuviera prohibido. Supongo que en aquellos tiempos la bandera roja tardaba más en colocarse.

El caso es que a mí me encantaban las olas, saltar con ellas, bucearlas si eran demasiado altas y venían ya con mucha fuerza y a punto de romper. Eran los mejores días del verano, los más divertidos.

Pero en aquella ocasión erré el cálculo, sobreestimé mi capacidad o subestimé a la ola. El caso es que me atrapó y me revolcó varias veces, hasta dejarme tirada sobre la arena boca abajo.

Abrí los ojos y lo vi todo negro. “Hala, me he muerto”, pensé. Y en una fracción de segundo pasé por distintos estados: miedo, curiosidad, expectación. “Y ¿ahora qué?”.

No tuve tiempo de responderme porque enseguida levanté la cabeza y mis ojos se separaron de la arena de finos guijarros grises típica de esa costa. Entonces vi que estaba viva. Y me alegré mucho.

A veces, algún envite de la vida me deja tendida boca abajo en la playa y mis ojos no ven. Pero enseguida -o no tan enseguida- me acuerdo de Sabinillas y levanto la cabeza, para volver a darme cuenta de que estoy viva.

Menos mal que mis padres me mandaron de campamentos.


*Imagen prestada de la web de joaconde.net, en la que he podido encontrar otros documentos gráficos de incalculable valor. Gracias, Joaquín.


domingo, 14 de enero de 2018

El chamán

Muchas veces me he preguntado quién soy yo para decirle a nadie cómo vivir su vida, o para dar consejos o fórmulas para “vivir mejor”. Y aún así he hecho gran cantidad de formación cuyo objetivo era ése precisamente: ayudar a otros. Y, con las mismas, no he pasado de dos o tres prácticas posteriores a cada curso, porque yo… siempre necesito estar más formada, tener más herramientas para atreverme con algo tan delicado como acompañar a otro en un proceso de transformación.

A menudo me he planteado cierta dualidad: cómo voy yo a ayudar a nadie si sigo cayendo en mis “pozos negros” de vez en cuando, si cuando llega “la noche oscura del alma”, si cuando llega mi invierno y me quedo sin hojas, me sigo creyendo que esta vez va a ser para siempre y no voy a saber salir.

En realidad, ese es el susurro de una de mis voces interiores, y es cierto que hay otras que callan, seguras de que esto no es más que una etapa más del camino, y, posiblemente, una etapa tras la que recogeré mucho fruto.

El caso es que me sigue sorprendiendo cuando algunas personas me dicen que les aporto paz, que les transmito seguridad y leerme les conecta con algo suyo interior que les da fuerza y luz. ¿Quién yo?

Y luego me río por dentro cuando le hablo a alguna amiga de la última formación, charla o el último libro que me ha inspirado y me dice: “pero, con tantas cosas como has leído y has hecho, ¿cómo te sigues encontrando en esos abismos tuyos? ¿sientes de verdad que has aprendido algo?”

Cuando escuché por primera vez esta pregunta me quedé verdaderamente fuera de juego. Luego me la estuve preguntando yo una y otra vez hasta que fui dando con mis respuestas.

No seré una “chamana” y no sé si he venido a este mundo a ayudar, a facilitar el cambio o a qué, pero desde luego, me identifico totalmente con estas frases de Claudio Naranjo:

“Todos nacemos heridos por el impacto de nacer al mundo. La mayor parte de la gente se adapta, pero el chamán es el extremo contrario: tiene demasiado contacto con su experiencia.

Y ese descontento le lleva a que no le quede otra opción que arreglarse el alma, encontrando en ese camino cosas que otros no encuentran."

Cuántas cosas y cuántas personas he encontrado (y encuentro) en ese camino de arreglarme el alma. No tengo palabras. Mi espíritu de eterna insatisfecha me lleva a ir en pos de esa mitad del vaso por llenar, despreciando en cierta manera, todo el líquido que ya hay. Pero el ratito que me da por ser más benévola conmigo misma y reconocer todo el camino recorrido… lo flipo.

Cuánta sincronía maravillosa, cuánto encuentro puramente mágico, cuanta palabra justa en el momento justo, cuánta herramienta para mirar desde otro lugar, para apreciar, para saborear la vida desde otro ángulo, para redefinir la propia historia, para marcar la dirección del siguiente paso.

Con el tiempo, incluso, voy viendo que, en el fondo, no hay nada que arreglar, que todo está bien, vamos, todo lo bien que puede estar un ser espiritual en un cuerpo limitado, sujeto a las coordenadas de espacio-tiempo y a la gravedad. Al menos, es como yo lo entiendo.

Y que todo es más bien cuestión de mantener este “traje de buzo”, que nos permite vivir esta experiencia terrenal, en el mejor estado posible, y posiblemente, reconectar con “el cloud”, con lo que de verdad somos, a través del silencio, la meditación, el contacto con la naturaleza o cualquier otra cosa que nos ayude a ver con claridad lo que de verdad importa.

Y, entre tanto, aquí seguimos, sentándonos bajo el peral cuando nos apetece, para parar, observar, sentir y compartir.