Es esquiva, voluble, etérea y
efímeramente bella. O tal vez no. Tal vez, es una compañera sencilla, estable,
cercana y accesible, pero tremendamente tímida.
La imagino huyendo de parafernalias
y de artificios. Detesta ser adorada y perseguida. Se desvanece en presencia de
los formulismos y de los que pretenden vestirla de reina, aquellos que quieren
darle un trono en el que sentarla, hiératica y sumisa, desde el que presencie
el verdadero triunfo de la dictadura del imperio de la efervescencia.
Algunos se empeñan en que el
mundo gire en torno a la efervescencia. Esa adicción a sentirse en la cumbre
conlleva, inevitablemente, caer después en los abismos del abatimiento, para volver
a subir, atravesando las áridas llanuras de la apatía, en peregrinación obstinada
a la próxima cima. Siento, luego existo.
Y la felicidad huye desaforada de
los reinos de la euforia.
Ella, la felicidad que yo
conozco, prefiere esperarnos más tarde, cuando nos hemos cansado del parque de atracciones
de la exaltación emocional. Se suele sentar a la sombra de un árbol,
generalmente un chopo, aunque, a veces, por qué no, elige también un fresno, o
incluso un naranjo.
Se sienta y espera. Y nos ve
salir, medio mareados, después de tres viajes en la montaña rusa de los amores
imposibles, cuatro o cinco vueltas en la noria del trabajo sin sentido y un buen
rato al volante de los coches de choque, junto con la familia y seres más
allegados.
Nos hace señas pero al principio
no somos capaces de distinguirla. Se parece tanto a lo que damos por sentado.
A veces, el encuentro es casual,
¿o causal?, pues nos sentamos a su lado, bajo ese álamo o ese cedro (por qué
no, también estos árboles pueden acogerla bajo su copa), sin darnos cuenta de
su presencia. Hasta que acallamos la música estridente del parque de
atracciones, los pitidos, los gritos, la histeria… y empezamos a oír un canto deliciosamente
suave y hechizante. Es ella, nos susurra una nana para adultos, nos acaricia
con su voz un alma abotargada, nos besa en la frente calmando nuestro frenesí.
Y entonces sí, entonces nos damos
cuenta de que está ahí. Y que no se desvanece con mirarla, sino que permanece
e, incluso, se hace más nítida ante nuestros ojos. Es como si nuestros sentidos
aprendieran a percibirla. Y nos da la mano, sugiriéndonos un paseo.
Y nos cuenta que ella va a estar siempre cerca, que seguramente se perderá ente el bullicio y los aspavientos, pero seguro que volverá a aparecer, poquito a poco, en el silencio y la quietud. Y, sobre todo, en la autenticidad.
Y nos cuenta que ella va a estar siempre cerca, que seguramente se perderá ente el bullicio y los aspavientos, pero seguro que volverá a aparecer, poquito a poco, en el silencio y la quietud. Y, sobre todo, en la autenticidad.