El
post de hoy está dibujado en mi mente con nitidez, a base de un par de
imágenes, como fotogramas:
En
la primera, hay una chica en Sevilla, en la calle Torneo. Tiene unos veinte
años y pasea al lado del río. Serán sobre las siete de la tarde y la adelantan
algunas bicis de “guiris”. Hace bueno, como casi siempre en su ciudad natal.
Piensa en su presente y en su futuro, como casi siempre. (*)
Está
contenta de vivir en una de las ciudades más bellas del mundo, con gran calidad
de vida y un equilibrio bastante satisfactorio entre normas y libertad, y cerca
de gente estupenda, un auténtico “savoir-vivre”.
Pero
le falta algo. Quiere experimentar algo más. Está a punto de terminar una
carrera que no le gusta, a punto de introducirse en un mercado laboral que
intuye gris, frío, ajeno a su esencia.
Imagina
que el mundo es mucho más que lo que ha vivido hasta ahora. Debe de haber por
ahí gente muy diversa que tiene por
delante realidades muy diferentes a la suya. Quizás, con gran probabilidad,
haya otra chica en un lugar distante del planeta, que disfruta de su ciudad
–una de las más bellas del mundo- y de sus circunstancias, y que también siente
un vacío que no sabe si algún día llenará.
Avanza
la película, como si hubiéramos pulsado el “fast forward”, y se para de nuevo
veinte años después, en las cataratas de Iguazú. Se ven los pies de la chica
–ya una mujer-, con sus uñas pintadas de rojo, caminando en chanclas por las
pasarelas del parque –lado argentino-. Levanta la mirada y ve cientos de
mariposas, hay muchos otros turistas pero no le resulta agobiante. A su lado,
un chico húngaro camina tranquilo y alegre, disfrutando del día.
El
chico húngaro y ella charlan sobre lo que les aporta viajar y, en concreto,
sobre lo que está suponiendo para cada uno viajar solo. El espíritu se aligera,
se siente uno más cerca de la gente que tiene al lado, se tienen los sentidos
más abiertos a observar, a disfrutar de cada pequeño detalle.
Mientras camina y siente la fuerza del agua, ella se siente viva, despierta, alegre, libre.
Mientras camina y siente la fuerza del agua, ella se siente viva, despierta, alegre, libre.
Entre
una y otra imagen, la joven sevillana que paseaba por el río se introdujo en la
espiral que tanto temía, con toda consciencia. Y la espiral la engulló, pero no
del todo.
Mientras
daba vueltas en redondo, aún tuvo tiempo de encontrarse con personas que
llenaron su mundo de perspectivas nuevas, de amor, de risas, de confidencias,
de noches sin fin, de días de sol y de tormentas. Tuvo tiempo de hablar los
idiomas que había aprendido y disfrutar de conversaciones mágicas. Tuvo tiempo,
también, de leer libros que abrieron su alma y de aprender cosas que ensancharon
su mente. Tuvo tiempo de viajar tanto como nunca imaginó que haría, cuando se
asomaba a la azotea de su casa y veía a las golondrinas, que una primavera más
habían vuelto a su pueblo.
Y
también tuvo tiempo de llorar y preguntarse qué faltaba en su existencia para
dejar de notar ese vacío. Tiempo de lanzarse en una frenética carrera de hacer
más y más cosas para llegar a… ninguna parte en concreto.
En
la espiral cotidiana, vivió muchos años, creció, sufrió y aprendió. Y no fue de
un día para otro que decidió que ya era suficiente. Fue fruto de todo el tiempo vivido dando
vueltas que la perspectiva fue cambiando, que el gusano se fue durmiendo y la
mariposa fue despertando.
Esta es una historia como cualquier otra. Una historia que ocurre a cada instante a lo
largo del mundo. Cientos de mariposas están despertando dentro de espirales de
seda. Miles. Esto está pasando a tu lado y puede que dentro de ti. Pues,
mientras lees mis palabras, están escribiéndose las tuyas, las palabras que
brotan de tu propia experiencia y que murmuran en tu oído quién sabe qué
mensajes. ¿Los escuchas?
(*) La fotografía del Paseo Juan Carlos I (Sevilla) se tomó prestada del diario ABC