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Esa
es la ruta que abre la hora en blanco. Ese es el instante que precede al vacío.
Es el momento en que, por fin, se rompe la inercia. Y aquí estoy.
¿Por
qué me cuesta tanto venir a sentarme a la sombra de mi peral a contarme cosas?
¿Por qué me dejaba para el final el ingrediente que más me gustaba del plato?
¿Por qué demoro la felicidad? ¿Por qué antepongo la pereza, la inercia o la
comodidad a la realización de mis sueños?
Pues
sí que empiezo fuerte. Como pretenda responderme a semejantes cuestiones,
sentada bajo mi árbol, un domingo por la tarde, no sé si huiré para siempre de
estas meditaciones.
Es
verano, no parece momento de buscar motivos, sino de vivir con la liviandad que
infunde el canto de las chicharras. Dejarse llevar, flotar sobre la colchoneta
en una piscina imaginaria, o en un mar tropical –puesto a imaginar-. Disfrutar
sin etiquetas, sin rumbos prefijados, sin protocolo. Un helado, una charla
insustancialmente entretenida, un beso leve.
Para
eso es el verano.
O
eso quería creer.
Pero
parece que no: en verano toca también llorar la muerte de inocentes en ataques
sin sentido. Toca plantearse qué actitud tomar en las redes sociales ante las
masacres. Toca tratar de posicionarse en algún lugar entre el buenismo
indolente y el radicalismo más violento.
También
toca leer barbaridades o vivir de espaldas al mundo. Y digo yo que, si no somos
capaces de entendernos para acordar a qué temperatura dejamos el aire
acondicionado, difícilmente vamos a ir de la mano para avanzar en temas tan
delicados como la evolución de tradiciones que implican que sufra cualquier
animal, por poner un ejemplo.
La
paz está dentro de cada uno. Es como una onda que se expande desde el centro
hacia fuera; de nuestro interior, se propaga hasta comunicarse a los que
tenemos cerca. El odio, también. Son ondas y se propagan. Y es muy difícil
estar en paz. Es muy difícil alimentar la paz dentro y fuera de nosotros.
Y
sin embargo, es el camino. ¿Cómo vamos a vivir en armonía cuando nos dedicamos
a despotricar contra el que vota distinto a nosotros? ¿Qué estamos sembrando
cuando nos mofamos de quien opina, viste, ama o cree distinto a nosotros?
Thich
Nhat Hanh, budista vietnamita que promueve la paz, y la compasión y la
meditación como camino para conseguirla,
termina su libro “Hacia la paz interior” con una reflexión muy hermosa:
“Hay
que usar el dolor del siglo XX como si fuera el abono y cultivar entre todos
las flores para el siglo XXI. (…) Debemos cultivar la flor de la tolerancia, es
decir, ver y saber apreciar la diversidad cultural para ofrecérsela a los niños
del siglo XXI. Otra de las flores que tenemos que cultivar es la del testimonio de la verdad del sufrimiento, ya ha
habido demasiado dolor innecesario en nuestro siglo. (…)
Coge
a tu hijo de la mano en invítale a salir y a sentarse contigo sobre el césped.
Contemplad la verde hierba, las florecillas que crecen entre sustillos y el
cielo. Respirad y sonreíd juntos, la educación para la paz consiste en eso. Si
sabemos cómo apreciar estas cosas hermosas, no necesitaremos nada más. La paz
está a nuestro alcance en todo momento, en cada aliento, en cada paso.”
Hay
que decir que el libro lo escribió a finales del siglo XX, así que hoy llevamos
ya 16 años de retraso en su propuesta. Pero me parece maravillosa. Tal vez
suene naïf en nuestros días, no digo que no. De hecho, en mi línea de
surrealismo absurdo, tras todas estas reflexiones sobre cuál es la actitud
correcta que adoptar en este nuestro tremendamente bello y terriblemente
desconcertante mundo, siempre me viene en mente aquel chiste:
-
Oiga, y usted
¿por qué está tan gordo?
-
Yo, de no
discutir.
-
Hombre, no
será por eso.
-
Ah, pues no
será.
Cuando
creamos el clima adecuado en nuestro corazón, somos capaces de observar el
conflicto sin implicarnos, dejándolo pasar. Y el conflicto, como viene, se va.
Imagina cómo podría acabar este chiste simplón si al señor gordito le diera
por entrar al trapo y convencer al otro, o, mejor aún, si se sintiera ofendido por
la pregunta, pa’empezar. Pero no, se lleva la razón sin atraparla y se acaba el
chiste por falta de jugadores.
Yo
misma me digo que esto no vale para las grandes amenazas que hoy por hoy surgen
donde uno menos lo espera, que me quedan muchos cabos sin atar. Y al mismo
tiempo, creo a pies juntillas en ese “Piensa globalmente y actúa localmente”. Hay
mucho que se nos escapa de las manos, pero son las pequeñas acciones las que
conforman nuestro entorno. Y la suma de pequeños entornos, configura un
macroentorno, llamado familia, barrio, sociedad…
Al
final, la pregunta que me viene a la cabeza es: hoy, ahora, desde esta actitud,
con esta acción ¿estoy ayudando a expandir la onda de la paz… o la del odio?
¿Ves
por qué tardo tanto en sentarme a la sombra del peral? Porque luego me lío, me
lío y se me va la ligereza del verano y me enredo yo sola en mis reflexiones.
¿O no será por eso? Pues no será.