Cuando
Lucía vivía en la “Ciudad Gris” pensaba de verdad que el mundo era en blanco y
negro. Sin embargo, por las noches, en sus sueños había color. Y también por el
día, cuando cerraba los ojos. Entonces, las imágenes que brotaban de su mente
se teñían de color: rojo, azul, amarillo, verde, añil…
Pero
la Ciudad Gris
era de principio a fin una sucesión de tonalidades del blanco más puro, al
negro más profundo. Y cuando ella mencionaba la posibilidad de otros colores,
el resto de habitantes la miraba con desconcierto.
Aunque
el habitante más anciano del pueblo mencionaba a veces:
-
Ah, sí, bueno, recuerdo un viajero que pasó por aquí una vez y nos habló de
algo parecido. De hecho, él mismo afirmaba que tenía cientos de colores en su
cuerpo y en sus ropas. Y el caso es que algo raro sí le vimos, pero no supimos
bien qué era. Y decía que allá de donde él venía, el paisaje tenía tonalidades
como las que se encuentran en los cuentos infantiles. Qué curioso.
“Pero
¿cómo curioso?, no puede ser, ¿de dónde sale el color de los cuentos, si no es
de la realidad misma?”, se preguntaba Lucía sin rendirse a la evidencia que a
todos convencía. “Y si hubo alguien diferente, ¿por qué no ha de haber más? ¿Y
si…? ¿Y si el color estuviera debajo de esta capa de grises que contemplamos?”
“¡Eso
es, eso es!, tiene que ser así. El color existe, pero está debajo. Ahora solo
tengo que descubrir cómo hacerlo aflorar.”
Pasó
semanas entre pruebas y fracasos, enfrascada en su propósito, feliz en su
convencimiento pero con la fe tambaleante tras cada experimento fallido. Un
día, paseaba por el campo, imaginando qué color podría tener un sauce, o un
chopo, o una pequeña margarita, y se cruzó con un caminante desconocido. Al
verlo un poco desorientado, se ofreció a ayudarle, indicándole hacia dónde
debía seguir. Y su curiosidad puedo más que su timidez:
-
Esto… perdone que le pregunte: ¿cómo es el lugar adónde se dirige? ¿lo conoce o
lo va a visitar por primera vez?
-
Lo conozco perfectamente, respondió el caminante, bueno, al menos lo conocía…
Es el lugar donde pasaba las vacaciones de pequeño. Quiero volver para
reencontrarme con el lugar donde fui tan feliz, con el lugar donde todo era
posible.
Lucía
entendía muy bien la sensación, a pesar de que, en su caso, ese lugar sólo
podía encontrarlo dentro de ella, en su imaginación. Y se atrevió a seguir
indagando:
-
¿Y cómo era ese lugar, señor?
-
Un lugar precioso, imagínate. En realidad, se parecía mucho a éste, pero con un
río bastante más grande y caudaloso. Menudos ratos de baño con los amiguetes.
Pero sí, parecido, de hecho, esos arbustos de bayas rojas me lo han recordado
aún más.
¿Rojas?
El corazón de Lucía estaba a punto de estallar. “¿Ha dicho rojas? ¿Este hombre
ve colores aquí mismo?” La mera
posibilidad le hacía estallar de alegría y pánico al mismo tiempo. “Si él ve
colores… ¿entonces es que hay color pero soy yo no puedo verlo?”
El
viajero la vio tan pálida que le ofreció un poquito de agua de su cantimplora.
Ella bebió un poco y se mojó las manos para refrescarse la cara. Y empezó a
llorar. Lloró por la impotencia acumulada en las últimas semanas, por la
tristeza amontonada en toda una vida de ver grises, y lloró por la rabia de tener
que admitir que no había solución.
Lloró
tanto que el forastero la animó a sentarse en un montículo, junto al camino y
se quedó allí con ella, dejándola estar y dándole palmaditas en la espalda. No
sabía lo que le pasaba, pero debía de ser algo muy grande, un dolor profundo y
viejo. Y las lágrimas eran el mejor disolvente en esas situaciones.
Sacó
su pañuelo azul y se lo ofreció a Lucía, cuando le pareció que el llanto
amainaba. Ella le dio las gracias y, al ir a llevarse el pañuelo a la nariz, se
dio cuenta: era azul. ¡Era azul! Ese color intenso que tenía el cielo por la
tarde en su imaginación y en sus sueños. Abrió y cerró los ojos y lo seguía
viendo: el azul del pañuelo, el ocre del camino, los zapatos verdes del
caminante… Todo tenía color. ¡Y ella lo veía!
Gritó
al aire los colores mirando a su alrededor, mientras bailaba, saltaba, agitaba
los brazos eufórica. Y el viajero pensó que el nudo de su corazón ya se había
desecho, así que su paso breve por esa mal llamada Ciudad Gris había concluido.